Los renglones torcidos de Dios
Captura de Juana de Arco (1847-1852), de Adolf Alexander Dillens (1821-1877) Museo Ermitage en San Petersburgo (Rusia).
Los renglones torcidos de Dios.
Por: Víctor Maldonado C.
e-mail: victormaldonadoc@gmail.com
Comienzo a escribir este texto al mediodía
del once de enero de 2025. Una ciudad silenciosa y recogida acompaña mis
reflexiones, todavía incipientes sobre todo este proceso político que tantas
veces ha agonizado sin llegar a morir definitivamente. Veinticinco años en el
que se han conjugado lo mejor de la buena voluntad de los ciudadanos
venezolanos con lo peor de una dirigencia política improvisada, gustosa del
fracaso, incapaz de disentir radicalmente y seducida por dirigir las riendas
del país para experimentar nuevas etapas del mismo socialismo.
Me parece que debo hacer una declaración
de principios. Mi
compasión y mi respeto con todos los que hoy se sienten vaciados de esperanzas.
Con todos los que hoy sienten ese dolor tan agudo que provoca la frustración. Y
por supuesto, mi solidaridad plena con los que han pagado con persecución,
acoso, cárcel y muerte las circunstancias que nos han castigado en el último
cuarto de siglo. Reivindico la buena fe de la mayoría. Mi posición siempre ha
querido tener el énfasis en la pedagogía y el magisterio de la verdad, con la
menor ilusión posible por los supuestos resultados de apuestas que no han
estado bien fundamentadas.
Tal vez la raíz irreconocible de tanto
dolor es no querer reconocer que hemos sido embaucados una y otra vez por una
dirigencia política cuyo negocio es perder. Y que desde el interinato
aprendieron a vivir de la desgracia nacional, transformándose en un
conglomerado de iniciativas no gubernamentales que los resguarda a ellos
mientras expone al país. Su bien ganada fama de corruptos y cínicos, el
pescueceo infamante y desvergonzado y las evidencias de disfrutar niveles de
vida y de posibilidades que no se parecen a lo que sufre buena parte del país
es una realidad tan dolorosa y vergonzante que preferimos no verla, no
procesarla, no darle importancia.
Tratamos de inventar diferencias entre un
gobernador o un alcalde que operan como cónsules del régimen, con alcance
limitado y muy bien ganados bozales, y la exhibición insolente y descarada de
bienestar de los que viven en el exilio. Creemos que los que negocian, lo hacen
a nuestro favor, y olvidamos que nadie los designó. Tal vez es la velocidad de
este frenesí totalitario, pero la vida se nos va en esos pequeños detalles que
no logramos atajar.
Un detallazo, por ejemplo, que es
imposible pretender un curso electoral viable en el marco de un régimen
totalitario, bien aposentado en un ecosistema criminal que tiene la capacidad
para reproducir un conjunto de prácticas que los refuerzan y de alguna manera
les da un aura de supuesta legitimidad. Pero no es solamente eso. Esa
dirigencia cuyo rol dentro del ecosistema es fracasar, nunca podrá combatir el
socialismo en el que creen. Para ellos el combate no es existencial sino la
aspiración adolescente a una alternancia en el poder asumiendo que las
instituciones van a ser dóciles y respetuosas del estado de derecho. Por eso
los llamados constantes al honor de las instituciones, al valor de los
juramentos, al respeto por los derechos.
Lo cierto es que ocurrió un
“aggiornamento” de todos los sectores, un gran “doblarse para no partirse” que
les permitió celebrar la ficción unitaria de las primarias. No entiendo cómo no
pudieron leer que el país rechazó y pasó a retiro a una generación de
dirigentes inservibles y le dio a María Corina Machado un mandato difuso, de
difícil interpretación. Pero vale la pena recordar la esencia de su discurso,
todavía radical y diferencial, por ejemplo, enfrentado a la mínima posibilidad
de participación del CNE en el proceso, reivindicando la autonomía de la
sociedad para seleccionar a sus líderes.
La atmósfera política se enrareció con las
reglas del juego planteadas por la Comisión de Primarias, a medio camino entre
la concordancia con las instituciones del statu quo y la necesidad de dar
respuesta a las expectativas de una parte del país. Se realizaron finalmente y contó
con toda la confianza de los que en ellas participaron. Se dio un número y fue
aceptado, luego de que en los últimos días ocurriera un deslave a favor de la
favorita mediante el retiro de sus principales contrincantes.
Ya para ese momento toda la maquinaria se
enrumbaba hacia las definiciones electorales. Y eso marcó el destino de toda
esa iniciativa. Algunos lo advirtieron. La ruta era inválida y probablemente un
albur intentado por el opolaboracionismo para resguardar su papel de eternos
perdedores, necesarios al momento de legitimar los resultados.
