LAS REGLA ÉTICAS DEL MERCADO
06/06/2017
Las reglas éticas del mercado
Por: Víctor Maldonado C.
e-mail: victormaldonadoc@gmail.com
@vjmc
Algunos despachan con demasiada ligereza lo que
ocurre dentro del sistema capitalista, pensando que todo se reduce a un
“cualquier cosa es válida, siempre y cuando se trate de ganar dinero”. Lamento
informar a aquellos que así piensan que están totalmente equivocados. El
capitalismo tiene sus reglas, y tiene su ética, de las cuales las dos más
importantes quizá sean que la competencia es un imperativo, y que el respeto a
los derechos de propiedad tiene que ser sagrado. Pero hay más.
Cuando hablamos de ética, estamos refiriéndonos a
ciertos principios morales, ciertos acuerdos que fundamentan la convivencia
social y que regulan la conducta humana. No robarás, por ejemplo, es uno de los
más viejos, al igual que aquel que prohíbe tomar la vida de otro. No hay, por
tanto, espacios vacíos a la regulación moral. Todos estamos escrutados
permanentemente por un conjunto de reglas, acordadas socialmente, y
determinantes del ideal de prosperidad que cada sociedad diseñe.
Los liberales tenemos como principio el aspirar a
una vida en libertad. Ayn Rand explica que eso solamente es posible cuando se
practica la siguiente regla de oro: “No te sirvas de nadie, y nunca dejes que
nadie te someta a la servidumbre”.
Implícito a este imperativo está el repudio que provoca cualquier
sistema que allane las libertades del hombre para reducirlo a la esclavitud. La
misma filósofa fue categórica en denunciar -baste leer La Rebelión de Atlas-
cualquier acuerdo que transformara la libre competencia en un pacto entre
compinches. Ella lo advirtió en 1957, a la par que demostró su inviabilidad,
porque cuando la libre competencia se desvirtúa, y se degrada a la práctica de
asociaciones mafiosas “para la defensa mutua”, todo el orden social y económico termina en un
inmenso desastre.
Eso que Ayn Rand describió con una lucidez
irrefutable, se llama ahora “crony capitalism”, “capitalismo de compinches” o
“capitalismo clientelista”. Sucede que no es lo mismo el capitalismo que su
impostura. Cuando de lo que se trata es de arreglos al margen de la regla de la
competencia, porque se tiene acceso privilegiado a la información, o porque
simplemente se es capaz de cualquier cosa, con cualquier tipo de gente, y sin
importar los costos, entonces no hay capitalismo sino mafias ventajistas que se
colocan al margen cualquier consideración ética.
Las excusas sobran. Pero hay dos que sobresalen por
su cinismo. La primera sostiene “que no son ellos, la culpa es de los
incentivos perversos, que obligan a la sobrevivencia en ambientes tóxicos”. La
segunda es concomitante. Sostiene que los “negocios son negocios y que, si no
lo haces tú, lo hace otro, ya que hay que sobrevivir a cualquier costo”.
Lo que pasa es que ese “a cualquier costo” a veces
se transforma en un gran dedo acusador. Tú puedes sostener cualquier argumento
para convalidar una acción, pero cuando la sociedad se escandaliza, la empresa
pierde reputación, credibilidad, y decencia, y con ello, pierde oportunidades
de seguir haciendo negocios. Ese vínculo entre las empresas y la sociedad fue
muy bien definido por Tallcot Parsons quien sentenció que cualquier
organización tiene el deber de legitimarse en los valores sociales de la
sociedad en la que se inserta. Tal vez por eso, porque es una exigencia del
negocio, que desde hace muchos años las empresas suscriben compromisos éticos y
aceptan limitaciones morales al espacio del poder hacer.
