El colapso del comercio
El colapso del comercio
Por: Víctor Maldonado C.
E-mail: victormaldonadoc@gmail.com
Twitter: @vjmc
En Venezuela vivimos época de colapso. Lo peor es que hay quien no se lo crea. Algunos dudan sistemáticamente del hecho. Otros, simplemente menosprecian la tesitura de los tiempos que vivimos. Dicho de otra manera, nosotros nos bandeamos esta terrible circunstancia entre dos frases estrafalarias. Una en forma de insólita interrogante, y la otra que se asume como de repulsa posibilidad, porque los que no preguntan ¿tú crees? se animan a la negación con el “¡no vale!”.
Pero la realidad, lo hemos dicho muchas veces, se impone. Y la realidad se presenta en forma de datos y mediante una narrativa desoladora. El estado socialista es un aparato de coerción y de compulsión sin proyecto ético a favor de la libertad. Su objetivo es otro, planificar e instrumentar la destrucción del país, porque ellos asumen que lo que hay no sirve, y lo que debe venir en su sustitución requiere hacer tabla rasa con lo que existe. Lo que pasa es que no hay experiencia socialista que haya superado la fase de catastrófica aniquilación, quedando siempre estancada en una condición ruinosa que requiere represión creciente para que los ciudadanos, sometidos a la servidumbre, lo aguanten sin entrar en franca rebelión. Por eso no hay ninguna posibilidad para un socialismo democrático. Porque esencialmente uno y otro entran en rápida contradicción, habida cuenta que la esencia del socialismo es el control total, y la de la democrática es precisamente la distribución del poder y el establecimiento de pesos y contrapesos para que nadie pueda pensar siquiera en la oportunidad de la tiranía.
Pero hablemos de datos. Hace veinte años Venezuela llegó a tener seiscientos mil establecimientos privados. Para la época éramos 23,57 millones de habitantes, lo que nos daba una relación de 39 ciudadanos por unidad empresarial. Actualmente somos 31,57 millones de habitantes, pero solo contamos con 382 mil empresas formales e informales, lo que nos coloca en una relación de 83 ciudadanos por unidad empresarial. Y si solo consideramos las del sector formal de la economía, que hasta hace poco eran unas 143 mil empresas, el cociente se eleva a 1 empresa cada 222 habitantes. La precariedad creciente está a la vista. Menos empresas son menos empleos, y menos empleos colocan a millones de venezolanos en el infortunio de tener que plegarse al sistema para poder sobrevivir. El sector comercial se está muriendo.
Decíamos que el socialismo es un proyecto de destrucción. Pero ¿qué ofrece en el trance? Ofrece ser un eficaz sistema social basado en la propiedad pública de los medios de producción. Lo que implica que el estado sea el único dador de trabajo y que nadie pueda consumir otra cosa que lo que el estado le asigne. En el caso venezolano esa es la mezcla de quinientas veinte empresas públicas con el carnet de la patria. Las primeras dicen proveer empleo. El otro mecanismo ofrece suministrar alimentos. Como “no hay almuerzo gratis”, los costos se acumulan. Es ya notorio el descalabro de la empresa petrolera estatal. Cada día es menos capaz y por lo tanto con el paso del tiempo explota menos petróleo, pero con mayor ineficacia, escasa transparencia, exceso de burocracia y una abundante corrupción. El resto de las empresas del gobierno están en peores condiciones. Solo acumulan pérdidas. Y el carnét de la patria mientras tanto, se ha convertido en una tarjeta digital de racionamiento, eso sí, condicionada a la lealtad partidista, o al silencio más oprobioso. La trampa está en la raíz del mecanismo. Sin productividad y sin renta petrolera, no es posible que el espejismo económico funcione. Por eso se acumula el hambre, la escasez, la ruina de los servicios públicos, y la devastación monetaria. La pregunta es qué se derrumba primero. Por eso mismo ocurre la dolorosa estampida migratoria de venezolanos hacia otras tierras. A los socialismos siempre les sobra la gente. Porque lo de ellos es un cálculo inhumano sobre “¿con cuántos es positiva la ecuación de dominación total?”
Los regímenes socialistas juegan a una versión de la realidad muy simple. La reducen a lo que está previsto en el plan. En nuestro cado, en los objetivos históricos del plan de la patria. Allí, la letra chiquita es irrelevante. Solo tiene sentido advertir lo que dicen los titulares, que ratifican control absoluto y permanencia perpetua de la revolución. Y si la fortuna no los acompaña, pues administrarán “períodos especiales”, eufemismo tenebroso que encubre la indiferencia absoluta ante las calamidades que deberán pasar los ciudadanos. Como lo advierte von Mises “un gobierno socialista tiene poderes irrevocables, se convierte en una autoridad por encima del pueblo; piensa y obra por la comunidad por derecho propio, y no tolera “intromisiones” en sus propios asuntos por parte de extraños.
El problema es que esos “extraños” son siempre los privados. Porque el mercado es un ordenador social natural al que se le ha encajado ese otro, el Leviathan, que pretende devorarlo todo. El mercado ordena socialmente en la medida que resuelve necesidades de la gente, nada más y nada menos que empleo, creación de propiedad, suministro de bienes y servicios, y posibilidades de desarrollar proyectos de vida. El mercado es útil porque soluciona. Pero para hacerlo bien debe fluir información transparente sobre los precios. Porque el mercado solo es posible mediante el cálculo económico que los empresarios hacen cuando tienen información sobre compras y ventas. Es en ese sentido que los consumidores son los verdaderos soberanos del mercado y que los empresarios pueden justificar diariamente su función social. Eso es imposible en los socialismos. En una situación donde la hiperinflación y las distorsiones que provocan los controles no permiten el cálculo económico, es imposible que haya comercio.
En una consulta que hice entre los seguidores de mi cuenta de Twitter (@vjmc), ante la pregunta sobre las razones de la devastación del comercio, las respuestas se distribuyeron de la siguiente manera: El 51% de los respondientes dijeron que se debía a los controles socialistas; el 19% a la corrupción cambiaria; otro 19% al colapso monetario; y un 11% a la violación de la propiedad. Pero en muchas de las respuestas incorporaron un comentario adicional: se debe a todas las anteriores. Y efectivamente así es. Los casi 2000 participantes tuvieron clara la idea de que esa obsesión socialista de regularlo todo es la representación de una trama en donde casi cualquier medida puede tomarse para invalidar la propiedad, negar la autonomía empresarial, cancelar el libre mercado, y colocar a los empresarios en el dilema de transformarse en agentes de la arbitrariedad estatal, o desaparecer súbitamente. Si a esto le sumamos la imposibilidad de hacer comercio sin moneda en efectivo y sin que esa moneda preserve su valor, entonces la inviabilidad es mucho más precisa. Es obvio que no se puede comerciar lo que no se tiene. Y allí, el control cambiario, ineficaz y excluyente, ha hecho el resto, porque lo que no te impide el funcionario, te lo hace imposible el cerco de divisas.
Entonces, volvamos al principio. Vivimos época de colapso empresarial. Las tendencias son negativas. No hay ninguna posibilidad de pretender emprendimientos, innovación, mejoras o forma de preservar el escaso parque empresarial que todavía tenemos, si no cambian todas las condiciones económicas, y si no se mejora la seguridad jurídica y ciudadana. Es decir, si no cambia el régimen. No decirlo es comenzar a ser corresponsables de esta tragedia, porque creer que podemos surfear esta situación sin oponernos a ella, es jugar a la triste condición de tontos útiles.
@vjmc
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