15 horas de socialismo


15 horas de socialismo
Por: Víctor Maldonado C.
e-mail: victormaldonadoc@gmail.com
Twitter: @vjmc

5:00 a.m. Todavía está oscuro y una lluvia pertinaz enfría el ambiente y hace todavía más difícil el comienzo del día. La ciudad se ha vuelto perezosa. Ya no es como antes. Un silencio pasmoso es el recordatorio de que del ocaso hasta el amanecer la ciudad está vedada a los ciudadanos desarmados. La noche es de la impunidad, la violencia y la de esa extraña fauna de nuevos adinerados que van escoltados en carros blindados, motos de altas cilindradas y guardaespaldas armados.

5:30 a.m. No hay agua. Van tres semanas sin que la empresa estatal de agua potable cumpla con su plan de racionamiento. Los baños son pocilgas infectas que desprenden ese olor a fermentación pútrida que se acumula sin saber qué hacer con ellas. La higiene personal es todo lo que puedas hacer con un tobo de agua.

5:45 a.m. El café se acabó la semana pasada. Un kilo ya cuesta dos salarios mínimos. No hay forma de comprarlo sin sacrificar alguna cosa más importante. Adiós costumbre matutina. Pero hoy se confabulan todas las escaseces para empujarme a un ayuno que se torna crecientemente insoportable. Hora de salir de casa a soportar otro día.

6:00 a.m. Con las notas del himno nacional, aderezadas por la voz y las impertinentes intromisiones del “comandante supremo” voy camino a la parada de autobús. No sé por qué lo intento si todos sabemos que ya no hay quien preste el servicio, tampoco quien pague su costo. Temprano caigo en cuenta que no tengo efectivo en la cartera. Nadie tiene, a nadie le importa, porque el billete de ayer hoy vale menos, mucho menos.

6:45 a.m. Cuarenta minutos esperando por lo que nunca llegó. Llueve, todos estamos empapados, pero nadie se queja. Esa agua que cae del cielo reconforta y compensa la ausencia absoluta de agua potable que sufrimos en la zona. Mujeres con horarios más flexibles exhiben sus magros cuerpos mientras tratan de pasarse un trozo de jabón. La pobreza te confisca el pudor poco a poco.

7:00 a.m. Sigo en la parada. La gente se acumula y se desespera. Al fondo de la calle aparece un camión de estacas. Se detiene y permite que la gente se monte. La lluvia no es un impedimento para que el caos sea el único que ponga orden. Todos quieren irse, y poco a poco la plataforma se va volviendo una amalgama contrahecha de cuerpos que se entrometen unos con otros, intentando equilibrios imposibles que se extreman cuando el camión vuelve a ponerse en marcha. Allá quedaron los menos ágiles.

7:45 a.m. La ruta del camión concluye frente a la parada del subterráneo. Bajar significa terminar de embarrar la ropa. No importa. No hay tiempo. Hay que coger el metro. Cientos de transeúntes caminan como autónomas en los escombros de lo que alguna vez fue un transporte moderno. Por lo menos es gratis. Sin aire acondicionado los túneles bajo tierra tienen una atmósfera pesada y pegajosa. Pasan uno, dos, seis, ocho trenes totalmente desbordados. Mientras espero recuerdo que tengo hambre. Me distraigo imaginando un café imposible y una arepa rellena que ya no puedo comer. El hambre estraga. De repente soy masa que se mueve hasta una de las puertas. Me siento empapado pero sudoroso. El calor es insoportable. Pero allá vamos.
8:30 a.m. El metro sufre una avería. “Señores usuarios y usuarias del sistema subterráneo, en estos momentos estamos sufriendo un problema transitorio de falta de energía. Les sugerimos abandonar los vagones y seguir a pie por los túneles hasta la próxima salida”. ¡Esto no puede sucederme hoy! -pienso, mientras vuelvo a ser masa en movimiento-.

09:15 a.m. Una bocanada de aire fresco me recibe mientras llego a las calles. Sigue lloviendo. Diez cuadras más y llego.

09:30 a.m. La oficina luce vacía. Un buen vaso de agua calma la sed. Aprovecho, me lavo la cara y trato de secarme los excesos de humedad y de barro que el día trajo consigo. El aire acondicionado hoy es capaz de mandarme al infierno, pulmonía mediante. Trabajar me hace olvidar el ayuno.

12:30 p.m. Alguien puso a disposición unos mangos. Colocados coquetamente en el centro de la mesa donde solíamos comer cuando las loncheras venían con algo traído de la casa. Dos mangos fueron mi frugal almuerzo. La ciudad es generosa. No nos deja desfallecer completamente. ¿Alguien tiene para compartir un café conmigo?

01:46 p.m. Otro corte del servicio eléctrico. Mi celular suena y es mi mamá. Se le acabaron las medicinas de la tensión. La jubilación no le alcanza ni para una semana de tratamiento. “Manda a decir tu papá que busques quien le compre el televisor para comprar comida. ¿No lo quieres tú?”.

03:00 p.m. Todavía no vuelve la luz. Oscuridad, sin ascensores, sin agua. Sin ganas. El grupo se reúne para pasar el tiempo. Pronto todo se vuelve interrogantes sin respuestas. ¿Se detendrá la inflación? ¿Algún día controlarán el hampa? ¿Alcanzarán los sueldos? La gente no ríe, pero intenta una mueca. ¡Esto no se aguanta! ¡Yo me voy como sea y a donde sea!

03:17 p.m. De repente volvió la luz. Pero todavía no vuelve internet. Alguien pide que hagamos el inventario de las máquinas que se dañaron. Nadie parece hacer caso a la solicitud. Todos vuelven lentamente a sus puestos de trabajo. ¡Algo hay que hacer! ¿Habrá pan en la panadería que está camino a la casa? Vuelve a llamar mi mamá. Volvieron a subir la matrícula escolar. Diez salarios mínimos. “Tu papá quiere vender el juego de comedor y las lámparas de la sala. ¿Tendrán algún valor?”

04:30 p.m. Mi vida por una tasa de café. El reloj es un verdugo que administra los tiempos con sadismo. Tengo frío, hambre y me siento sucio. ¡Huelo mal, huelo a servidumbre atroz! ¿Cuándo se acabará esto? ¿Cuándo terminará esta hiperinflación, estos discursos sin fin que inventan culpables, esta compresión de las oportunidades? ¿Sobreviviré?

05:30 p.m. Terminó el día de trabajo. Nadie se queda ni un minuto más. ¿Para qué? No hay clientes, no hay productos, no hay dinero, no hay nada más que un inmenso esfuerzo para disimular el derrumbe que somos todos. Hoy somos la mitad de los que estábamos hace tres meses. La partida es fugaz. El tránsito tiene una sola vía, que va directo hacia la evasión. Las empresas también han perdido peso. Las esperanzas son más leves. El día se acorta. Viene la noche.

07:30 p.m. El regreso no fue distinto. Cada día somos más animales. Los camiones de estacas nos llevan como ganados. Nadie se queja. Nadie cuida al que está al lado. La señora que se cayó quedó atrás. Nadie dijo nada. Esta es la ley de la selva y el socialismo es el depredador. Hoy no me tocó a mí, pero quien sabe que puede ocurrir después. ¿Llegó el agua? ¡Se fue la luz! Mejor me tiro en la cama a la que me dirijo a tientas, e intento dormir. Mi casa huele a amoníaco fétido. ¿Será mi cuerpo? Pero el hombre es un animal de costumbres. ¿Me acostumbraré?

@vjmc

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