¿Amanecerá de nuevo?
¿Amanecerá de nuevo?
Por Víctor
Maldonado C.
e-mail:
victormaldonadoc@e
“Todas estas
borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo y
han de sucedernos bien las cosas; porque no es posible que el mal ni el bien
sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien
está ya cerca.”
Miguel de Cervantes Saavedra, Don
Quijote
Son las cinco de la mañana en Caracas. Una llamada telefónica
interrumpe mis silencios reflexivos y me pone en situación de alerta. ¿Qué habrá
pasado? Sin ponerme los lentes y adivinando entre letras borrosas que se asoman
en mi celular, veo que es una llamada de mi suegro. Respondo inmediatamente y
abrevio el saludo con un ¿Qué pasó suegro? ¡Nada, no ha pasado nada! Mientras
escuchaba sus sollozos.
Cuando uno de mis amigos me relató
esa experiencia caí en cuenta del tenor psicológico de los que viven en
Venezuela. Todos esperan angustiados que se precipiten los acontecimientos.
Pero esa espera transformada en ansiedad de realización es desgastante. Le
falta piso de realidad. El I Ching en su hexagrama Hsü reflexiona sobre la
espera. “La espera no es una esperanza
vacua. Alberga la certidumbre interior de alcanzar su meta. Sólo tal certidumbre
interior confiere la luz, que es lo único que conduce al logro y finalmente a
la perseverancia que trae ventura y provee la fuerza necesaria para cruzar las grandes
aguas”. No hay que esperar a que venga, hay que ir al encuentro de nuestro destino.
No es solamente expectancia, sin una disposición activa al cambio y a sus
costos.
En Venezuela no estamos viviendo una simple “crisis de
gobierno”. De ser así se resolverían
constitucionalmente y en el marco de las instituciones. Nuestra situación es
mucho peor. Estamos entrampados y atrapados en una situación infernal.
Estamos atrapados en algo mucho más abismal: un régimen que
ha colonizado el tiempo, las instituciones y hasta el lenguaje con el que
nombramos el dolor y la esperanza. La pregunta que recorre conversaciones
familiares, colas de gasolina, chats de WhatsApp y grupos de migrantes es
siempre la misma, con diferentes tonos:
¿Esto va
a cambiar de verdad? ¿O estamos condenados a que todo siga igual con otros
nombres?
Me
refiero a que estamos extenuados de tanto repetir la tragedia de Sísifo.
Por eso me propongo mirar la permanencia o no del régimen de
Nicolás Maduro desde la filosofía política, usando la idea de “acontecimiento
político”. Es decir, preguntarnos: ¿qué tendría que pasar para que el poder
deje de ser lo que es hoy en Venezuela?
¿Qué sería un verdadero “acontecimiento
político” en Venezuela?
Un acontecimiento político no es solo una elección más, ni un
comunicado altisonante, ni siquiera un escándalo pasajero. Es un giro que reorganiza
el poder, la legitimidad y las condiciones de vida de la gente. Tenemos que
estar conscientes de que no hay acontecimiento político que carezca de secuelas
y de precuelas. Tendrá consecuencias y tendremos que remontarnos a los orígenes
para clausurar la más mínima posibilidad de repitencia.
En nuestro
caso, un acontecimiento político sería, por ejemplo:
·
Una
transición –negociada o forzada– que cambie de verdad quién manda, cómo
manda y bajo qué reglas.
·
Un
reacomodo institucional profundo provocado por el desbordamiento de la
crisis, que obligue a rehacer el pacto político.
·
Un
proceso sostenido de legitimación o deslegitimación, nacional e
internacional, que haga inviable la continuidad del régimen tal como lo
conocemos, porque es sometido por la fuerza.
Dicho en lenguaje cotidiano: el acontecimiento político que
todos esperamos sería el momento en que el país deje de girar en torno a los
mismos nombres, los mismos miedos y las mismas trampas, y se vea obligado a
inventarse otra forma de vivir juntos.
