¿Y quién es mi prójimo?


 ¿Y quién es mi prójimo?

Por: Víctor Maldonado C.

X @vjmc

13 de agosto de 2025

 

Leyendo el capítulo 10 del Evangelio de San Lucas me consigo con la pregunta que hace un doctor de la ley para tentar a Jesús. Ese mismo personaje, minutos antes, había tenido que reconocer que el camino hacia la vida eterna tenía como condiciones amar a Dios y “al prójimo como a ti mismo”. Y allí estaba el detalle, porque a sus ojos “el prójimo” era un título que no se le podía dar a cualquiera. Solamente lo merecían los iguales a él. Doctos en la ley, conocedores de sus deberes con Dios y cumplidores a rajatabla y a la vista de todos, de cada uno de los mandatos a los que se sometían. Todos ellos, los privilegiados de “la virtud” siempre creyeron que lo importante era el fasto y la exhibición de una devoción que, sin embargo, dejaba por fuera lo más importante: Que a Dios se le amaba a través del prójimo.

En otro momento Jesús señaló que para algunos era muy fácil proclamar que estaban dedicados a amar a un Dios invisible, pero era un poco más complicado cumplir con el mandato de amar al prójimo como a uno mismo.  Era más fácil, pero también era más espurio. Como si la devoción permitiera la exclusión, la promoción de la desigualdad y la intransigencia.  Como si todo se tratara de mirarse en el espejo y anunciar a todos que “ellos eran sus propios prójimos”. Y que los demás, creaturas imperfectas y falibles, no merecían ni siquiera la mirada compasiva.

Forzando la interpretación del mandato, y haciendo confortable la apariencia de cumplimiento, a “los mejores de aquella época” el prójimo se les convirtió en una afiliación sectaria donde solamente cabían aquellos que se vanagloriaban de poseer los mismos atributos. Pero eso no era precisamente lo que aspiraba Dios. Algo crujía en ese planteamiento. Crujía, por ejemplo, la prepotencia.

Entonces vino la pregunta ¿Y quién es mi prójimo? Probablemente asomó una sonrisa propia de los que se entienden a si mismos como entidades superiores. La risita “del sobrado”.   Con ella siguió tentando al maestro el prepotente doctor de la ley.  La propuso como interrogación interesada y perversa. Fue una inquisición que quería provocar una respuesta inconveniente de parte de Jesús. Un resbalón. Pero se peló. Porque la respuesta que recibió lo puso en evidencia.

La parábola del “Buen Samaritano”

“Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de haberlo despojado, le cubrieron de heridas y se marcharon, dejándolo medio muerto. Bajaba casualmente por el mismo camino un sacerdote y, al verlo, pasó de largo. Igualmente, un levita cerca de aquel lugar y, al verlo, también pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje se llegó hasta él y, al verlo, se llenó de compasión. Se acercó y la vendó las heridas echando en ellas aceite y vino. Lo montó en su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo “Cuida de él y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta”. ¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los salteadores? Él le dijo, el que tuvo misericordia de él. Pues anda, dijo Jesús, y haz tú lo mismo”. (Lucas10, 25-37)

Las duras lecciones por aprender

Seamos pedagógicos. La primera lección, la más dura, es comprender que el ser humano es capaz de todo. Del martirio y del asesinato. Del altruismo más generoso y del egoísmo más repugnante. En el ejemplo que propone Jesús son los salteadores que, aprovechando la oportunidad, se aprovecharon de la víctima para despojarlo de sus bienes y herirlo gravemente. Lo hicieron porque quisieron y pudieron. Porque tenían más fuerza que la víctima. Y porque no se detuvieron en consideraciones éticas. De esta forma hicieron el mal con una eficacia sorprendente.

¿Fue acaso una situación excepcional? Me temo que no. No deja de sorprendernos la prevalencia de la fuerza sobre la virtud. La de los cárteles de la delincuencia organizada que “imponen su ley”. La de los regímenes totalitarios que avasallan a todos los que se les oponen, precisamente porque en el transcurso borraron cualquier límite legal, cualquier compromiso con “lo humano”, cualquier frontera ética. Hacen lo que hacen sin condolerse por las consecuencias. Son una maquinaria donde la fuerza es el único valor y atributo.

Basta con cosificar al ser humano para desconocerlo en su dignidad. Lo puedes torturar, matar, extinguir, aislar, sin que para ello se considere necesaria la legítima defensa y un juicio justo. Los cárteles no tienen medida de compasión. Se comportan como una maquinaria implacable que practica el descarte y la cancelación a todo aquel que se le ocurra desafiar sus normas. Y no hay puntos medios. El resultado siempre es la muerte. Y una muerte medieval, aleccionadora, para que el resto saque sus propias cuentas.

El poder es siempre una capacidad que pone a prueba a aquel que lo tiene. Poder es hegemonía de la violencia. Se impone la propia voluntad porque la fuerza usada para reducir la voluntad del otro se muestra como fatal posibilidad para aquel que se oponga. En los juegos de poder se pone a prueba la condición humana. Sirve para ayudar o para abandonar. Para construir o destruir. Para liberar o para someter. Para que prime la verdad o para que vivamos el oscuro imperio de la mentira.

¿Siempre se puede hacer algo?

Esa es la lección de la parábola del samaritano. Por el lado del hombre herido pasaron todos. Y todos exhibían esa capacidad de transformar una tragedia en un acto de caridad. Pero casi todos pasaron de largo. Poder “no hacer nada” es también parte de la trama de posibilidades. Poder hacer algo supone el privilegio de lo humano sobre cualquier otra consideración. El buen samaritano suspendió su agenda y la invirtió en su prójimo. Él era el buen prójimo preocupado por el otro. Se paró en la posada, se responsabilizó por los gastos, se aseguró de que lo cuidaran y siguió su camino.

