El imperio del abuso


El imperio del abuso
Por: Víctor Maldonado C.
Twitter: @vjmc

Los venezolanos se sienten abusados. Las redes sociales están llenas de relatos catastróficos sobre la relación entre un estado fallido y los ciudadanos exhaustos. Profundamente agotados por haber asumido al fin el doloroso proceso de comprender qué es lo que está ocurriendo, y cómo eso que está pasando supone una ruptura radical con creencias y convicciones arraigadas en la conciencia colectiva de los venezolanos. Ha colapsado lo que hasta hace muy poco la mayoría defendía con ciega fe de carbonero. Todos están asumiendo el golpe de haber creído en promesas hechas sin asidero en los hechos, recipiendarias de unas expectativas incumplibles porque estaban fundadas en el fraude y la mentira. Los falsos mesías no hacen milagros. Tampoco suelen ser acertados en sus profecías. Todo lo contrario, son falsos porque toda su trama termina en la experiencia del mal. Vivir el mal es constatar la ausencia cotidiana de libertad, propósito y dignidad.

El abuso del que somos víctimas esta inconado en nuestra cotidianidad. Recientemente mostraron, por ejemplo, el cadáver de un anciano que murió en la cola para cobrar una jubilación inútil. Lo peor de la imagen fue que los demás simplemente continuaron en la fila sin intentar siquiera inmutarse. El abusado reiterado que todos somos termina siempre en la impasibilidad de la servidumbre. El régimen lo sabe. A eso apuesta. Desea que la elaboración que hagamos de la atroz realidad sea siempre de sobrevivencia. El resto de los ancianos probablemente pensó cuan afortunados eran los que todavía respiraban y podían llegar a la taquilla. Vivimos los rigores de un campo de concentración donde el denominador común es la carencia y el maltrato. Un régimen que proponga esta escasez de efectivo, que no se conduela de los viejos, las mujeres pobres y los niños sin recursos no puede tener otro talante que el del maltratador que se solaza en esa violencia que va acabando poco a poco con las reservas de dignidad de la gente.

El abusador se alimenta del agravio. Se cree poderoso porque los demás están gritando pavorosamente que necesitan su ayuda para poder sobrevivir, y él se las niega. Se siente grandioso porque puede ignorar el dolor de un padre que se encadena en la puerta de un hospital para demandar la medicina que hace la diferencia entre la vida y la muerte de su hija. Se siente inexpugnable cuando hace oídos sordos al clamor de los enfermos crónicos y al llanto de las madres que poco a poco pierden ellas y sus hijos fuerza vital porque están sufriendo un hambre que es irremediable. Se siente invencible porque su policía política acecha a la disidencia y su sistema judicial llena los calabozos de presos políticos a los que niegan dignidad y garantías. Se siente invulnerable porque sabe que la desmemoria juega a su favor.

El imperio del abuso se funda en una trasgresión originaria. El poder sin límites encomendado eufóricamente a un caudillo que ofreció resolver entuertos y restaurar la justicia social. El tirano apeló a las versiones infantiles de la realidad y a los inconscientes resentidos para acumular poder. Pero también usó el respaldo de los conniventes para consolidar progresivamente un mandato que no merecía y que nunca debió tener. Llevamos casi veinte años de una tragedia creciente. Vivimos en su momento una precoz afectación de la política como espectáculo, un “por ahora” indebidamente transmitido en cadena, y el cálculo infinitesimal que se planteó para terminar de llevar al patíbulo a una democracia que estaba cercada por sus enemigos felones y por la traición de los que siempre debieron ser sus leales. Decía San Pablo que el mal a veces se disfraza de ángel de luz. Así fue presentado su emisario del siglo XXI. Un adalid que fue replicado en medios de comunicación y en los disfraces de los niños. Toda una sociedad que parecía desquiciada en sus valores fundamentales que asumió como posible la utopía de la repartición perfecta, y que quedó embelesada por la cadena de radio y televisión donde todo podía ocurrir, las casas bien equipadas, los cupos en dólares para todo el mundo, la vivienda al alcance de la mano, y la negación pertinaz sobre algo tan sencillo como la muerte del tirano a cargo de una enfermedad que resultó incurable.

Fuimos abusados en nuestra credibilidad, pero aceptamos ese endoso que el agónico demagogo vió tan claro como la luna llena. Ahora, en esa infausta y dolorosa secuela de verdades que cuesta tanto asumir, caemos en cuenta que nunca se plantearon competir en elecciones limpias, que esos certámenes nunca estuvieron hechos para perder el poder. Que fueron siempre una charada, un reality show con visos de realidad, que usó y abusó de cuantas mascaradas y enmascarados necesitaron para hacernos vivir como víctimas indefensas una parodia que nunca nos convino. La pregunta que no hemos respondido con claridad es si queremos seguir viviendo como victimas abusadas. Y si hemos aprendido la lección hasta el punto de ser sistemáticamente suspicaces respecto del poder y las ofertas demagógicas que los políticos siniestros plantean a sus ciudadanos.

Hay que romper con la espiral perversa del abuso que está fundado en la demolición de las instituciones, la negación del estado de derecho, y la práctica universal de la impunidad. Por eso la ruta que debemos comenzar a transitar es la de la construcción de una república civil, fundada en el derecho, comprometida con el respeto a la libertad y las garantías, atenta a las emboscadas de los demagogos y populistas, y celosa del poder encomendado a los mandatarios. Ojalá algún día podamos vivir bajo el axioma de la no agresión: “que ningún hombre ni ningún grupo de hombres pueda cometer una agresión contra la persona o la propiedad de alguna otra persona”. Este planteamiento, que debemos a la reflexión libertaria de Murray Rothbard, debería comenzar a ser una consigna socialmente compartida para que nunca más domine sobre nosotros el imperio del abuso que todavía hoy nos mantiene como víctimas propiciatorias del socialismo del siglo XXI.

@vjmc

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