Cinco preguntas y un mismo odio
Michael Collins (1996) interpretado por Liam Neeson: "I hate them for making hate necessary, and I'll do what I can to end it." |
Cinco preguntas y un mismo odio
Por: Víctor Maldonado C.
e-mail: victormaldonadoc@gmail.com
Twitter: @vjmc
¿Es toda esta destrucción un error de cálculo o es el producto de un plan siniestro?
Lo primero que debemos constatar es el grado de destrucción que ha padecido el país. Y si los esfuerzos del régimen han estado regidos por algún plan. Ambas proposiciones son lamentablemente ciertas. El país está cayendo en un abismo de imposibilidades crecientes que son el producto de una ideología cuyas consecuencias son la entrega de los recursos del país al castro-comunismo y sus aliados, la corrupción y la delincuencia internacional. Esta ideología, el socialismo del siglo XXI, no ha improvisado. El guión totalitario fue provisto por el Foro de Sao Paulo y la trama de ruina y descomposición ha tenido como libretos tres planes de desarrollo económico y social, el último de los cuales es el llamado Plan de la Patria. La concentración del poder en una cúpula cívico-militar, la profundización de la economía socialista y comunal, el fortalecimiento de las alianzas con Cuba y sus satélites ideológicos, y la planificación central como principio y fin de todas las decisiones están perfectamente delineadas en documentos que son públicos. El que haya habido un plan fortalece la hipótesis de que hay responsabilidad y, por lo tanto, ellos deben asumir las consecuencias de todo esto que han provocado.
¿Pero ellos planificaron la destrucción o quisieron instaurar un comunismo fundado en el petroestado?
El objetivo subyacente fue más importante que las declaraciones de principios. Nunca se propusieron ninguna otra cosa que apropiarse del poder, eliminar la alternatividad, abandonar cualquier principio de control institucional, evitar cualquier oposición con vocación de poder, y practicar esa nefasta conscupiscencia de aquel que tiene todo el poder sin tener que rendir cuentas. En eso consisten los comunismos. Y por eso mismo han fracasado en el objetivo de mantener la legitimidad de sus acciones. Todas las experiencias comunistas terminan practicando una tiranía brutal, porque más temprano que tarde se quedan sin ninguna otra cosa que la fuerza pura y dura, el uso indiscriminado e impune de la violencia. De tal manera que pretender instaurar un comunismo siempre termina siendo la planificación de la destrucción del país. Porque en algún momento se descubre la verdadera componenda, que la felicidad que ofrecen la corren constantemente para un después que nunca llega, que no practican la solidaridad, que la fraternidad es solo entre ellos, la camarilla que gobierna, que la igualdad es un chantaje indignante, que la máxima felicidad posible solo puede ocurrir si ellos se van.
¿Pero, es que ellos no quieren o no pueden realizar lo que predican?
Ni quieren ni pueden. En el plano esencialmente económico, el socialismo quiere asumir el control total del Estado sobre todas las actividades económicas. Y eso es operativamente imposible. Aquí tenemos una burocracia de 2.7 millones de empleados públicos y sin embargo no hay servicios de calidad, ni hay calidad de servicio. Von Mises dice que “la comunidad socialista” o sea ellos, los que están el en poder, carecen del instrumento intelectual para elaborar planes y programas económicos: el cálculo económico. Esa pertinaz arrogancia que se expresa en funcionarios multipropósito, gestores de cientos de empresas disímiles, que juegan en canchas diferentes a las del sistema de mercado, lo único que provoca es un completo caos. El caos se vive como lo estamos sufriendo los venezolanos: incertidumbre absoluta, turbulencia inflacionaria, escasez recurrente, y mucho miedo porque no hay futuro predecible. No es solo que planifican sin criterio económico, también es que la experticia nunca podrá ser sustituida por esa categoría gaseosa que llaman “lealtad revolucionaria”. Ya sabemos que, a la hora de una crisis del sistema eléctrico, o del suministro de agua potable, o manejar una inundación, o una epidemia, el “leal revolucionario” tiene valor cero. El diletante enfebrecido por el fervor revolucionario es capaz de destruir todo el país, tanto como es inhábil de resolver un simple problema de aceras y brocales. El odio por el talento es tan grande que además de asfixiar lentamente a las universidades autónomas, han montado en paralelo unas parodias lejanas del saber, en las que titulan a la ignorancia, solo porque ellos están interesados en generar tal nivel de confusión que al final nadie sepa quién es quién, y para qué sirven esos títulos expedidos con tanta rimbombancia. Hay en el fondo un inmenso desprecio por la gente, y un fraude sistemático a la confianza de todos esos jóvenes que han creído en ese mensaje más propio del realismo mágico que de una sociedad moderna, o sea que un aplauso, una marcha, una consigna a favor del régimen, sustituye el saber, el examen, el mérito intelectual. Sus propias carencias, las de los jerarcas, quieren esconderla detrás de toda esa turbadora ingenuidad. A la corta, el mercado se encarga de marginarlos, y entonces se dan cuenta que han sido víctimas de una gran estafa.
Sin embargo, el régimen se ufana de sus resultados. ¿Tienen algún resultado rescatable?