La pregunta que impugna es entonces ¿por qué a veces pasamos de largo? Porque nos da miedo. Y desde el miedo construimos los argumentos. “Él se lo buscó”. Pudo haber callado. Pudo haber sido más condescendiente. O más ajeno. Si está allí, herido y abandonado es por algo. Yo mientras tanto, sigo de largo. “Ese no es mi problema”. “Voy tarde a la conferencia que me toca dictar sobre Ética, Libertad y Justicia”.  Peor aún, yo prefiero que “defendamos los espacios que todavía nos quedan”.

De esta forma construimos las condiciones de un país invertebrado, sin principios vinculantes, de mera supervivencia, e incapaz de encarnar la cohesión interna que fundamente un proyecto común articulador. Somos ese paso donde se exhibe nuestro gentilicio herido ante la mirada indiferente de los poderosos inhibidos.

Compasión y política de impacto

Sin la práctica de la compasión es imposible la generación de las condiciones necesarias para una política de impacto. La indiferencia desvertebra cualquier proyecto de liberación. Y nos hace presas fáciles de los oportunistas. Aquellos que en lugar de rescatar al que yace herido en el camino se acercan a él para desvalijarlo y quitarle los pocos bienes que los salteadores le dejaron. Desde la compasión se comprende que la humanidad es ese laberinto multidimensional donde conviven la violencia y la indiferencia, pero también el compromiso con la virtud.

Los peores momentos de cualquier sociedad es cuando se confunden el odio con las ganas de justicia. En ese momento dejamos de ser prójimo y comenzamos a ser perseguidores del perfeccionismo utópico. En ese momento comenzamos a parecernos más al sacerdote y al levita, cómplices del mal desde su culposa indiferencia. El resentimiento asesina la compasión y tergiversa la realidad. Para ellos el que estaba allí no merecía su molestia. Era diferente, tal vez porque pertenecía a otro partido y mantenía con ellos diferencias de aproximación a la realidad y a las estrategias de cambio. No era uno de ellos.

La política de impacto tiene que hacer consistente el discurso de cambio con la práctica. Nadie puede reivindicar la civilidad si es indiferente ante la fragilidad del otro. Si lo niega. Si pasa de largo.

Los costos de la compasión en la política

En una sociedad polarizada la compasión coloca al buen samaritano en el medio del conflicto. ¿Por qué lo vas a ayudar si se lo merece? Pocos pueden entender que la compasión activa no significa identificarse con la secuencia de acciones que lo llevaron hasta el lado del camino donde lo dejaron maltrecho. Y eso lo hace más meritorio. Porque en ese momento se privilegia lo virtuoso que hay en la condición humana para restaurar el orden social devastado por la violencia y el abuso del poder. Pero la acción coloca al buen samaritano en el escrutinio de los extremos.

La práctica de la compasión tampoco es la sublimación de la injusticia. Algunos se ciñen de este argumento para ejercer con prepotencia la indiferencia. Nadie le ha preguntado a la víctima qué hizo y por qué está allí. Sobre todo, desde la convicción de que todos somos seres rotos. ¿Tiene sentido juzgar al político que ahora está preso? ¿Tiene sentido juzgar a la mujer que intentando atravesar el Darién perdió a su hijo? ¿Tiene sentido condicionar el resguardo de un político a la renuncia a tener ideas propias y luchar por sus convicciones?

Creo que es oportuno a estas altura contar con un concepto ético de compasión. Para José Luis López Aranguren, lo verdaderamente virtuoso no reside en los impulsos espontáneos, sino en la voluntad deliberada que construye la acción ética. Aunque la compasión nace como sentimiento, una vida moralmente virtuosa requiere algo más: transformar ese impulso inicial en un acto guiado por la reflexión, la justicia, la responsabilidad. El filósofo español da en el clavo.

Desde la emoción que nos mueve al gesto misericordioso tenemos que escalar hasta la decisión ética, bien pensada, justa y responsable.

¿Se arrepintió el buen samaritano? Es una pregunta que nos impugna a todos. Si es algo más que una emoción intensa pero pasajera, probablemente sufrirá ráfagas de indisposición y remordimiento. Porque toda acción tiene un costo. Si es una acción ética, se asumen las consecuencias, las que se perciben a primera vista y las que operan como costos ocultos. Lo verdaderamente trascendente es no tener ánimo para afligirse, una vez asumida.

Volvamos a la pregunta tramposa del doctor de la ley. ¿Y quién es mi prójimo? Y la respuesta no es una taxonomía de todos aquellos que pueden llegar a necesitarnos. La respuesta es si uno, en primera persona, tiene la disposición a estar próximo, atento al otro, privilegiando lo humano por encima de las diferencias aparentes, en el marco de tanta polarización.

Y si, me refiero a mi continente y a mi país. No podemos asomarnos a lo público con la prepotencia totalitaria del maestro de la ley. No podemos ser el fariseo que pasa de largo, o el levita que se hace el indiferente. En el canto del camino están los caídos. Los asaltados, golpeados, perseguidos, angustiados, encerrados, aislados, desaparecidos. En el camino están las bajas de un proceso cruel y desalmado. En el camino estamos todos, unas veces avanzando y otras veces destrozados contra las piedras del totalitarismo.  En el camino están nuestras racionalizaciones y nuestros miedos. Porque al final de eso se trata. Es la vieja pregunta con la que Dios confrontó a Caín. ¿Dónde está tu hermano? Y la respuesta trágica que todavía resuena en nuestros oídos ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?

 

 

 

 

 

 

 

 

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