Aquí se habla libertad
Aquí se
habla libertad
Por:
Victor Maldonado C.
Twitter:
@vjmc
Recientemente escribí un artículo
llamado “Venezuela, la irrelevancia contumaz” que salió publicado en este
portal. Allí planteé la tesis de que una presidencia simbólica, si no tenía
definido un curso estratégico que rápidamente resolviera la dicotomía régimen
de facto-gobierno legítimo, estaba condenada al desgaste y a la irrelevancia. Fue
un análisis que va a contracorriente del deseo convencional de que todo salga
bien, aunque se hagan las cosas mal.
Los deseos no empreñan. O hacemos
lo debido, o ese “vamos bien”, que se ha convertido en un santo y seña de los
dedos cruzados, de los buenos deseos más que de la evidencia, al final va a
provocar una tragedia de decepciones. Contra eso precisamente quisimos advertir
desde un artículo de opinión. Sin embargo, alrededor de lo que dije se constituyeron
cuadrillas militantes de la negación, dedicadas a penalizar cualquier otra
conjetura sobre la suerte del país. Y por supuesto, tratando de matar al
mensajero porque no pueden procesar el mensaje.
Reconozco el derecho de la gente a
creer en cualquier cosa. Incluso, comprendo que en momentos tan difíciles necesiten
aferrarse a cualquier clavo que sobresalga en esta pared de nulidades en la que
lamentablemente se ha convertido el país. Cada uno tiene el perfecto derecho a
ir cediendo la lucidez por pedacitos y en las pequeñas cosas, pero yo me
reservo la posibilidad de advertir que por ese camino cualquiera puede terminar
perdiendo el sentido de realidad. Si lo que quieren algunos es vivir la
fantasía de una posibilidad inexistente, tienen todo el derecho a la
alucinación, pero no deberían tratar de extinguir a los que quieren hacer otra
cosa.
Porque la realidad sigue allí,
impugnando los buenos deseos y los dedos cruzados. Avanzando aterradoramente
hasta dejar sin posibilidad alguna cualquier wishful thinking organizado
socialmente. No sería tan malo el deseo insensato si no estuviera acompañado
por una perversa obsesión para eliminar los disensos. Hace unos años escribí un
par de artículos sobre lo que los expertos llaman “el síndrome del pensamiento
grupal” que tantos fiascos produce.
¿Qué es un fiasco? Es el resultado
de errores de cálculo y/o de errores de juicio que son producidos y estimulados
por ciertos tipos de grupos que niegan cualquier posibilidad de crítica y que
por lo tanto se van aislando hasta el punto de provocar su propia catástrofe. La
incapacidad para apreciar todas las aristas de la realidad, y creer que el
esfuerzo y los sacrificios asociados tiene el mérito de la eficacia, al final
puede hacer que todo fracase.
No hay, empero, ningún proceso
maléfico en el medio. Todo lo contrario. El “síndrome del pensamiento grupal”,
que provoca estos desastres organizacionales, sociales o políticos, es el
resultado del esfuerzo legítimo que hacen los líderes para cohesionar sus
equipos, evitar los trastornos de las discusiones interminables y el afán de
sustituir la crítica pertinaz por el sosiego de los consensos, acertados o
desacertados. Pero también es el saldo innegable de personalidades autoritarias
o de los que tienen sus propias agendas y están atentos a cualquier
perturbación de sus propios planes. Esa es la tragedia de este tipo de
conductas que, pretendiendo la virtud, rápidamente cae en el vicio de la
obcecación.
Lo cierto es que ocurre una
disfunción que puede llegar a ser muy perversa, cuando este tipo de grupos con
capacidad de influencia o de tomar decisiones llega a pensar que la unanimidad
es el único objetivo valioso, y que por lo tanto cualquier conducta que afecte
la lealtad entre ellos es poco menos que una conspiración. Cuando eso ocurre todos
comienzan a experimentar presiones crecientes para callar o sofocar cualquier
intervención que contravenga estas aquiescencias narcisistas, y todos, por lo
tanto, terminan contribuyendo con el deterioro de la eficiencia para tomar
decisiones valiosas, la invalidación sistemática de la realidad y la evitación
casi metódica del juicio moral que ponga en peligro la propia versión que ellos
tengan de sí mismos y de los resultados que supuestamente van obteniendo. El
resultado no puede ser otro que grandes errores y pobres resultados. Esto ya lo
advertí para el caso venezolano entre el 2011 y el 2012. Y lo hice porque
parece una constante en la lucha política venezolana.
Pongamos ejemplos. En un chat que
comparto, al filo de la medianoche de hace pocos días, me encuentro con este
mensaje: “Me preocupa sobremanera que con lo que estamos viviendo, sufriendo
y luchando por salir de esta tragedia, se escriba un artículo así… Pero bueno,
cada quien es dueño de su opinión…”. Se referían a mi artículo “Venezuela,
la irrelevancia contumaz”, y lo hacían sin decírmelo directamente, como si yo
no fuera parte del coloquio.
Pero volvamos al mensaje, que por
cierto no fue el único. Yo ya estaba en cuenta de que en otros dos chats estaban
haciendo comentarios del mismo tenor. Efectivamente, cada uno es dueño de su
opinión, y también titular de su trayectoria. Porque de lo que se trataba era
de intentar diferenciar lo que se decía de la condición de quien lo decía. Ya
que no podían o no querían debatir el fondo del asunto, trataban de aclarar y
dejar por sentado que quien decía, en tanto decía lo que decía, no tenía nada
que ver con ellos, ni como persona ni como grupo. Que, si no se podía, o no se
quería rebatir el argumento, por lo menos se podía advertir que la membresía
estaba condicionada a volver al redil del pensamiento convencional. Y eso, una
y otra vez.
