¿Cuándo “se jodió” Venezuela?


¿Cuándo “se jodió” Venezuela?
Por: Víctor Maldonado C.
Twitter: @vjmc

Escribo este artículo mientras las agencias internacionales no salen de su estupor por el resultado sangriento de un motín ocurrido en un centro de detención policial del estado Carabobo, en el centro norte de Venezuela. El saldo macabro sumó sesenta y ocho muertos, entre ellos dos mujeres que estaban allí de visita, con permiso de pernocta, una especie de autorización para la visita conyugal extendida. Lo ocurrido, primero fue censurado, los periodistas, que intentaron cubrir el hecho, hostigados, y luego simplemente inventariado, una reseña más de lo que aquí ocurre, dentro de la más absoluta normalidad socialista. El fiscal general de la república despachó el hecho como si se tratara de hacer un inventario de oficina, eso sí, usando esa jerga leguleya-policial que pareciera darle distancia respecto de lo ocurrido. Un barniz peripatético de carácter discursivo, una especie de pañuelo en la nariz mediante el cual el responsable de la vigencia de los derechos humanos quisiera resaltar que él nada tuvo que ver “y que fueron designados cuatro fiscales para esclarecer los hechos”. El país de la mayor impunidad posible sonríe con irónico sarcasmo.

El inexorable colapso de las instituciones morales, la patética complicidad de las agendas subalternas, y la angustia ainstrumental de los ciudadanos, que no encuentran cómo enfrentar sus monstruos totalitarios, se trenzarán en un rápido olvido. También por eso estamos muy jodidos. Porque no somos capaces de hilvanar un argumento que nos haga ver que las sesenta y ocho personas que murieron fueron víctimas del descalabro judicial, la corrupción policial, y el desapego a los derechos humanos cuando se trata de los demás. La impunidad se ceba en ese deslave constante de acontecimientos, donde nada es suficiente, en el cual una cosa terrible sucede a otra más terrible aun, sin que se pueda procesar adecuadamente, sin que haya tiempo, ganas y energía para pedir un detente, exigir un reacomodo, y manifestar la convicción de que un país, conducido de esta manera tan primitiva, está condenado a la ruina. Lo trágico es comprobar que esta tragedia carece de importancia a los ojos de la inmensa mayoría de los venezolanos, porque el país está reducido al espacio infinitesimal de la propia sobrevivencia en el cual los demás han dejado de ser parte de la república asediada que cada uno sufre intensamente.

Pero ¿cuándo comenzamos a jodernos de esta forma? ¿En qué momento llegamos a ser esto que indefectiblemente nos hace perder cualquier tipo de equilibrio? Si lo supiéramos perfectamente estaríamos mucho mejor de lo que realmente estamos. Pero hay atisbos que pueden convertirse en pistas. El primero de ellos ese complejo de sumisión ante el caudillo. Esas ganas de reducirnos a montoneras erotizadas cuyo proyecto vital es ir detrás de un líder autoritario que ni pregunta ni discute la ruta, que siempre es el abismo. También influye esa deuda impagada con la generación de libertadores, respecto de los cuales siempre sentimos una condición de inferioridad, incapaces de calzar las botas del mito. O esa negación constante de conectarnos con la realidad que nos impulsa a recorrer los senderos de lo imposible, que siempre terminan dándonos esos terribles encontronazos con lo factible, que nos frustra y nos hace repetir el ciclo con otro “que esta vez sí lo va a lograr, esta vez no nos va a defraudar”. Esa misma obsesión compulsiva que nos hace despreciar los esfuerzos constructivos de la república civil a la vez que somos recurrentemente permisivos con el saqueo practicado por los militares, esos “civiles armados” que, a juicio de Thais Peñalver, tienen como único proyecto la rapiña del presupuesto público y el uso abusivo del poder.

