LA NEGOCIACIÓN DE LA LIBERTAD
Hay un dicho popular que podría quedar como anillo
al dedo en las actuales circunstancias. Dice “tanto nadar para morir ahogado en
la orilla”. Se refiere al esfuerzo inconcluso, tal vez producto del mal
criterio, o también de la mala fortuna. Critica al que no tiene la suficiente
fortaleza para terminar algo que ha iniciado, o la baja productividad de un
gran esfuerzo. Luego de más de cien días de lucha cívica, los ciudadanos han
comenzado a preguntarse qué sentido tiene todo lo que han sacrificado en el camino,
tanta sangre, sudor, lágrimas, muerte y luto involucrado sin que parezca que el
régimen afloje, sin que ellos den una sola señal de agotamiento, sin que dejen
de insistir en llegar a la cabeza de playa constituyente, sin que cese la
amenaza totalitaria, sin que moderen el lenguaje, sin que dejen de insistir en
el macabro espectáculo de una falsa realidad que solo existe en la propaganda
que ellos difunden. En fin, sin que se logre un quebré definitivo del
totalitarismo que permita dar paso a otra cosa, el proceso de recuperación de
las libertades y el camino a la prosperidad. ¿Será que moriremos en la orilla,
ahogados en una playa de un centímetro de profundidad?
Pero también podemos ver la realidad en su sentido
inverso. Podemos desarrollar la sensibilidad y la intuición suficiente para
“escuchar crecer la hierba”. El régimen
si está impactado por la protesta cívica, cada día está más confinado en sus
propias fantasías, es obvia la soledad que en este momento viven, sin pueblo
que los respalde, sin aliados internacionales incondicionales, hediondos a su
propia condición terminal, y aferrados a una única consigna, que se puede
convertir en su propio sepulcro: el fraude constituyente, impugnado por
adelantado, prevenido como un salto al vacío que no pueden dar, un caramelito
envenenado que los va a intoxicar de vacuidad política, y que, de lograrlo, los
va a convertir en más responsables aún, de la zozobra nacional, de su ruina
social, de la hambruna generalizada, de la inseguridad y del caos.
Pero es verdad que nada se puede dar por
descontado. Ni la victoria de la libertad, ni el triunfo del totalitarismo. En
los próximos días se apreciará una crueldad inusitada en la batalla, una
profundización de la represión, una mayor intransigencia autoritaria, pero
también un coraje ciudadano desbocado, exigente, suspicaz y muy pendiente de la
forma como se va a ir negociando la libertad.
Thomas
Schelling, premio nobel de economía 2006, escribió un libro cuyas
premisas tienen vigencia en la realidad actual venezolana. Se llama “La
Estrategia del Conflicto” y es una obra maestra para comprender qué es y cómo
se maneja racionalmente este tipo de competición en la que todos los
participantes tratan de ganar. De eso se trata esta situación que estamos
viviendo. No podemos ser tan ingenuos para creer que el régimen no va a ser
todo lo posible para salir airoso, tampoco podemos prescindir de la conjetura
de que nosotros queremos lo mismo. Y aquí surge la primera dificultad: sus
ganancias, las del régimen, son pérdidas absolutas para nosotros, y viceversa. No
hay demasiados espacios para la concertación, habida cuenta que se trata de la
confrontación de dos proyectos que no son homogeneizables. Ellos quieren y
necesitan todo el poder para seguir haciendo lo que han practicado por más de
veinte años: el saqueo sistemático de los recursos del país, sin tener que
rendir cuentas, sin pasar por el susto de concebirse como una minoría, y sin
que nadie les objete la meta de comunizar al país para que nada ni nadie
compita con ellos en términos de poder. Nosotros queremos absolutamente lo
contrario.
En el medio están pugnando dos concepciones de
poder radicalmente diferentes: ellos conciben el poder para el disfrute
concupiscente de una nomenclatura que vive al margen de la suerte del país, y
nosotros estamos en la ruta de definir al poder como una oportunidad de
servicio público, para crear una sociedad de derechos y garantías, donde la
libertad sea el signo y no la excepción. Ellos quieren usar el poder para
aplastar la libertad, nosotros para afianzar la libertad. No hay puntos de
encuentro. Ahora bien, estamos en medio de un conflicto en el que gana el que
se equivoque menos. Schelling llama juegos de estrategia a “aquellos juegos en
los que la modalidad óptima de la actuación depende para cada jugador de lo que
haga el otro”, dicho de otra forma, el resultado de los juegos estratégicos
depende de la interdependencia que se tiene de las decisiones de los
adversarios, y sus expectativas respecto de la conducta de sus contrincantes”.
Por eso, no hay demasiadas holguras para las equivocaciones.
