Camino de OZ
Camino de Oz
por: Víctor Maldonado C.
e-mail: victormaldonadoc@gmail.com
Twitter: @vjmc
2/8/2020
Recientemente tuve una conversación con el buen
amigo, el psiquiatra y antropólogo Luis José Uzcátegui. Hablábamos de la
epidemia de desconfianza, la ausencia pertinaz de esa virtud cívica que nos transforma
en seres solitarios y suspicaces. ¿Confiar en quién? ¿Confiar, por qué? fueron
inmediatamente los temas de reflexión a los que derivamos. Yo me quedé pensando
el tema, y de repente me vino una imagen, la vieja película El Mago de Oz, que
data de 1939, hace ochenta y un años.
Confiar es “hacernos vulnerables” a los otros. Pero
eso requiere lo que Weber llamaba “racionalidad”. Dicho de otra forma, para confiar
hay que ser mutuamente predecibles, esa capacidad de cálculo que permite otorgarle
probabilidad a la ocurrencia de una conducta, habiendo conjugado medios
disponibles con finalidades que se consideran valiosas, en los márgenes no solo
de lo probable, sino también de lo aceptable.
Lo que pasa en Venezuela es que no se puede confiar
en nadie en la misma medida en que se hace imposible superar la trama de
arbitrariedades que son propias de los regímenes totalitarios, y de las
sociedades despojadas de todos los derechos y garantías, reducidas por lo tanto
a una lucha por la sobrevivencia que al final todos saben que la van a perder.
Es cuestión de tiempo cuando todo se desvanece en el precario y fugaz imperio
de las ganas. En estas circunstancias, confiar es un riesgo que supera todas
las probabilidades, porque en ausencia de esa racionalidad toda relación se envilece.
¿En quién vas a confiar? ¿Cuáles son las razones para hacerlo?
Ocurre que el venezolano está devastado en su
disposición de confiar. Llevamos veinte años experimentando el sinsabor del que
se siente engañado, defraudado, abusado en su buena fe. En la corta, pero
intensa conversación, tanto Luis José como yo, tratábamos de hacer un inventario
de las razones, pero dejábamos entrever nuestra preocupación porque la gente se
siente demasiado lejos de un liderazgo que no les ha dado la talla. Las razones
que están vigentes son para la desconfianza.
Experimentamos la desolación. No hay ruta, ni hay un
Dios que camine delante de nosotros para guiarnos. No hay, no vemos, no
sentimos ese vínculo providencial que “de día en una columna de nubes nos acompaña;
de noche en una columna de fuego permanece para alumbrarnos” (Éxodo 13,22). Existe,
y con razón, una sensación de abandono y de detención. No hay guías, tampoco camino.
La confianza hay que restaurarla, pero eso requiere
que busquemos rápidamente aquel que en medio de los otros merezca ser el ungido.
Para eso es necesario que se reensamblen en una sola persona tres características
del liderazgo virtuoso: La habilidad para comunicar y hacer lo que se debe
hacer, la benevolencia para compartir los pesares del camino sin desfallecer y
sin cesar en las exigencias de seguir avanzando, y la integridad para afianzarse
en la verdad. Eso que Aristóteles llamaba el logos, el pathos y el ethos. Si no
se conjugan los tres, algo comienza a fallar hasta que la relación deja de tener
sentido. Porque no hay que olvidar que la confianza es un vínculo que se debe
cultivar y cuidar. No se puede dar por descontado. Tampoco se da por añadidura.
El Mago de Oz es un cuento infantil escrito por L.
Frank Baum. En él se narran las peripecias de Dorothy, su perrito Toto, y tres
compañeros de ruta, el espantapájaros carente de cerebro, el leñador de
hojalata que no tenía un corazón, y el león cobarde falto de valor. La niña estaba
perdida, lejos de su hogar, y su mascota era su único vínculo con sus querencias,
a las que quería volver.
Todos los personajes se presentan como seres carentes
y dependientes. Las circunstancias, entre otras cosas uno de esos tornados tan propios
del medio oeste norteamericano, habían detonado un encuentro fortuito y una necesidad
común. Ir hasta La Ciudad Esmeralda, donde regía un mago poderoso que podía resolver
a favor lo que cada uno anhelaba para sí. Llegar no era fácil, pero Glinda, el
hada buena del norte, le había dado los zapatos mágicos de rubí, y el dato de
la ruta que debía recorrer: Seguir el sendero de las baldosas amarillas.