Cómo se
desencadenan los grandes giros en Venezuela
Los cambios políticos no caen del cielo. Se tejen
pacientemente en la intersección entre la estructura (las condiciones
materiales y sociales) y la agencia (lo que hacen, o dejan de hacer, los
actores concretos). No podemos ignorar que la estructura y la agencia plantean
sinergias positivas y negativas, no solamente materiales sino psicológicas. Un
país abrumado, aturdido y agotado tras largos años de lucha infructuosa puede
creer que nada es posible. Peor aún, por esa razón se plantean una desconfianza
tóxica con los actores concretos, tal vez llevados a esa situación por grupos
interesados en promover esa corriente de opinión.
Parte de la fortaleza aparente del régimen es que ha logrado
lidiar con un país aturdido y malogrado por una narrativa que nos muestra
incapaces, indefensos y tutelados por una dirección política mediocre.
El fondo
estructural: un país roto
Detrás de
cualquier escenario están las condiciones que todos conocemos, porque las
padecemos:
·
Inflación
crónica que pulveriza el salario.
·
Deterioro
de servicios básicos: agua, luz, gasolina, salud, educación.
·
Migración
masiva que vacía comunidades, disuelve familias y reconfigura el mapa social.
·
Desgaste
de la narrativa oficial: el “cuento” ya no convence ni a muchos de los que aún
dependen del Estado.
·
Fracturas
internas en el chavismo y oposiciones multiplicadas, que no terminan de cuajar
en una alternativa cohesiva.
A esto se suman los factores externos: sanciones, presiones
diplomáticas, aliados internacionales que hacen cálculos, diáspora que pesa
cada vez más en la región.
Este es el terreno minado sobre el que se mueve
cualquier actor político venezolano hoy. Y para ser claros, ninguno de ellos
puede complacer a todo el mundo. Por eso el discurso no solamente debe ser
inspirador y populista. También debe plantear la rudeza del camino y las
dificultades del tiempo y del espacio.
La crisis
de legitimidad: legalidad, moral y realidad
Sobre ese
fondo, surge una pregunta inevitable: ¿Quién tiene derecho a mandar y en
nombre de qué?
En Venezuela
coexisten varias “legitimidades” que pugnan entre sí para imponerse.
· La
legitimidad electoral que el régimen intenta exhibir mediante elecciones
cuestionadas. Legitimidad que no quieren reconocer sino en sus propios términos,
abundando en la mentira que imponen por la fuerza y expandiendo la represión y
el miedo.
· La
legitimidad moral de quienes se presentan como resistencia frente a la
represión y la corrupción. En esta dimensión una sola persona se ha cargado
encima el terrible peso de representar las expectativas del país. Sin duda,
María Corina Machado representa esa lucha titánica en la que ha preferido pagar
los costos de la clandestinidad y el encierro que irse al exterior a ser parte
de la exquisita corte de los políticos en el exilio.
· La
legitimidad del mandato ciudadano que es concomitante a la moral. Por
más difuso que nos parezca, y a pesar del bombardeo propagandístico que ha sido
objeto, lo cierto es que hay una dirección política reconocida y revalidada.
Que no solamente tiene respaldo, también tiene oposición leal, debate sobre
aciertos y desaciertos y llamados de alerta.
· La
legitimidad constitucional que unos y otros invocan a conveniencia.
Todos quieren aferrarse a la letra muerta de una constitución que ha sido violada
consistentemente y que ha demostrado ser incapaz de ser el marco de convivencia
social con justicia y bienestar. Vamos a estar claros. La constitución de
Chávez nunca será un buen marco de referencia para construir el país diferente
que todos aspiramos.
Entre el discurso de “soberanía” del poder y la vida
cotidiana de los venezolanos hay un desacople brutal. La gente espera
seguridad, servicios, trabajo, respeto. Recibe miedo, arbitrariedad,
improvisación y propaganda. Esa brecha es explosiva, pero no se traduce
automáticamente en cambio: puede alimentar resignación, apatía o emigración
masiva, no siempre movilización organizada. No podemos dejar de inventariar los
efectos del miedo y el sometimiento por la vía de la represión, que ha sido
llevada a cabo por psicópatas que no tienen otro límite que el poder inmenso
que ellos tienen.
