Es cuestión de actitud
Es cuestión de actitud
Por: Víctor Maldonado C.
E-mail: victormaldonadoc@gmail.com
Twitter: @vjmc
30/09/2018
“El destino conduce… o arrastra...”
Séneca
La realidad no tiene atenuantes. Es como es, así no
nos guste. Tampoco las personas son susceptibles de maquillajes. En la medida
que van siendo, tomando posiciones, afrontando riesgos, argumentando y
justificando lo que han decidido, también van demostrando sus quilates y sus
puntos oscuros. Los líderes son lo que vemos y ya sabemos de ellos. Demasiado
tiempo han pasado en el escenario como para esperar un nuevo performance. Nada
diferente cabe esperar de lo que hasta la fecha han sido. En eso consiste el
conocimiento, en saber de qué somos capaces nosotros y los otros. Y lo que
podemos hacer entre todos. Tal vez por eso dijo Abraham Lincoln que casi todos
podemos resistir la adversidad, pero para conocer a un hombre basta darle
poder.
Pero a veces el conocimiento es vencido por esa
predisposición tan humana a desear lo mejor. También por eso el hombre es el
único animal que se puede tropezar con la misma piedra varias veces. Pongamos
un ejemplo. Hemos vivido veinte años de trampas, farsas y calles ciegas. Para
que eso haya ocurrido hemos debido dejarnos llevar por una corriente
intelectual con expresiones políticas, económicas, morales e incluso estéticas
que les han permitido al régimen dominante mantenerte invicto. Por veinte años
hemos creído que combatimos dentro de las reglas propias de la democracia, donde
negociaciones, acuerdos y elecciones son los mecanismos de solución. Cuando
dudábamos, salían los nuestros a decir que confiáramos, que el sistema
electoral estaba blindado contra fraudes. Compramos esa afirmación, así como
muchas otras, con fe de carbonero, no solo sin preguntar o exigir precisiones,
sino mostrando odio e indisposición contra todos aquellos que se atrevían a
dudar. Los radicales eran precisamente los que nunca le dieron al régimen el
beneficio de la duda. Ahora todos estamos convencidos de que el sistema
electoral es una gran trampa, que el régimen lo manipula desde el ventajismo,
que nadie puede pretender que las máquinas no van a estar intervenidas por un
grupo de rectores que obedecen a ciegas una línea política. Pero hay tal
recalcitrancia que los equivocados por vocación siguen señalando a los
esclarecidos como radicales irreductibles. Esa costra donde confluyen todos
ellos se niega a morir o a rectificar.
Lo mismo se puede decir de las negociaciones. El
régimen muy temprano aprendió a ganar tiempo. Al fin y al cabo, sabe que tiene
más ventaja quien tiene la oportunidad de enfriar el juego. Lo cierto es que
cada vez que las tensiones alcanzan un punto de quiebre peligroso, el régimen
aplica una jugada a dos bandas, reprimiendo intensamente y convocando a la
oposición a una ronda de negociaciones en favor de la paz. La domesticación
política tiene su método, se llama apaciguamiento, y basta con leer el libro de
Miguel Martinez Meucci para comprender que no es la primera vez que la usan
cuando se ven contra la pared. Sin embargo, a pesar de lo que muchos piensan,
el problema no es tanto lo que intenta el régimen sino a lo que se presta esa
oposición dúctil que lleva tanto tiempo diciendo que nos va a sacar de esta
trama. Y lo han probado todo. Han ido a negociar, y saben lo que allí se gana y
se pierde. Se han reunido decenas de veces con los “intermediarios” del
régimen, han recibido y tolerado amenazas de Zapatero (así lo confesó Julio
Borges), han caído presos, han debido tomar el amargo camino del exilio, se han
enajenado la confianza del país, y sin embargo insisten.
Las preguntas que se hace Rodriguez Meucci es
crucial para comprender esta trama: ¿cómo tratamos a una tiranía que ha tomado
el poder por medios democráticos? ¿cómo combatimos a una tiranía que ha
envilecido todo lo que a nosotros nos parece apropiado, valioso o conducente a
la paz y al progreso? La respuesta no es la obvia. Hay que comenzar diciendo
que efectivamente sufrimos una oprobiosa tiranía. Pero que más allá de lo que
ella pretenda, realmente somos víctimas de un sistema en el que confluyen la
tiranía y una contraparte que se ha hecho a la medida. En eso consiste el
apaciguamiento. En montar un espectáculo hegemónico en el que no tengan cabida
sino esta especie de lucha libre falseada, carente de golpes reales, que emula
una violencia que realmente no existe, entre dos que realmente son uno: el
régimen y sus colaboradores domesticados, apaciguados, eternos en el rol de
perdedores, calentadores de oficio, pero en ningún caso patrocinadores del
fuego.
Hannah Arendt siempre se aturdió con los judíos que
colaboraron con su propio holocausto. Algunos pretendieron que ellos no serían
aniquilados si colaboraban, y si lo hacían con fervor. Ninguno de ellos se
salvó, pero obviamente retardaron el momento. Quien sabe si eso fue bueno o si
lo que vivieron fue incluso peor, ese pasar de los días sin estar seguros de
nada, sin comprender qué otra cosa podían hacer, ellos que habían llegado
incluso a la traición de su propio pueblo. De las reflexiones de Arendt
entendemos la banalidad del mal, que nos impide incluso invocar la mala fe
-aunque ella exista- sino que termina explicando que, todo el horror al que se
someten millones de ciudadanos es el resultado de simples errores de cálculo.