Resulta patético siquiera pensar que haya algo que pueda ser rescatado de lo que ya es una inmensa frustración. El régimen siempre despreció las cualidades de los venezolanos. Por eso su modelo de destrucción partió de que debía aislar el ánimo emprendedor nacional. Desde el principio declaró que el empresario era enemigo. Y así lo ha tratado. Al régimen le molesta la competencia y la exhibición de que hay una alternativa mejor a la que ellos ofrecen. Y porque resultaba más ganancioso el favorecer las contrataciones internacionales. Las empresas venezolanas quedaron al margen, salvo aquellas que sinuosamente se han convertido en incondicionales, y se han prestado para lavarles la cara y hacer pingues ganancias mediante negocios no competitivos. Pero hay algo más. La renta petrolera les hizo creer que era posible el control total mediante la exclusión de cualquier competencia interna. Por eso lo que ellos no sabían hacer quisieron contratarlo con empresas y gobiernos foráneos, que de inmediato le vieron la utilidad a negociar con un régimen cuyo único propósito era decir que hacía, pero sin tener verdadero interés en los resultados. Corrupción y propaganda mezcladas. La realidad de ellos fue acotada a la ganancia indebida, mientras se lavaban la conciencia creyéndose las mentiras de sus propias propagandas. El desastre eléctrico es una muestra. Las obras inconclusas de Odebrecht son monumentos pavorosos de una gigantesca expoliación de los recursos del país. Pero la verdad es que toda la gestión padece del mismo mal, porque el poder absoluto corrompe absolutamente, sin dejar indemne a ningún componente del sistema. Esto es ineficiencia al máximo. Vivimos entre crisis de apagones tanto como resulta preocupante que sea tan difícil sacar una cédula u obtener un pasaporte. En todos los casos es la misma contraparte siniestra la que nos hace la existencia intolerable: el socialismo del siglo XXI, que nos odia libres, que busca afanosamente que nos arrodillemos frente a ellos, que les rindamos pleitesía.
El discurso oficial está cargado emocionalmente. ¿Se puede hacer del odio un sistema de opresión y servidumbre?
Tanta destrucción no puede ser el fruto de la impasibilidad. Hay sentimientos declarados de venganza, hubo incapacidad de satisfacerla por muchos años, y al final se ha transformado en odio y resentimiento, pasiones que no tienen nada de sublimes, ni con ellas se puede construir nada. El discurso oficial del régimen es de odio, división y venganza. Todos los que no son ellos son sus enemigos. Recordemos que la consigna originaria aludía a que todo era posible dentro de la revolución, pero que nada era aceptable fuera de ella. En eso consisten los totalitarismos. No hay amor en desafectar la dignidad humana, en presentar al adversario como enemigo mortal que no merece respeto alguno. Y en usar la ventaja de la fuerza para aplastar a la disidencia. El ambiente psicológico que es común a los que están en la cúpula es tóxico y crecientemente totalitario. Ellos quieren reducir el país a la servidumbre. Para eso se sirven del desmadre económico, del hambre, la enfermedad y el colapso de los servicios, y también de una contraparte política e intelectual domesticada, colaboracionista y procrastinadora de cualquier solución de cambio. Ellos son parte del régimen, pero les ha tocado desempeñar el rol más vil del libreto. Mientras tanto, la gente buena se muere o se va. Y los que quedan, debilitados en su esperanza, pero no vencidos, tienen que seguir luchando contra sus propias dudas. Muchos piensan que es más fácil huir que afrontar esta tragedia. El régimen tiene una gran capacidad para la mutación. Ahora viven la época de las post-misiones, porque no tienen cómo lubricar el populismo que hasta hace poco practicaron; actualmente todo se reduce a someter a los ciudadanos a la ración del carnet de la patria. Este artilugio no es otra cosa que el pase de entrada a un campo psíquico de concentración y exterminio. Semejante a lo que canta el Dante ante la puerta del infierno: "Por mí se va a la ciudad doliente, por mí se ingresa en el dolor eterno, por mí se va con la perdida gente. ¡Perded toda esperanza los que entráis!”. De eso se trata. De someternos al desaliento, de aplastar nuestra libertad, y de que comencemos a depender de las migajas que va repartiendo el régimen, no porque esté interesado en nuestra sobrevivencia, sino porque ese es el método para someternos. Por eso es que no hay alternativa a la resistencia y al desafío que se niega a claudicar. Y en ese sentido se están dando batallas esplendorosas, porque no logran que la gente vaya voluntariamente a inscribirse, así como tampoco lograron que fueran a votar el pasado 20 de mayo. Los ciudadanos estamos en resistencia frente al odio aniquilante.
Ellos nos odian a nosotros, los ciudadanos que queremos ser libres, y nosotros odiamos el sistema que nos quiere reducir a la indignidad. No es el mismo odio. Uno está asociado a la barbarie, el nuestro vinculado a la esperanza porque se restaure la justicia y se permita la libertad. Porque al comunismo le conviene dos actitudes erróneas: que lo confundan con algún tipo de democracia imperfecta, pero redimible, y que no sea vista como repugnante, y por lo tanto pueda transarse con él algún tipo de acuerdo. Por eso es por lo que yerran los que insisten en elecciones o negociaciones. No hay forma de lograrlo. Aristóteles plantea que dos son las causas que derriban a las tiranías: el odio y el desprecio. Al final, dice el filósofo, todo lo que dicen haber conseguido lo pierden porque se hacen muy despreciables a los ojos de los ciudadanos. Ciudadanos que no creen, que no aceptan, que no convalidan, y que no bajan la guardia, están enviando una señal muy clara de un sentimiento de desapego, de divorcio que termina siendo irreversible. Para salir del comunismo hay que odiarlo tanto como hay que amar la libertad.
@VJMC
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