Los
actores: poder, oposición y sociedad civil
No hay
acontecimiento político sin actores concretos que lo empujen o lo contengan:
· El régimen,
con su coalición de intereses militares, económicos, partidistas y criminales,
que administra recursos, miedos y lealtades. Y que luego de más de un cuarto de
siglo se muestra tenaz en aferrarse al poder, sin importarles el costo.
· Las oposiciones,
diversas, fragmentadas, a veces enfrentadas entre sí, atrapadas entre la
presión interna por resultados y la desconfianza de amplios sectores de la
población. Hemos dicho mil veces que la peor amenaza para el cambio es “el
fuego amigo”. Los que se hacen pasar por
oposición y que en realidad son la infiltración necesaria y conveniente en las
filas de los adversarios. Funcionarios pagos en las nóminas de las policías políticas,
o sujetos extorsionados que han preferido trabajar bajo el guión del régimen
que salir de su zona de confort para permitir un juego político limpio.
· María Corina Machado y su mandato ciudadano, que hay que diferenciar metodológicamente
del resto de las oposiciones, a pesar de las indebidas yuxtaposiciones con
parte del elenco del fracaso y el error sistemático de apoyarse en
instituciones partidistas malogradas. Sin embargo, ella sigue allí, exhibiendo
su soledad y administrando su clandestinidad a favor de su versión de la
liberación del país.
· La sociedad civil organizada, que resiste desde ONG, iglesias, gremios, movimientos
estudiantiles, organizaciones vecinales. Algunas resisten con mayor idoneidad, empero
aprecio más sombras que luces. Muchas de ellas lucen colonizadas por la conveniencia,
el miedo, el subsidio condicional y el falso heroísmo de los que ceden todo
para defender sus espacios. Una parde de esa “sociedad civil” constituye “la
costra nostra”, autorreferencial y endogámica, que se paga y se da el vuelto,
que se lucra a través de la narrativa normalizadora que contradice el mínimo
sentido común, y que gusta lucir un exquisito pudor legalista y soberanista.
·
Los intermediarios internacionales: Un saco de gatos que no terminan de ponerse de acuerdo. Me refiero
a los países de la región, Estados Unidos, la Unión Europea, organismos
multilaterales. Y el cinturón de amigos del régimen, miembros del Foro de Sao
Paulo que prefieren que siga la iniquidad antes de darle una oportunidad a las
alternativas de derechas. Todos ellos resultan fallos, salvo el grupo alineado
al bloque Republicano MAGA con el presidente Trump a la cabeza, que han
escalado el conflicto hasta convertirlo en terminal. Y que ha construido un
argumento que coloca al régimen en situación de extrema vulnerabilidad.
Algunos de ellos no entienden que los
tiempos de la intermediación pasaron. Otros si lo han asumido, Noriega a la cabeza.
Petro es extravagante y rocambolesco en sus respaldos, que son más poesía que
iniciativas de estado. Lula juega, como siempre, a dos bandas. Claudia
Sheinbaum es practicante de la izquierda que moja pero no empapa, Cuba y
Nicaragua ponen sus bardas en remojo, mientras que Trump asume la iniciativa
con un respaldo que no es menor: Argentina, Ecuador, Panamá, Trinidad y Tobago,
República Dominicana, El Salvador, Paraguay, y si todo sale bien, próximamente Chile.
La acción internacional luce engatillada porque le faltan
datos de confiabilidad y solidez sobre el proyecto sustituto. En ese plano es
mucho lo que todavía tiene que trabajar María Corina Machado para despejar
dudas y desconfianzas.
Volvamos al inicio, el sentido común indica que “algo tiene
que pasar”, sin embargo, los acontecimientos están mediados por las condiciones
estructurales y la calidad de los agentes. Todavía ni una ni otra resultan determinantes
y plenamente confiables. Eso no significa que no se atrevan a seguir escalando
el conflicto. Pero hay una dificultad.