Vinieron las elecciones y las señales que
no quisieron ver cuando el régimen seleccionó su candidato preferible,
desvirtuando el resultado de las primarias. María Corina se preservó como gran
electora y terminó, no tanto eligiendo al de su gusto como evitando que el
ticket lo encabezara Manuel Rosales. Ya sabemos que hizo llave con Edmundo
González Urrutia, factor preponderante de los viejos partidos y sus alianzas.
En la búsqueda de asegurar un triunfo
electoral que nadie sensato podía negar, la estrategia se concentró en lograr
demostrar los resultados a través de la posesión y exposición de las actas de
las mesas electorales. Para ellos, tener las pruebas incontrovertibles en la
mano era la condición necesaria y suficiente.
Las expectativas que se iban formando
mientras todas las encuestas aseguraban un triunfo arrollador les hizo creer
que el régimen iba a reconocer los resultados y que incluso podían acortar el
lapso para la entrega del gobierno. Se cegaron. Confundieron el talante del
adversario y lo trasformaron en una entidad capaz de alternarse en el poder,
entregar pacíficamente y reconocer la nueva realidad política. Ese fue un gran
error.
Lo que para esa entusiasta dirigencia era
una competencia electoral con las consecuencias institucionales previstas en la
constitución, para el régimen no pasaba de ser una liturgia totalitaria que los
obligaba a aparentar cada cierto tiempo unas elecciones que no eran tales. Allí
hubo una discrepancia de expectativas que se han resuelto por la fuerza. Y ellos
tienen más fuerza, además de una disposición amoral de usarla sin importar los
costos, que está a la vista de todos.
Los ciudadanos de buena fe han acompañado
este proceso una y otra vez. Lo han hecho desde el sufrimiento y la
resiliencia. Han dado su voto y su confianza a un liderazgo que ofreció una
solución final a tantos años de sufrimiento y desdicha. No se les puede pedir
más. Ciertamente les llamamos la atención para advertirles que no había
posibilidad de final feliz. Que no era posible que ellos honraran sus promesas
y que resultaba altamente improbable que lo deseado ocurriera. Ya sabemos que
en estos procesos el compromiso emocional evita el mínimo discernimiento. Hay
una especia de determinación tóxica que obliga a hacer y a decir lo
políticamente correcto y a preguntarse una y otra vez, ¿si no es esto, ¿qué es
lo que tú propones?
Aunque la memoria no nos ayude, esta no es
la primera vez que ocurren resultados similares. Veinticinco años de
variaciones del mismo tema, donde no ha importado cuantas certezas de los
resultados hayamos tenido, lo cierto es que se impone por la fuerza los que
convienen a la estabilidad del ecosistema criminal.
Millones de veces se ha apelado y esperado
algo más del honor institucional. Mientras nos negamos a reconocer que vivimos
una situación política y social en la que unos venezolanos, prevalidos por la
fuerza, someten a otros venezolanos. Y esta dura realidad debemos incorporarla
al análisis, tal vez para que, desde el desencanto, surjan nuevas posibilidades
de acción, diferentes a la vana ilusión, la ingenuidad y la necedad juvenil con
la que repetimos un guión que ha demostrado que no nos lleva a ninguna parte.
Los políticos venezolanos se han
acostumbrado demasiado a esperar que los salve la fortuna. Un golpe de suerte,
una insurrección, un quiebre. Tienen una versión esquizofrénica de las
instituciones que por un lado son malas y por el otro capaces de salvar la
partida a favor de la democracia. A esas obsesiones se suma la expectativa
taumatúrgica de la calle.
Me refiero al poder de los ciudadanos en una
nueva versión de “la toma de la Bastilla”. Hay cierta ilusión con un final
apoteósico donde la gente común sea la que encabece el desenlace. De hecho, en
esta etapa lo han pedido de mil maneras. “Cada uno tiene que hacer la parte que
le corresponde”. “A nosotros no se nos puede pedir más”. “Gloria al bravo
pueblo” … Desde el exterior, los venezolanos preocupados por la política son
proporcionalmente más audaces. Más distancia, más agresividad propuesta para
que los que viven en Venezuela la protagonicen. Eso sí, sean los militares o la
insurrección popular, los políticos esperan el endose. Una vez derrumbado el
régimen, serán ellos los beneficiarios a los que les entregarán el poder.
