HACIA LA SENDA DE LA MUERTE
Hacia la senda de la muerte
Por: Víctor Maldonado
C.
e-mail:
victormaldonadoc@gmail.com
Una
personalidad autoritaria es aquella que cree que piensa en términos de blanco y
negro. Blanco es el grupo-nosotros; negro es el grupo-ellos. Por consiguiente,
rechaza con violencia todo lo diferente. Se opone violentamente al examen de sí
mismo; nunca inquiere sus motivos personales. Su propio sistema de valores
revela un poderoso afán de poder; pero siempre acusa a los demás de aspirar al
poder, de organizar complots. No siente piedad alguna por los pobres. Su vida
emocional es esencialmente fría y superficial. Rechaza por destructivas las
actitudes críticas; pero en sus fantasías espontáneas se revelan fuertes
tendencias destructivas. Piensa en términos de catástrofes mundiales, y ve en
todas partes fuerzas del mal en acción. Se interesa más por los medios que por
los fines. Es manipulador. Atribuye una importancia exagerada a las ideas de
pureza, claridad, limpieza y otras características parecidas. Y, aunque parezca
psicológicamente bien ajustado, sus síntomas son más psicóticos que neuróticos.
Cree en una serie de ideas que, aunque generalmente aceptadas por los
individuos de su tipo, se aproximan en los casos extremos a la falsedad pura y
simple (conspiración internacional).
Los
rasgos anteriormente enunciados fueron formulados por Mark Horkheimer y
Theodore W. Adorno, cuando se propusieron estudiar la personalidad autoritaria
a la luz de lo que estaba ocurriendo en Alemania con la insurgencia de Adolf
Hitler y el nacionalsocialismo. Por lo tanto, no es la primera vez que surge la
interrogante de quienes son capaces de defraudar la confianza democrática y
encauzar a un país por la senda de los errores, la ruina y la muerte. Tampoco
es la primera vez que a esta primera pregunta se le sume otra de igual
importancia. ¿Por qué sociedades enteras se dejan seducir por este tipo de
temperamentos? Este fue el caso de Alemania. A pesar de las difíciles
circunstancias de la posguerra, nadie dudaba que ese país tuviese las reservas
morales suficientes para rebatir cualquier reto proveniente de los sectores más
oscuros y radicales. Y sin embargo, poco a poco fueron abriéndose paso hasta
llegar a dominar a todo el país, armarse, ir a la guerra, practicar el
exterminio y recibir la más contundente derrota. Pero tuvieron que esperar que
Hitler se diera un tiro en la sien para proceder a una rendición que para ese
momento resultaba fatal.
¿Y
por qué nosotros? Tal vez el producto de una confluencia maléfica. El mejor
momento de la renta petrolera; descapitalización institucional aguda; la peor
conducción política posible; resentimiento social difundido; Y un liderazgo
carismático disfuncional, profundamente autoritario al frente del gobierno.
Como se lamenta Macduff en Macbeth: “¡Ay, pobre patria mía, sangra, sangra! Tú,
gran tiranía, consolida tu base con firmeza, puesto que la virtud no ha de osar
enfrentarse. Viste tus agravios, ¡Se ha confirmado tu poder!”
Nuestro
presidente corre solo. Él y sus propias contradicciones son nuestra esperanza
de redención. Mientras salta de un país a otro regalando los recursos que a
nosotros nos hacen falta. En tanto que aquí vivimos el drama de la suciedad, la
ordinariez, la pobreza, el desempleo y la indigencia, nuestro presidente regala
aquí y allá; ofrece en África un banco y una señal de televisión. Dota
hospitales completos mientras que nuestros indígenas están condenados a vivir
en una esquina, mostrando sus miserias. Pero ninguno de sus errores, ligerezas
y contradicciones nos asombran. La oposición está muerta, resignada a la peor
de las catástrofes, esperando el próximo anuncio, sin que nadie se conmueva.
Oposición que no solamente son los partidos y candidatos, sino que
esencialmente somos nosotros, resentidos y anecotímicos. Pero no ha sido la
primera vez, que sociedades enteras caen abatidas por el narcótico del
fatalismo. Shakespeare lo proclamaba con tristeza en su Macbeth. “¡Pobre patria
mía! Casi siente temor cuando se reconoce. No se puede llamarle madre sino
nuestra tumba. Donde nadie sonríe nunca excepto quienes nada saben; donde
suspiros y lamentos y gemidos que desgarran el aire surgen sin que lo advierta
nadie, donde el dolor violento parece un éxtasis común. Sueñan tañidos por un
hombre muerto y no pregunta nadie por quien es, y la vida de hombres honorables
se extingue antes que las flores en sus caperuzas y mueren antes de enfermar”. Somos
nosotros, indolentes e hipercríticos, dedicados a corroer nuestras propias
entrañas, mientras nuestro presidente corre solo, él y sus contradicciones.
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