El problema central es que las capacidades de estos
actores son asimétricas: uno tiene el monopolio de la fuerza y el control
institucional; los otros tienen la razón moral, pero poca protección efectiva.
El campo de batalla es profundamente injusto. Es una relación con malandros, un
orden social impuesto por sociópatas mesiánicos, que se creen imprescindibles a
los efectos de mantener un orden social que ellos mismos han creado y que solo
conviene a ellos. Además, tienen todavía una capacidad inmensa para amplificar
sus narrativas. Para eso si tienen recursos.
Fricción con el “orden” existente
Cada protesta, cada elección, cada revelación de corrupción,
cada escándalo por violaciones de derechos humanos son una fricción con el statu
quo. Están rayados y contra la pared. Están más solos que nunca y hasta sus socios
más íntimos, los ven públicamente con asquito. Pero recordemos la condición psicopática
del régimen. Dicen que no les interesa. Plantean resistir con todo y hasta la
muerte, mientras que intentan demostrar confianza exhibiéndose en manifestaciones
públicas sonriendo, bailando y demostrando una seguridad que ya no tienen.
Ante el desafío planteado actualmente el poder totalitario
responde con el mismo guión:
·
Endurecimiento
del control y de la represión.
·
Cooptación
de líderes, partidos y organizaciones.
·
Narrativas
de “defensa de la patria”, “bloqueos” y “sanciones” para justificar el cierre
del sistema.
Al mismo tiempo se abren válvulas de escape: pequeñas
liberalizaciones económicas, espacios puntuales de diálogo, beneficios
selectivos para contener estallidos. El régimen aprende, administra tiempos,
compra lealtades o neutraliza adversarios. Es un gran simulador, un experto en
la presentación de vitrinas sociales, pero que mantiene su ferocidad a la vista
de todos los que lo quieran ver: presos políticos transformados ahora en
rehenes y escudos humanos.
Acumulación
de fuerza: el tiempo lento del cambio
Los cambios no se producen de un solo guamazo. Transcurren en
dos dimensiones. En el aprovechamiento de una oportunidad y en la consistencia
del paso de un día tras otro. Los grandes cambios también se cocinan a fuego
lento:
·
En
la fatiga de la gente ante la propaganda fraudulenta. Por eso hay que ejercer
infatigablemente el magisterio de la verdad.
·
En
la decisión íntima de muchos de no marcharse y seguir luchando. Cada
persistencia es un acto moral de resistencia.
·
En
la capacidad de la diáspora para reorganizarse y presionar desde afuera, sin
mezquindades ni practicar la indiferencia.
·
En
el deterioro silencioso de la cohesión interna del régimen, afianzado por el
cese de la adulación y la connivencia con sus modos de proceder.
·
En
el descarte de los normalizadores y operarios del fatalismo, sin perder sentido
de realidad y compromiso moral con la verdad.
Como lo ratifica nuestra historia reciente, basta con que
ocurra un corte eléctrico masivo, se evidencie un proceso electoral
fraudulento, una sentencia inaceptable, una tragedia humanitaria, un cambio en
la política migratoria de un país vecino, para que se conviertan algunas de
ellas en gatillo metabolizante que acelera lo que venía amontonándose.
Pero vamos a estar claros, el gatillo solo dispara si previamente hubo pólvora
acumulada.
El régimen, experto en antagonizar, se esconde detrás de la
humareda que provoca la extrema polarización. Siendo él el único culpable,
reparte responsabilidades entre sus adversarios, trastocando la capacidad de
hacer un juicio moral apropiado, tratando de seguir ellos invictos. Manejan bien
la imagen. Son expertos en la foto y en los testimoniales fraudulentos. Por
eso, la pólvora siempre está mojada. Por eso, nunca ocurre el disparo que
desencadena los acontecimientos.