Las reglas morales no son necesariamente leyes
positivas, ni oportunidades para que la garra intervencionista rasgue los
grados de libertad que son propios del capitalismo. Estamos refiriéndonos a la
elaboración y desarrollo del principio esbozado por Ayn Rand sobre la antinomia
capitalismo – servidumbre. Estas reglas morales prescriben que, ni directamente
ni por mampuesto, se puede apoyar o respaldar la condición de servidumbre de
nadie. Entonces, cuando el “compinche capitalista” se enchufa en una venta
turbia de bonos del gobierno, a un precio insólito, que le produce ganancias
increíbles, pero que favorecen el saqueo del país, y fortalece la posición
financiera de corto plazo de un régimen que, mientras tanto, está no solo
saqueando los recursos del país, sino reprimiendo a sus ciudadanos, cuando eso
ocurre, es totalmente legítimo que venga la impugnación social. Hacer lo
correcto en el contexto del capitalismo no es hacer cualquier cosa, con
cualquier interlocutor, a cualquier precio. Ayn Rand define capitalismo como
“un sistema social basado en el reconocimiento de los derechos individuales,
incluyendo los derechos de propiedad, cuya justificación moral es la
racionalidad, la supervivencia del hombre en tanto que individuo, y donde su
regla básica es la justicia”.
Algunos dirán, “ese no es mi problema”.
Efectivamente, para un “compinche capitalista”, el enchufarse de cualquier
manera, no le trae dilemas morales sino muchas oportunidades de placer. Esa
respuesta es tan vieja como la historia de Caín. A esos que piensan así, así
sea por cultura general, deberían pasearse por los términos del Pacto Mundial
por la Empresa, suscrito en 2002, y que hasta ahora han suscrito más de 9000
compañías y 4000 instituciones empresariales y de otro tipo. Ese pacto los compromete, entre otras cosas, a
respetar los derechos humanos, a no negociar con regímenes que los violan, y a
luchar contra la corrupción. Para despecho de los minimalistas del mercado,
ahora lo lícito es también lo ético, asociado a un criterio de justicia que no
podemos obviar.
Y es que al final no es lo mismo favorecer la
decencia, la libertad y la democracia, que andar de manitas tomadas con un
régimen cuya lógica produce que toda su población viva en el sufrimiento
infrahumano, con excepción de una pandilla minúscula de gobernantes que se
lucran sin medida de la servidumbre de cada ser humano que ha tenido la ingrata
suerte de vivir su poderío. Rand nunca hubiese hecho negocios con la Unión
Soviética que le inspiró su primer gran libro “Los que vivimos”. Nunca hubiera
concedido el beneficio de la duda a esa prosa empalagosa, propia de los
colectivistas, que encubre la putrefacción del totalitarismo.
En la “Rebelión de Atlas” el protagonista de la
insurrección contra las consecuencias del socialismo, John Galt, argumenta
sobre la lógica de la “justicia randiana”. “Justicia es el reconocimiento del
hecho que no puedes falsear el carácter de los hombres, que debes juzgar a
todos los hombres con el mismo respeto por la verdad, con la misma
incorruptible visión, a través de un proceso de identificación igual de puro y
racional – que cada hombre debe ser juzgado por lo que es y tratado en
consecuencia. Que igual que tú no pagas un precio más alto por un pedazo
oxidado de chatarra que por un pedazo de metal pulido, tampoco valoras a un
canalla más que a un héroe – que tu evaluación moral es la moneda que le paga a
los hombres por sus virtudes o vicios, y este pago exige de ti un honor tan
escrupuloso como el que aplicas a tus transacciones financieras – que
rehusar tu desaprobación por los vicios de los hombres es un acto de
falsificación moral, y rehusar tu admiración por sus virtudes es un acto de
expropiación moral – que colocar cualquier otro criterio por encima de la
justicia, es devaluar tu moneda moral y defraudar lo bueno en favor de lo malo,
pues solamente lo bueno puede perder cuando hay un desfalco de la justicia, y
solamente lo malo puede beneficiarse – y que el fondo de la fosa al final de
ese camino, el acto de bancarrota moral, es castigar a los hombres por sus
virtudes y recompensarles por sus vicios, que ése es el colapso de la
depravación total, la Misa Negra de la adoración a la muerte, el dedicar tu
consciencia a la destrucción de la existencia”.
Las reglas éticas del mercado no aceptan la
canallada del eufemismo, el financiamiento al uso de la fuerza, la reducción de
la dignidad humana a la servidumbre, y la picarezca de los imbéciles que creen
y afirman que todo da lo mismo. No es así, hay transacciones impresentables,
endosos impúdicos, y financiamientos a la peor barbarie, muy lejos, por cierto,
del ideal randiano que exige al hombre hacer lo correcto, que no es otra cosa
que vivir para la libertad de uno, y de todos.
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