Por lo tanto, debo dejar por
sentado lo que es obvio. Primero mi trayectoria. Yo Fui (Pasado del verbo ser,
enunciado en primera persona) director ejecutivo de una cámara empresarial por
14 años y 9 meses. Obviamente no soy su vocero, ni probablemente comparta buena
parte de lo que ahora piensan y hacen. También yo soy (Presente del verbo ser,
enunciado en primera persona) miembro de la junta directiva de un think tank
que difunde y cree en las ideas de la libertad. Otra obviedad, no hablo en
nombre de esa institución, que tiene sus voceros. Como le pasa a todo el mundo,
uno es muchas cosas en la vida, que se asumen dentro de una lógica del
pluralismo y el respeto por el otro, y la libertad que significa tener que
tolerar a los demás en sus flancos disidentes, sin que ni siquiera se piense en
el peligro de ser objeto de una cacería de brujas. Pero las hay.
Esto lo debo decir porque el
artículo de marras finalizaba, como es costumbre en el portal, presentando al
autor con dos o tres atributos y pertenencias. Igual hubiesen podido dar otras
señales, pero dieron las que dieron, y esas provocaron el escándalo de las
filacterias ensanchadas y los flecos en los mantos de quienes se pretenden
cátedra y juicio final. Desde aquí pido al portal que a partir de ahora
coloquen solamente mi nombre y apellido, porque vivimos épocas en las que “mono
no carga a su hijo, y si lo hace es por un ratico”. A ver si así se
aventuran a debatir y no a perseguir.
De más está decir que hoy soy un
individuo supuestamente peligroso para quienes hasta ayer era fraterno y
coincidente. A veces siento esa soledad existencial que tanto hizo reflexionar
a Juan Pablo II. Sin duda es una forma de sufrir. Lamentablemente son los tiempos que corren, y
mejor acostumbrarse que andar penando por aquellos que han decidido “mirar la
oscuridad que ven los ciegos”, como fraseó con tanta belleza Shakespeare.
Porque cada uno tiene derecho a
expresar su particular mirada sobre la realidad. No invoco para mi ni para
nadie la exclusividad del acierto. Prefiero el debate abierto, sin la maña de
las supuestas conveniencias. Y si se trata de señalar, bien vale la pena
intentarlo en público. Pero tratar de negarme lo que fui por tanto tiempo,
aplicándome el castigo romano de la damnatio memoriae, o intentar el
deslinde de la conveniencia, algo así como “él no es lo que es, aun siéndolo, y
mientras nosotros tengamos que soportarlo, porque llegará el momento en que no
lo sea más”, me resulta una forma de persecución y de censura de las que quiero
dejar constancia, con la obviedad de volver a insistir en que si dije algo, lo
hice en mi nombre, asumiendo por tanto absoluta, exclusiva y plena
responsabilidad.
En los últimos días se ha venido
incrementando la cultura de la negación y de la censura. En Venezuela no es
solo el régimen de facto al que no le gusta la contradicción. Lo mismo hay que
decir de una oposición institucional y alineada que considera traición
cualquier pensamiento disidente. Lo sorprendente es que posturas tan extremas son
enarboladas por los que se llaman a sí mismos moderados. Y que las
víctimas sean los que ellos han denominado radicales. Esas inconsistencias son
propias del síndrome que hemos comentado.
Finalmente quiero hacer un homenaje
a la libertad de expresión y al derecho que todos tenemos de practicarla. El
que algunos pretendan conculcarla en nombre de un bien superior es colaborar
con el eterno retorno a ese autoritarismo que no nos deja avanzar. Los que andan
en eso no caen en cuenta que así comienzan todas las dictaduras, porque no son
solamente los caudillos los culpables, sino esa persistente cultura autoritaria
que practica la superchería policial, buscando quien dijo qué cosa, y en nombre
de quién lo dijo.
Para resolver cualquier conflicto
moral bastaría con conocer la diferencia entre las posiciones institucionales y
las opiniones, que siempre son personales. Los que aman la libertad, de suyo
aman y respetan la dignidad de la persona, su derecho a disentir, y la
expectativa socialmente pactada, de no temer a ser diferente, y por eso no
sufrir ningún castigo.
Recuerdo que Sócrates, en su apología,
intentó defenderse en vano del castigo terrible que lo llevó a cometer suicidio
para evitar el ostracismo. Al ir leyendo el texto uno nota que se sintió
adolorido por las calumnias de las que fue víctima, por parte de quienes eran
sus conciudadanos. Dijo que, de todas las calumnias, la que más le había
sorprendido era la prevención que algunos habían hecho para que el pueblo esté muy
en guardia con el fin de no ser seducidos por su elocuencia. Sócrates no se
creía especialmente elocuente, “a menos que llamen elocuente al que dice la
verdad”. Y ese es el problema desde el principio de los tiempos, tememos a la
verdad, castigamos al que insiste en invocarla, y practicamos la necedad,
incluso al punto de preferir aplaudir las magníficas vestiduras de un emperador
que anda desnudo por las calles, exhibiendo sus impudicias.
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