Desenlace
o tensión prolongada
Alerta. No todo proceso desemboca en un final claro. A veces
lo que tenemos es una tensión sostenida que cargamos sobre las espaldas
de todos, pero que destruye a los más vulnerables.
El “buenismo progresivista” se alimenta de que, al fin y al
cabo, “no estamos tan mal, ni son tan malos ellos, que se puede vivir, incluso
progresar, con la única condición de estar lejos de la política”. Hay varias
versiones del “buenismo”. Otra dice que los militares no están tan podridos, y
que podemos contar con ellos. Que las policías son recuperables y que hay tanta
providencia que podemos con toda esa podredumbre sin convertirnos en mortaja.
Cuidado con ese desfallecimiento de la voluntad y del coraje.
El repertorio de la simulación está más que probado. ¿Vamos a
caer de nuevo en sus redes?
·
Reformas
superficiales que maquillan el sistema sin transformarlo.
·
Intentos
de negociación que terminan en nuevas frustraciones.
·
Ciclos
de movilización y desmovilización que desgastan la esperanza.
Hay un problema. El país vive la presión del jugador que al
final se conforma con ganar algo. Por eso a veces lo pierde todo de nuevo.
El país vive entre el anhelo de una transición democrática
real y la experiencia repetida de promesas incumplidas y traiciones
seriales. El elenco del fracaso es un especialista en provocar decepciones. Pero
también es experto en lograr que una y otra vez vuelvan a confiar en ellos.
Claves filosóficas para entender (y no engañarse)
La filosofía política no cambia gobiernos, pero ayuda a no
confundir deseos con análisis.
Estructura
y agencia
La crisis económica y social crea el escenario, pero no
decide el guion. Que ese escenario termine en apertura, en mayor represión
o en una mezcla ambigua de ambas cosas, depende de lo que hagan (o dejen de
hacer) las élites políticas, la sociedad organizada y los actores
internacionales.
Gobernabilidad
y deseabilidad
No basta con que un cambio sea deseable moralmente
(democracia, justicia, libertades). Tiene que ser percibido como gobernable:
que al salir del actual régimen no se caiga el país en un vacío catastrófico.
Los actores –internos y externos– calculan costos, riesgos y garantías. Por eso
la narrativa y los compromisos tienen que ser realistas y defendibles.
Rupturas
parciales y continuidades incómodas
Un error frecuente es pensar el cambio político como un
“antes” y un “después” perfectamente nítidos. En la realidad, muchas
transiciones combinan:
·
Rupturas
parciales (elecciones más libres, liberación de presos políticos, apertura del
espacio mediático), con
· Continuidades
incómodas (élites económicas recicladas, militares con poder, prácticas
clientelares persistentes). En su momento todo dependerá del vigor social para
exigir la anticipación de la ruptura con todo el pasado. Y del coraje de los
líderes, su madurez y valentía para no caer en el “buenismo perdona vidas” que
los haga caer en la trampa del modelo nicaragüense. En serio, no se puede
cohonestar el mal. Ni pactar convivencias con ellos.
El desafío es que esas continuidades no devoren la
oportunidad de reconstruir el contrato social. Dependerá del guión de primeras
medidas que tomen los líderes a cargo de negociar las primeras etapas de la
transición. En dos o tres decisiones cruciales se juega la suerte del país.
Una de ellas, la suerte de las Fuerzas Armadas y la nomenclatura de oficiales
superiores. Otra es el reconocimiento o invalidación de una constitución
de talante socialista, con la maraña de instituciones fallidas pero obstructivas
del cambio. La tercera es “la trampa soberanista” que los hundiría en el
vacío y la soledad al no contar con aliados internacionales que contribuyan, en
las primeras de cambio, a construir un nuevo orden social. La verdad es que
tendremos que ganarnos la soberanía en el proceso de construir instituciones
confiables dentro de unas condiciones de marco apegadas al derecho y la
justicia.