En la política todo cuenta. Las palabras, las
acciones, las imágenes, los contextos, las intenciones percibidas, las
fragilidades que se muestren. Todo tiene un impacto potencial en la percepción
que el otro va construyendo de su adversario. No es lo mismo fortaleza y
control, que caos y desbandada. No es lo mismo unidad compacta, que porciones
trabajando cada uno por su propia cuenta. Y por supuesto, no es lo mismo una
oferta de futuro que otra. En este caso, el régimen está en franca desventaja
porque no le queda más remedio que ofrecer una versión más concentrada de lo
mismo que nos ha traído hasta aquí. Ellos están entrampados entre las mentiras
que ya lucen desgastadas, y una realidad atroz, que no les da cuartel. Pero ¿y
nosotros?
La Mesa de la Unidad Democrática presentó el 19 de
julio un documento que llamó “Compromiso Unitario para la Gobernabilidad” que
viene a ser un adelanto de lo que ellos harían en caso de llegar a ser gobierno.
Hay que decir que resulta un avance muy importante el hecho de que todos los
partidos se hayan nucleado alrededor de “un compromiso unitario para facilitar
la gobernabilidad, la eficiencia y la estabilidad del venidero gobierno de
Unión y Reconstrucción nacional”. Desde el inicio advierten que no será el
tramo más fácil del camino aquel que tenga que reorganizar la casa luego de
tantos años de derroche y sinsentido. Pero caen en la tentación de ofrecer
soluciones sin compartir un diagnóstico que seguramente está lleno de
dificultades y bloqueos, pero que los ciudadanos tienen que asumir. Y los
ciudadanos lo saben. El daño infligido a la sociedad, la economía y la política
es profundo, y el hambre es solamente una de sus múltiples y desoladoras
manifestaciones. Y habría que preguntarse por qué el socialismo solamente es
capaz de producir esto que estamos viviendo.
El socialismo tiene como una premisa central de su
pensar y de su hacer el logro de la “justicia social”, que es una oferta de
tanto autoritarismo económico y político como sea posible. El que el documento
de gobierno de la MUD comience diciendo que su prioridad es la Justicia Social,
lo equipara a los supuestos ideológicos imperantes, y en ese sentido, nada
diferencia una oferta de la otra. Ambas son socialistas, y ambas tendrán los
mismos resultados, independientemente de que una y otra se diferencien en la
pulcritud.
En el referido documento ellos dicen que pretenden
atender de manera prioritaria la superación de la pobreza, y por eso mismo requieren
de manera urgente aplicar “un Plan de Atención Inmediata a la Crisis
Humanitaria, con énfasis en alimentación (abastecimiento y precios) y salud
(medicamentos y atención) y a la necesidad de dar respuestas concretas al
legítimo descontento popular, con apropiado sentido de urgencia y prioridad”.
Como no se puede valorar la oferta sino en función de los principios y
precedentes de quienes la suscriben, no queda otro remedio que imaginar de
nuevo la imposición de un sistema de control y administración de la economía,
tal y como lo intentó el régimen que está al frente del gobierno, y
probablemente con los mismos costos sociales. No se puede resolver el problema
del socialismo con más socialismo. La “Justicia Social”, dice Hayek, tiene su
fin natural en una economía dirigida, que impone a los individuos un qué hacer,
y que cercena derechos, dificulta el ánimo emprendedor y le corta las alas al
libre mercado. La “Justicia Social” es el argumento del populismo, que promete
repartir lo que primero les quita a los otros, y que tiene detrás el equivocado
argumento de que “el sufrimiento de la gente tiene como culpables a los que han
tenido éxito, a los más productivos, a los que por esa misma razón hay que
quitarles para darle al resto”. La “Justicia Social” tiene ese contenido y esa
intención, pero también estos resultados que estamos ya viviendo.
El documento es escaso en palabras importantes.
Solo repite dos veces la palabra libertad. Uno para denunciar que todos hemos
sido despojados de ella, y otra vez para prometerla como resultado de la
justicia social, lo cual es imposible. Pero lo mismo ocurre con la palabra
justicia, cuatro veces, una para identificar al partido PJ, dos para aludir a
la “justicia social”, y otra para aludir a “los órganos de justicia”. La
palabra ley, tan solo una vez, para comprometerse a respetar a los que la han
cumplido, aun siendo parte del actual régimen. ¿Y cuál es el problema? Que lo
que necesita el país, y por lo que ha luchado, es precisamente un programa para
construir riqueza, generar prosperidad, incrementar la empresarialidad, generar
tres veces el empleo formal que tenemos, mejorar la productividad para pagar
mejores salarios, y nada de esto aparece delineado en el plan. No hay camino
aún para salir de la servidumbre, ni se ha planteado todavía una dinámica del
crecimiento que nos permita dejar atrás estas décadas de pesadilla. Y no se
saldrá de ella sin libertad, libre mercado, derecho y justicia estables, y
respeto a la propiedad plural. La “justicia social” como prioridad es un error,
porque con ella solo aseguramos más estado, y de ninguna manera ese fluir
productivo que activa la movilidad social y que permitiría a la clase media
volver a ser, y a los sectores pobres no morir de hambre.
