Diez aproximaciones al mal


Diez aproximaciones al mal
Por: Víctor Maldonado C.
Twitter: @vjmc

No tiene sentido negar el mal como concomitante del ejercicio pleno de la libertad. Cada persona tiene en sus decisiones la capacidad de hacer lo correcto o de no hacerlo, porque el ejercicio de la libertad no exime de la reflexión moral y el compromiso con los otros. Juan Pablo II lo señaló con meridiana claridad: “Si soy libre, significa que puedo usar bien o mal mi propia libertad. Si la uso bien, yo mismo me hago bueno, y el bien que realizo influye positivamente en quien me rodea. Si, por el contrario, la uso mal, la consecuencia será el arraigo y la propagación del mal en mí y en mi entorno”. El mal es, por lo tanto, el resultado incorrecto, el daño que ocasionan nuestras malas decisiones. Por eso, somos responsables del mal que propagamos, así como decimos merecer el reconocimiento debido por el bien que hagamos.  El mal -dice Juan Pablo II-  es siempre la ausencia de un bien que un determinado ser debería tener, es una carencia.

Hagamos un corte quirúrgico entre la práctica del mal y el ejercicio del bien. No hay forma de hacer lo correcto sin el carácter forjado en la experiencia de la integridad. El mal impide decidir autónomamente sobre el propio destino. La falta de fortaleza nos impide tener claro que las decisiones tienen efectos que pueden afectar o mejorar nuestra condición y la de los demás. No todo vale lo mismo. Vivimos entre los otros, diversos a nosotros, respetables todos, cada uno con su encomiable proyecto de vida, que espera de nosotros jugadas limpias y un uso virtuoso del poder, para movilizar y mejorar, para integrar y no para disolver, para construir oportunidades y no para esquilmarlas, para practicar la pedagogía sobre los costos y las dificultades y no para ejercer el desprecio.

No podemos saber qué es lo bueno y qué es lo malo si nos desconectamos con nuestra dimensión espiritual y nos asumimos intrascendentes. Sin una concepción clara de Dios, lo bueno y lo malo se desdibujan en criterios subalternos como la eficiencia asociada a nuestros proyectos, que a veces son el exterminio de los que piensan diferente, o de los que nos amenazan por ser competencia de lo que nosotros somos. Los totalitarismos nos recuerdan que el hombre, abandonado a su propia soledad, comienza a inventarse dioses, causas y razones. Juan Pablo II advertía que el hombre por sí solo, sin Dios, al perderse en su propia superficialidad puede decidir erróneamente lo que es bueno y lo que es malo, hasta llegar al crimen de disponer que un determinado grupo de seres humanos sea aniquilado. Eso ha ocurrido, y coloca al hombre en la necesidad de revisarse en el plano de sus compromisos, sus capacidades y sus límites.

El límite del mal es el bien activo. Es lo que nosotros hacemos para denunciarlo, desnudarlo, desacreditarlo y abandonarlo. Nadie que participe de la agenda del mal puede decir que lo está combatiendo. No es aceptable la connivencia con el mal. La libertad se tiene que vivir como obligación moral. Nos deja cada uno con la necesidad vital de resolver el dilema de acompañar al mal o repudiarlo. No hay puntos medios. No hay interés o necesidad de una empresa que valga asumir como bueno lo que es un error. No hay tampoco posibilidad de justificarlo como si “estoy salvando mi empresa de la quiebra y además estoy salvando empleos y haciendo labor social” fueran argumentos suficientemente buenos para legitimar un orden social y político que mata, reprime, empobrece y devasta a todo un país. Una ganancia menor no puede convalidarse si provoca un mal mayor.

Habiendo sido víctimas del mal se nos plantea que hacer con la experiencia vivida. Perdonar el mal no significa cohonestarlo ni justificarlo. Perdonar el mal significa hacer lo contrario a su agenda. Significa hacer el bien. No caigamos en el fango de la ingenuidad política, de lo “políticamente correcto” o de episodios de “positividad”. Comprender el mal implica saber que hay decisiones y conductas que son imperdonables. Y que hay otras que requieren de una intensa pedagogía social para no repetir la misma trama en momentos ulteriores. Perdonar el mal no puede significar el ser indiferentes y “pasar la página”. Sin justicia transicional es imposible avanzar, porque el mal contemporáneo se expresa muchas veces mediante la persecución de los incómodos para el sistema, llámese país, empresa, escuela o comunidad. Hemos visto como “esa incomodidad” llevó a socialistas de derecha o de izquierda a organizar el exterminio físico; pero a veces también se intenta la destrucción moral, la descalificación y la injuria, o la exclusión que impide súbitamente a la persona el ejercicio de sus derechos.

El mal siempre se desmorona.  La difícil experiencia del mal nos ratifica una y otra vez que la voluntad del hombre tiene la capacidad de vencerlo para imponer el bien. San Pablo insistía en que la cualidad más importante del hombre libre era precisamente el poder vencer en esta contienda. “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien” recomienda en su epístola a los Romanos. Pero depende de cómo se asume la responsabilidad de la libertad y el contenido que le demos a un concepto crucial: el poder. Juan Pablo II, que vivió guerras, persecuciones y la tragedia del comunismo concluyó que “en definitiva, tras la experiencia punzante del mal, se llega a practicar un bien más grande”.
¿Qué es la libertad humana? Para Aristóteles la libertad es una propiedad de la voluntad que se realiza por medio de la verdad. No existe libertad desde el usufructo de la mentira. No es posible ser libres sin el requisito de la verdad. La libertad es una categoría ética que permite la realización del hombre a partir de la práctica de cuatro virtudes cardinales: La prudencia que guía las buenas decisiones. La justicia que regula el orden social. La fortaleza y la templanza, que armonizan al hombre consigo mismo, con sus impulsos y sus pasiones, estableciendo el bien en relación con la impetuosidad y con la concupiscencia humanas.

El mal absoluto significa la destrucción del otro. Esa es una tentación originaria. Caín mató a Abel y con eso marcó una tendencia hacia la destrucción de cualquiera que compita. El mal contemporáneo se vale de mil y una maneras de devastar. André Malraux tiene una frase que puede ser la clave para no caer en el mal: “Busco la región crucial del alma donde el mal absoluto se opone a la fraternidad”. Concluyó Juan Pablo II que “La libertad es para el amor: su realización mediante el amor puede alcanzar incluso un grado heroico”. Al final somos débiles. Pidamos a Dios que nos libre de todo mal. El que podamos infligir y el que nos pueda afectar.

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