Que no se nos olvide el dilema amplitud – sectarismo. Si la
amplitud incorpora al elenco del fracaso, tenemos asegurado el fracaso. Si el
sectarismo se deslinda de factores que piensan con independencia pero que
pueden la alternativa y el contrapeso, tenemos asegurado el hundimiento. No se
puede solos, pero no es con cualquiera.
Legitimidad
y narrativas
El poder no se sostiene solo con policías y fusiles. Se
sostiene con relatos: sobre la patria, el enemigo, la historia, la
justicia, la soberanía. Lo mismo vale para la oposición.
· El
régimen apela a la defensa de la soberanía y al antiimperialismo, aunque su
práctica contradiga esos discursos. Es tarea de nosotros desmontarlos.
· La
oposición apela a la democracia y los derechos humanos, pero a veces falla en
ofrecer un relato creíble de futuro para los que hoy viven del Estado o temen
la revancha. El error es por extrema displicencia en desmedro de la justicia y
la verdad, o por su contrario, el linchamiento generalizado.
Quien logre articular un relato de dignidad, seguridad y
futuro compartido tiene más posibilidades de producir un acontecimiento
político sostenible. Que los paradigmas sean la verdad y la justicia son
convenientes y obligantes. Insisto, no es el “buenismo gelatinoso que pareciera
garantizar impunidad”, tampoco el fundamentalismo del exterminio. Justicia
reparadora. Justicia aleccionadora. Verdad para asumir la responsabilidad
social sobre todo lo ocurrido. Ejercer el magisterio de la verdad para hacer
pedagogía social, con astucia política y con la vista puesta en el proyecto de
país futuro.
El “doble
tiempo” del cambio
Hay un tiempo de acumulación —años de crisis,
desgaste, éxodo, frustración— y un tiempo de oportunidad, donde se abre
una ventana política: A veces hemos perdido el timing frente a un proceso
electoral decisivo, una fractura interna del régimen, un nuevo acuerdo
internacional, una ola de movilización, una intervención organizacional, el
reconocimiento de la devastación provocada por el ecosistema criminal. Ahora
estamos frente a otra oportunidad. El presidente Trump tiene en agenda de
prioridades el acabar con el ecosistema criminal que aposenta al narco régimen.
Se trata se ser consecuentes con el momento y aprovecharlo. No es fácil, porque
como dijimos antes, factores estructurales y de agencia no están bien ensamblados,
ni las propuestas lucen lo suficientemente confiables a los ojos de actores
determinantes.
El drama venezolano ha sido ver repetidas veces cómo se abren
ventanas que luego se cierran. De allí la mezcla de escepticismo y esperanza
que marca el estado de ánimo del país.
Escenarios
que se abren ante Venezuela
El marco analítico plantea cuatro grandes escenarios. Ninguno
es puro, todos pueden combinarse, pero sirven para pensar.
Transición
negociada
Un acuerdo entre actores clave –del régimen, de las
oposiciones, de la comunidad internacional– para construir una salida gradual:
·
Reformas
institucionales.
·
Comisiones
de verdad y justicia.
·
Elecciones
con garantías verificables.
·
Garantías
mínimas para quienes dejan el poder.
Este escenario exige algo escaso hoy: confianza
básica, mediación creíble, actores coherentes y una ciudadanía capaz de
sostener la presión sin caer en maximalismos suicidas ni en resignaciones
prematuras. Tampoco cuenta con el visto bueno de la coalición que encabeza el
presidente Trump.
Estabilización
prolongada
El régimen
se mantiene con ajustes superficiales y concesiones dosificadas:
·
Un
poco más de economía de mercado sin Estado de derecho real.
·
Cierta
apertura mediática controlada.
·
Procesos
electorales administrados para no perder el poder.
Sería la normalización de la crisis: el país no explota, pero
tampoco se reconstruye. Muchos siguen yéndose, otros se adaptan, la pobreza se
institucionaliza y la política se vuelve un terreno cínico donde “nada cambia
de fondo”. A estas alturas del conflicto, también luce poco probable.