Ya sabemos que el camino era largo, tortuoso y lleno
de peripecias e incertidumbres. ¿Cuán largo era? ¿Qué obstáculos debían
superar? ¿Qué iba a intentar la maléfica bruja del oeste? ¿Cómo iban a reaccionar
los miembros del equipo? Y al final, ¿iban a conseguir lo que cada uno anhelaba?
Entre ellos acumulaban eso que se llama
inteligencia emocional. Una buena capacidad para complementarse desde sus
carencias (lo que uno no podía ser o hacer, tenía que esperarlo de los otros,
en eso consiste la confianza), un buen desempeño ante las amenazas y las crisis
que debieron afrontar, y entre todos, una apuesta a la perseverancia a pesar de
las flaquezas y las dudas.
En el camino se fueron demostrando que eran capaces
de calcular, idear estrategias, ser solidarios, apreciar a los otros, tener
emociones, y demostrar valentía. El espantapájaros no necesitaba cerebro porque
pensaba, el leñador era capaz de tener sentimientos y actuar conforme a ellos,
a pesar de no tener corazón, y el león había sido valiente y no había huido ante
las amenazas porque tenía coraje. Fueron las circunstancias y las sinergias del
equipo las que hicieron el milagro. En el cuento Dorothy es la líder que suma,
invita al recorrer juntos, no desprecia a nadie, e insufla esperanza. Por eso
era confiable, a pesar de que ofrecía una expectativa casi irrealizable. Y Toto,
siempre fue un perrito inquieto, que no se dejaba atrapar, un maestro de las
evasiones, y un emblema de la lealtad. Siempre volvía a donde estaba su dueña.
El mago de Oz era un impostor. Todos le temían. Era
para la ciudad la razón aparente, el quicio del orden social y la prosperidad
de todos. Pero no era más que una puesta en escena de fuegos fatuos, sonidos
rimbombantes y esa distancia mayestática que lo tornaba misterioso y todopoderoso.
Sin embargo, era un viejito que había llegado hasta la ciudad porque era
incapaz de manejar apropiadamente su globo aerostático. Y así como llegó se fue,
sin poder devolver a Dorothy a su amada Kansas.
Las brujas malvadas tampoco eran tan poderosas como
se asumían. Una de ellas murió aplastada por la casa de Dorothy cuando dando
vueltas gracias al tornado aterrizó violentamente en un costado de Munchkinland,
una ciudad de hombres muy pequeños. La otra, cuando quiso quemar al espantapájaros,
desapareció ante el primer tobo de agua que la niña del cuento le echó sin querer.
El mal es sobredimensionado por nuestros propios temores. Eso no deberíamos olvidarlo
nunca.
¿De qué se trata entonces? De confiar, sin esa prepotencia
de los predestinados, sin los obstáculos de la adulancia, sin la duda que
detiene, ni el excesivo análisis que paraliza. Hay que convocar al recorrido,
tal vez sin conocerlo todo, pero teniendo un plan compartido, pretendiendo la
buena fe de todos, eso sí, discriminando al que es compañero de ruta de los que
son las brujas que entorpecen. En esa diferenciación reposa la virtud de la
prudencia. Ser confiables es no errar al elegir a los que son amigos de los
obvios adversarios.
Para confiar hay que recuperar la sensatez que
siempre tuvo el espantapájaros, la compasión que nunca dejó de tener el hombre
de hojalata, y el coraje que siempre tuvo el león “cobarde”. Juntos, ratificándonos
mutuamente, podemos vencer esa sensación de impotencia que a veces nos aflige. Entre
todos podemos demostrarnos que hasta las cosas más increíbles son posibles,
teniendo presente que Dios es el guía de nuestros días y la lumbre de nuestras
noches más oscuras, hasta que podamos recuperar ese hogar que damos por perdido:
un país que mane libertad y prosperidad.
Que nada nos turbe.
@vjmc
Excelente
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