German Carrera Damas, historiador venezolano habló alguna vez del “barco de los locos” conducido por Hugo Chavez y su síntesis anacrónica de toda la barbarie militarista, de raíces decimonónicas, mezclada perfectamente con un socialismo derrotado en sus consignas pero incapaz de perder la esencia de su ideología, que no es otra que esas ganas voraces de concentrar poder para reivindicarse ellos mismos, para empatucar de colores el inmenso fracaso vital que resulta ser un “hombre de izquierdas, progresista y humanista”, pero que no duda en mantener un coito intenso y perpetuo con la fuerza pura y dura ejercida por un militar inculto y lleno de resentimientos. El historiador propone que la simbiosis, entre estas dos formas de parasitismo político, se confabula para proponer una “ideología de reemplazo” donde la realidad se sustituye por visiones, por figuraciones, con las cuales quieren encubrir la debacle de sus consignas y la decadencia irreversible del ideario socialista. Es el “barco de los locos” porque “los náufragos del socialismo autocrático se convirtieron en el vagón de cola del tren histórico del militarismo”. Y ninguno de ellos dudó siquiera de practicar esa amoralidad que les permite la contumacia con la guerrilla, los carteles y el terrorismo. Para ellos, todo es relativo, todo vale.

Venezuela se jodió cuando intelectuales, empresarios y clases medias se confabularon para tomar por asalto un estado patrimonialista, hecho a la medida de las ambiciones de todos ellos, porque no era otra cosa que la articulación casi perfecta del populismo, el militarismo, el socialismo silvestre y la decadencia etílica del pensamiento social venezolano. Todos ellos corrieron tras el fatuo mensaje de reivindicación y justicia, pero chocaron de frente contra su propia hecatombe. Todos ellos proclamaron que en sus manos si podía ocurrir esa Venezuela de la redistribución rentista perfecta, pero todo ellos cayeron víctimas del opio de la corrupción y de esa “vida fácil” que algunos encontraron a la sombra de la tiranía.

Nos jodimos cuando comenzamos a criticar la pobreza del país, sin señalar la ruta de la riqueza y la prosperidad, que no es otra que el mercado de libre competencia, el trabajo productivo y el respeto por la propiedad. Nos jodimos cuando nunca aludimos al verdadero responsable de esa pobreza, que no era otro que ese populismo con capacidad infinita de practicar el capitalismo de estado, que algunos incluso vieron como una segunda independencia. Nos jodimos cuando ratificamos que la riqueza del país debía administrarse desde el gobierno, sin participación de los privados. Nos jodimos cuando manoseamos el estado de derecho para ponerlo al servicio de facciones y de las mayorías circunstanciales. Nos jodimos cuando no supimos ubicar a tiempo el rol de subordinados a la republica civil que debían tener las FFAA. Nos jodimos cuando nos pretendimos potencia y comenzamos a pagar las alianzas y a prostituir la agenda internacional. Nos jodimos cuando caímos en la adicción del mesianismo providencialista, cuando compramos que, si no eran estos los hombres, tenían que ser otros los que dirigieran con probidad un gobierno todopoderoso, inmanejable, azotado por las carencias institucionales, y sempiterno despreciador del ciudadano. Nos jodimos cuando asumimos que todas nuestras soluciones se encuentran en el gobierno, y en el hallazgo del hombre fuerte pero bueno, que nunca se encontrará, porque ya sabemos que el poder corrompe.

Ahora, vivimos esa terrible circunstancia donde nada parece escandalizarnos. Ni la muerte, ni el hambre, ni la violencia, ni la irresponsabilidad, ni la corrupción, ni la práctica cotidiana de la crueldad. Nos jodimos porque no hacemos las preguntas ontológicas sobre la política venezolana. Y mientras no nos escandalicemos, seguiremos jodidos, hundidos en el lodazal autoritario, perdidos para siempre, entregados a ficciones, integrados a facciones, o peor aún, resignados a falsas soluciones y ansiosos de un salvavidas fraudulento, que no nos van a lanzar, tal vez porque vivimos el fin de los tiempos, donde el trigo se separa de la paja, donde el adentro no es lo mismo que el afuera, donde la luz contrasta con la oscuridad.

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