Desbordamiento
de legitimidad
La crisis reputacional que transforma al régimen socialista en
un cartel narco que se extiende a lo largo y a lo ancho de las instituciones
del país, en vínculo con malas alianzas con los enemigos de Occidente
transforman a Venezuela en el blanco para hacer operaciones antidrogas de gran
envergadura. No en balde hay un bloqueo naval y aéreo de hecho. A esto hay que
sumar la crisis humanitaria, la deslegitimación creciente, el peso de la
diáspora y la presión internacional que en su conjunto pueden llegar a un punto
en que el régimen ya no logra controlar el tablero:
·
Fracturas
decisivas en la coalición dominante.
·
Alianzas
inesperadas entre actores de dentro y de fuera del sistema.
·
Búsqueda
acelerada de salidas para evitar un colapso caótico.
Este escenario podría abrir oportunidades, pero también
riesgos serios de improvisación, revanchas y desorden si no se acompaña de un
proyecto democrático claro y de instituciones en construcción.
Reformulación
democrática profunda
Sería el escenario que millones de venezolanos sueñan, pero
que no se consigue solo con desearlo:
·
Elecciones
libres y justas.
·
Reformas
constitucionales que limiten de verdad el poder.
·
Reconstrucción
del Estado, separación de poderes, dignificación de la función pública.
·
Reconciliación
basada en verdad, justicia y reparación.
Esto exige una convergencia de presiones internas y
externas, liderazgo responsable, ciudadanía organizada y voluntad de asumir
continuidades incómodas sin renunciar a cambios de fondo.
¿Dónde
quedamos los ciudadanos?
Hasta aquí, el análisis. Pero la política no es solo lo que
hacen otros. También es lo que elegimos hacer –o no hacer– nosotros.
La filosofía
política nos invita a hacernos tres preguntas personales:
1.
¿Qué relato estoy aceptando?
El de la resignación (“esto nunca va
a cambiar”), el del todo-o-nada (“o se van mañana o no sirve de nada”), o el de
la reconstrucción paciente (“no va a ser rápido ni perfecto, ¿pero vale la pena
seguir empujando”)?
2.
¿Qué tipo de contrato político y social quiero para Venezuela?
No basta con decir “democracia”. ¿Qué
significa eso en términos de justicia social, combate a la corrupción,
descentralización, garantías para el pluralismo, protección a los vulnerables, privilegio
del sistema de mercado, responsabilidad política y limitación al poder
gubernamental? ¿Qué significa “democracia” como antídoto al populismo, el
mesianismo y el providencialismo que nos han malogrado los últimos doscientos
años? ¿Qué significa en términos de exigencias de responsabilidad, administración
de justicia y memoria histórica?
3.
¿Qué papel quiero jugar en el acontecimiento político que aún no ha
ocurrido?
Aunque parezca poco, informarse,
debatir con respeto, apoyar causas justas, votar cuando tiene sentido,
acompañar a quienes defienden derechos, fortalecer redes comunitarias… todo
suma a esa acumulación silenciosa que un día puede convertirse en giro histórico.
Por eso quiero insistir en la vigencia de los principios: Fe, Familia,
Comunidad, Compasión, Magisterio de la verdad, Participación virtuosa en la
política. No podemos vivir escondidos y sin proyectos, esperando a que pase el futuro
por delante de nosotros. Tenemos que construirlo.
Venezuela vive en tiempo doble: el tiempo del dolor
prolongado y el tiempo de la oportunidad que no termina de cuajar. Entre ambos,
una sociedad cansada, pero no derrotada del todo. La permanencia o no del
régimen de Nicolás Maduro será, en última instancia, el resultado de cómo se combine
la presión de la realidad con la lucidez ética y política de quienes decidan no
renunciar ni a la justicia ni a la paz.
El acontecimiento político que necesitamos no es solo un
cambio de nombres en Miraflores. Es la posibilidad de que los venezolanos,
dentro y fuera del país, podamos decir algún día: “Esta vez no fue solo un
giro de poder; fue el comienzo de una vida más digna para la mayoría”.

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