Tampoco se dice nada del tamaño del Estado, que en
este momento es infinanciable. O qué hacer con las empresas públicas quebradas,
o cómo se va a negociar la concentración económica en manos de militares, o la
aberración ecológica y económica del arco minero. Dice poco, pero lo poco que
dice no garantiza el cambio por el que luchan los venezolanos: una oportunidad
para la libertad, que no es lo mismo que cambiar de carcelero.
Pero vayamos más allá. En este momento la palabra
negociación anda realenga. Muchos la invocan. Dicen que ha llegado la hora de
sentarse a conversar. ¿Es así? No lo creo. Todo tiene su momento, y llegado ese
momento, se negociará. Dependerá de dos cosas. De que el régimen entienda que
por la vía del conflicto abierto solo acumulará más pérdidas. Y de que la
alternativa entienda que ha llegado a su punto culminante de victoria, más allá
del cual, cualquier cosa que haga solo significará perder. Pero ganar y perder
en relación con el propio sistema de valores, que abre el marco a las mutuas
concesiones, o que por lo menos termine evitando una conducta mutuamente
perjudicial.
Decíamos al inicio que se enfrentan dos modelos
mutuamente excluyentes, que niega la convivencia. Nos faltó decir que el plano
de la negociación enfrentaría, en su momento, a dos fuerzas desiguales, una
dispuesta a la aniquilación del contrario, y la otra solo con el apresto moral
de representar la indignación cívica. Una con ganas de concentrar todo el
poder, otra con la necesidad de compartir el poder y nuclearse alrededor de un
programa mínimo común. Una que no reconoce la realidad ni la responsabilidad sobre
las consecuencias de sus propios actos, y otra que tiene un diagnóstico de la
realidad, y que presenta un plan para resolverlo. Una que no es confiable
porque es perversa, y otra ingenua, por falta de experiencia política. Y ambos,
con una sociedad que no está dispuesta a más desvaríos. Y que está atenta a la
traición de la confianza encomendada, de algunos que tienen muchas razones para
estar siendo extorsionados, pero que no reconocen su debilidad intrínseca, y su
invalidación como agentes de la supuesta negociación. Por eso mismo, recordamos
el desastre de la última mesa de negociación.
Otros simplemente piensan diferente, creen que es convalidable la
experiencia actual con la que viene, y que es posible la cohabitación, porque
más o menos piensan de la misma manera. Esta última versión es la que yo llamo
la izquierda exquisita, a la que ahora debemos sumar a los nostálgicos del
chavismo. Lo que resulta insólito es que sea la izquierda exquisita y sus
adláteres los que pretendan negociar en exclusiva. Lo mismo se debería decir
del grupo de políticos extorsionados. Ni los unos, ni los otros. En todo caso,
la habilidad del agente negociador debería ser prístina, y su agenda,
debidamente acordada y delimitada, incluso en el uso del lenguaje. De nuevo, recordemos
el desastre de la última mesa de diálogo.
Pero hay más. El régimen quiere negociar para
quedarse, y la alternativa desearía negociar una salida. El régimen es experto
en ganar tiempo y en disolver su representación en organizaciones espurias, mientras
que la alternativa democrática no tiene tiempo que perder. Entonces ¿cómo y qué
se puede negociar?
El desastre político y económico del país, y la
lucha emprendida y mantenida por los ciudadanos, a veces alineados con la
dirigencia, y otras veces autónoma, acotan sensiblemente la agenda de
negociación a un único punto: un cronograma ordenado de salida del régimen de
la forma más rápida posible. Sin eso puesto en la mesa, cualquier intento será
ilegítimo y condenado al fracaso. Ya no se trata de canales humanitarios, ni de
presos políticos, ni de reconocer la Asamblea Nacional. Luego de más de cien
días de lucha sostenida, y después de haber enterrado a más de cien víctimas de
la represión, no es posible otra cosa que el cambio político, la transición
hacia la libertad, el gobierno de unidad nacional, y ojalá, una nueva forma de
encarar al país, su economía y su sociedad. El tiempo sigue siendo una variable
crítica, y a la vuelta de la esquina está la atrocidad constituyente.
Ojalá no estemos condenados a lo que propone Jehuda
Amijai en uno de sus bellos poemas. Ojalá no seamos “profetas de lo que ya ha
ocurrido, lectores del pasado en la palma de la mano, pronosticadores de la
lluvia que ya cayó”, delineadores de una nueva oportunidad para esquemas fracasados,
comprometidos con una justicia social que solo provoca la tragedia de la
pobreza, con sus pobres manipulados por el engaño pueril, carceleros de
nuestros propios deseos de libertad, e idólatras del dios de las mil caras del
socialismo, todas atroces, todas falsarias. Ojalá no negocien por nosotros, las
esperanzas de la libertad.
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