Lo cierto es que hemos vivido invitaciones
seriales a salir a la calle. Y se me ocurre que hay una discrepancia sobre el
sentido de la invitación y lo que la gente está dispuesta a dar, en el marco de
una circunstancia determinada por la represión y el miedo. Los políticos
invitan a una participación de calle agresiva y contundente, sin llegar a ser
ellos los delineadores claros y precisos. Se conforman con dejar colar que
“ustedes saben lo que hay que hacer”. Pero a lo que la gente está dispuesta es
a “la calle testimonio”. La calle de la bandera, el selfie y la consigna. Que
no pretende hacer temer ni tiene la más remota intención de que sea sin retorno
o hasta el final. Ellos piden una cosa, les dan otra. Al final, ellos se
pliegan al mitin, la marcha, el encuentro y la vuelta a casa.
Insisto en la diferencia. La calle
testimonial no es la calle insurreccional. Entre líneas piden insurrección y la
gente devuelve demostraciones moderadas de testimonialismo. Y aun así, se
exponen a las duras represalias.
El fetichismo de los números es otro
ingrato ingrediente. ¿Qué significa que la gente salga a la calle? ¿Cuántos
deben salir para cantar victoria? ¿De qué tamaño debe ser la concentración para
mandar el mensaje apropiado? Al respecto se plantean después debates sin fin
sobre lo que debió ser y no ocurrió, si fue suficiente, o peor aún, llegado el
momento increpar a los venezolanos que no salieron y que se merecen esta
suerte. ¿No será más bien que la expectativa sobre la calle está indebidamente
inflada? ¿No será más bien que los venezolanos hemos aprendido sobre las
consecuencias que pagan los ciudadanos desarmados frente a un régimen armado y
prevalido de grupos dispuestos a todo?
Son muchas las interrogantes y mucho trago
amargo que hay que procesar. No es suficiente la dosis de realidad que estamos
consumiendo. Al parecer hace falta una dosis más fuerte. Volvamos al plano de
la realidad. ¿Dónde estamos parados? Si me preguntan, estamos en el final de un
episodio más de la política de estos últimos veinticinco años. En el momento en
el que es obligante hacer un inventario de lo que se ha logrado, cuánto se ha
avanzado, o si estamos repitiendo la misma etapa del interinato, esta vez como
tragedia. Creo que debemos preguntarnos con Clausewitz si ya pasamos “el punto
culminante de victoria” más allá del cual solo se acumulan pérdidas. Y si es
así, ¿qué es lo que conviene hacer?
En este punto me gustaría reconocer a la
acción política de buena fe de todos los que con mucho compromiso han trabajado
muchos años a favor de una oportunidad para sus propias convicciones. Mucha
gente valiosa y admirable. Muchos de ellos me han retirado su amistad
precisamente por discrepancias en las miradas estratégicas. No guardo rencor. Aquí
los espero, en la realidad que es una para todos.
Hay preguntas cruciales que invito a
responder. ¿Qué hacemos con el liderazgo de María Corina Machado? ¿Cómo podemos
contribuir a resolver la tragedia de tantos presos políticos, perseguidos y
asilados sin salvoconductos? Para mi son reflexiones importantes porque tocan
lo humano, y la diferencia entre ellos y nosotros es precisamente esa, que a
nosotros si nos importa su suerte. A nosotros si nos parece importante
encontrar una salida que no nos deshonre pero que les de una posibilidad de
libertad a los que hoy sufren tanta aflicción.
El inmediatismo
ha sido una quimera que nos han querido imponer repetidamente. La lucha
política tiene que incorporar planes de largo plazo y deslindarse de las
agendas legitimadoras del régimen. He dicho otras veces que el cálculo del largo
plazo es diferente al tiempo invertido en muchas “iniciativas zarpazo”,
confundiendo los tiempos de los países con el alcance de la vida personal.
Por eso hay que
buscar qué hacer con la trampa de las consignas. “Hasta el final” ¿hasta dónde
obliga? ¿Hasta la inmolación? ¿De quienes? Y finalmente, sabiendo como sabemos
que sobre nosotros gravita una generación de políticos que simulan oponerse
mientras hacen negocios con nuestra desgracia, que viven muy bien y que es
obvio que no tienen interés alguno en un cambio substantivo. ¿Qué vamos a hacer
con ellos? ¿Vamos a seguir tolerando que se roben el show? ¿Vamos a permitir
que sigan siendo parte del decorado?
Hay un viejo
adagio que nos recuerda que Dios escribe derecho sobre renglones torcidos.
Significa que su Divina Providencia enmendará nuestras deficiencias y carencias.
En el caso de nuestro largo desierto de más de veinticinco años, tal vez
requiera como compromiso y contraparte mantener la fe en Dios y el sentido de
realidad, tratando de separar la paja del trigo y registrando la experiencia.
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