Diferenciación y claridad
Diferenciación
y claridad
Por: Víctor Maldonado C.
e-mail: victormaldonadoc@gmail.com
Las comunidades totalitarias se
enferman de unanimismo y de falacias dicotómicas. El régimen quisiera ser la
única opción, sería feliz construyendo una sociedad unívoca, disciplinada y
asidua, dirigida por ellos, los iluminados del socialismo del siglo XXI. Pero
hasta el más intenso monólogo necesita una contraparte, un aplauso, un
auditorio atento. Esa es la razón por la que las tiranías construyen sus
réplicas controladas. En nuestro caso hay un sector de la oposición que
pretende exactamente lo mismo: Ser ellos los únicos voceros, provistos de un
especial mandato para dirigir la contienda, y hacer lo que ellos crean que
resulta conveniente. Ambos polos son igualmente autoritarios, temen la
diversidad y perdieron entrenamiento en pluralismo. Ninguno de ellos quiere
discutir ni los medios ni los fines. Se sienten predestinados y actúan sobre la
base de los hechos cumplidos. Y no hay nada más peligroso que eso. Son, en ese
sentido, voluntaristas, fundamentalistas y apocalípticos. Y si se quiere,
infantilmente arrogantes. No toleran la discrepancia, ni asumen como válida la
competencia ni el debate. Ambos son extremos muy malos porque dejan al
ciudadano como víctima fatal de polos equivocados.
Los ciudadanos tienen el derecho
de discernir y seleccionar la opción que más les convenga. La que les asegure
mayor consistencia con sus proyectos personales y con el país que quieren ver
realizado. Por eso el mercado de la política debe ser más diverso. Y que sea la
gente la que haga sus cálculos y decida. Contra ese derecho ciudadano conspira
las tendencias “unanimistas”, por las que se cuela la sinvergüenzura de las
tramas oscuras y las confabulaciones sin que necesariamente esa pretensión de
sumar fuerzas haya permitido salir de la tragedia del socialismo del siglo XXI.
Todo lo contrario, el tener que decidir entre el malo y el menos malo, la
necesidad de seleccionar entre la tiranía y el resultado de malos acuerdos y
peores consensos ha desolado las expectativas ciudadanas y hundido en el
descrédito las posibilidades de la acción política.
Solo en el marco de la competencia
abierta entre opciones diversas que son capaces de debatir abiertamente entre
las ideas, convicciones y propuestas que cada una de las parcialidades
defienden es que el ciudadano puede hacer el debido cálculo político sobre lo
que más le conviene. Y los políticos solo de esta forma reciben el mensaje
apropiado de los ciudadanos sobre lo bien o lo mal que lo están haciendo. Cuando
se impone el unanimismo las reglas son otras. Las lealtades no se concentran en
el elector sino en la macolla que mediante conciliábulos decide quién va y
quién queda fuera.
En ausencia de debate y escrutinio
de la opinión pública también se pierde el compromiso con los intereses
supremos del país y sensibilidad con la situación de la gente. A los políticos
no competitivos, hijos del “autoritarismo unanimista” les molesta muchísimo que
las redes sociales sean desafiantes y pugnaces. No en balde buena parte del
presupuesto partidista se vaya en aplacar a los opinadores y en comprar la
aquiescencia de los medios de comunicación. Pero eso ya no es suficiente. Las
redes sociales, libertarias en su funcionamiento, son un cedazo que muchos no
quieren atravesar. Prefieren la contención y la evitación de cualquier
circunstancia molesta. Para ello tratan de servirse de una especie de guardia
de corps, o si se quiere, de espalderos digitales cuyo único objetivo es
descalificar la opinión del ciudadano. Cada guardián tiene su propio estilo,
pero entre ellos comparten consignas, algunas de ellas muy hilarantes. Una de
las últimas pretende acusar de “supremacismo moral” a todo aquel que ose criticar
o calificar la acción o conductas de un líder político. Pero más allá de la
sorna, esas calificaciones deberían tomarse en serio al ser evidencias
incontestables de experimentar una cultura totalitaria, donde por supuesto, se
prescribe el silencio y el servil acatamiento. Recordemos que antes ocurrió lo
mismo con la frase “guerreros del teclado” y antes de eso con el calificativo
de “radicales”. En esta sociedad
digital, de noticias en tiempo real y respuestas inmediatas, todos estos
intentos son parte del esfuerzo para la homogeneización de la opinión. Tal vez
porque temen que alguien grite en algún momento que “el emperador anda desnudo,
exhibiendo sus impudicias”.
El unanimismo es gemelo de la
docilidad ciudadana. La necesita. Se nutre del silencio, la indiferencia y la
obediencia perruna. Por eso hemos sufrido la irreflexión política, el curso
errático en el que únicamente se ha perdido el tiempo y las oportunidades, y
una sucesión de voceros que no logran interpretar los tiempos que vivimos, y ni
siquiera han conseguido ser empáticos con los que más han sufrido esta etapa.
Los venezolanos merecemos poder tomar decisiones
entre opciones claramente diferenciadas que expresan con claridad sus
propuestas. Los ciudadanos tienen el derecho a contrastar las ofertas políticas
y quedarse con la que más les convenga, basados en análisis fiables e
indicadores confiables. Las encuestas, ya lo sabemos, son parte de esa
comunidad totalitaria que practica el engaño y el sectarismo. Un mercado
político competido no toleraría estas oligarquías de las predicciones fallidas
que se imponen una y otra vez, no sobre la base de su confiabilidad sino porque
son parte de una costra de mutuos intereses que se complementan, se pagan y se
dan el vuelto. Ningún mercado abierto soportaría el fraude, el producto malo,
sin que la respuesta del consumidor sea extirparlo de las opciones que ofertan.
¿Por qué entonces tenemos que resignarnos, e incluso, insistir en el unanimismo?
El que podamos cambiar el sentido de lo que estamos sobrellevando requiere un
punto de vista diferente: Que los políticos son los mandatarios de unos
mandantes exigentes: los ciudadanos.
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