Porque volvamos a la esencia de la presente
reflexión: Es fútil tratar como demócrata a quien es un tirano. Es inútil
insistir en derrotar a la tiranía participando activamente en su agenda. Es un
crimen seguir perdiendo el tiempo de los demás. Ayn Rand hablaba de la terrible
bancarrota moral de quienes no quieren asumir la realidad tal como es. Hannah
Arendt invitaba a diferenciar entre la subjetividad de los hombres y la
objetividad del mundo hecho por el hombre, que se levanta contra el hombre para
defraudar sus ilusiones y esperanzas. El gran crimen es ese: querer tratar como
demócrata a quien no lo es; tratar al contrincante como si tuviera honor y respeto
por las reglas cuando es un malandro.
Algunos quisieran un guión perfecto, casi un acto
de magia. La realidad para quienes han vivido el totalitarismo tiene una
tesitura diferente. Rand y Arendt vivieron la terrible experiencia del
comunismo y el nazismo. Por eso ellas no se hacen ilusiones. Pero aquí hay
todavía quienes piensan lo contrario. Recientemente pude leer lo que puso en su
cuenta de Twitter un amigo: “En una elección convocada por una dictadura se
puede participar no para ganar limpiamente sino para desencadenar una crisis
política terminal. Para esto es necesario: participación masiva, presión
internacional y acuerdos con sectores militares”. La buena fe no es suficiente
para justificarlo, aunque estoy seguro de que es un hombre de buena fe. Pero
hay que responderle con firmeza: ¿Otra vez? ¿Por qué no ocurrió esa crisis
terminal en el 2012 cuando trampeó Chávez, el 2013 cuando la trampa la hizo
Maduro, el 2014 cuando los ciudadanos salieron a las calles y fueron
brutalmente reprimidos, mientras un sector de la oposición denunciaba esa
salida como un “juego adelantado”, el 2015, cuando la Asamblea Nacional extinta
sacó entre gallos y medianoche un Tribunal Supremo totalmente sesgado y servil,
el 2016 cuando se intentó un referendo revocatorio, el 2017 cuando volvimos a
salir a la calle, se dio el acto multitudinario de repudio el 16 de julio, se
fueron al juego de la negociación, se impuso una constituyente espuria y
algunos fueron a elecciones para no perder espacios? ¿Por qué ahora si y en
todas aquellas oportunidades no?
La respuesta es obvia: porque nunca ha habido
interés. Porque las crisis terminales hay que diseñarlas, construirlas,
motorizarlas, instrumentarlas. Porque para eso hay que comprometerse con un
curso estratégico y llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Cosa que nunca han hecho los que salen por la
tangente electoral. De ellos solo sabemos que si ganan reconocen su derrota, y
si pierden también reconocen su derrota. De ellos solo sabemos que se rajan, se
doblan para no partirse, se inclinan ante cualquiera para mantener su cargo, y
que se sirven de una costra de hegemonías para silenciar cualquier radicalismo
incómodo.
Y nadie me va a convencer que ahora esos mismos
tienen otra actitud frente a la política. Hay una falsa decencia que se hace
presente en todo esto. Los que se declaran demócratas, pacifistas,
constitucionalistas y comprometidos con soluciones electorales, en el fondo
tienen otros compromisos que si son los reales: Quieren mantener en el poder al
régimen, se lucran de desempeñar en esta trama un papel secundario, saben que
corren peligro pero que es un peligro que pueden calcular, y no tienen
preocupación alguna por la suerte del país. Porque digan ustedes, si se trata
de desencadenar una crisis política terminal, ¿a cuenta de qué debemos pasar
por el trámite de otra elección fraudulenta, de otra negociación espuria, de
otra lavada de cara a la tiranía? Muy sencillo, es cuestión de actitud.
Porque, a decir verdad, tal y como lo denuncia
Arendt “el camino hacia la dominación totalitaria pasa por muchas fases
intermedias, para las cuales podemos hallar numerosos precedentes y analogías.
El terror extraordinariamente sangriento de la fase inicial de la dominación
totalitaria sirve, desde luego, al propósito exclusivo de derrotar a los
adversarios y de hacer imposible toda oposición ulterior; pero el terror total
comienza sólo después de haber sido superada esta fase inicial y cuando el
régimen ya no tiene nada que temer de la oposición”. El gato totalitario
juega tranquilo su juego porque cree que tiene ese flanco asegurado. El régimen
necesita esa oposición de calistenia, ostentosa en “agárrenme que lo mato”,
pero que al final se debate entre las presiones de los tenedores de bonos, el
pescueceo cotidiano, el emolumento, las giras y viajes, y la fatal
supervivencia, creyendo que al final serán los únicos que queden de pie. El
régimen sabe que son mucha bulla y poca cabuya. El régimen sabe de esas
pequeñas transacciones que hacen la diferencia.
Pero la realidad es intensamente recalcitrante. Los
bufones no se convierten en héroes. Las comparsas nunca llegan al protagonismo.
Y los que lucen desprovistos de claridad y coraje no van a sufrir esa
conversión súbita que algunos de ellos prometen. Nada más falso que ese “ahora
si” que gritan en medio del desierto de adhesiones que ocurre porque ya les
descubrieron el juego.
Mientras ellos centellean viejas tentaciones hay
otra oposición que ni quiere perder el tiempo de los demás, ni está presta a
colaborar con la agenda del régimen, ni mueve un dedo para legitimarlo. Esa
oposición cree que efectivamente hay que provocar el quiebre (eso que mi amigo
llama crisis política terminal) pero que para eso no hay que buscar excusas ni
intentar retardantes. Porque el momento es ahora, el régimen luce descompuesto,
los ciudadanos hartos, la comunidad internacional decidida y el objetivo de la
transición totalmente consensuada en sus bases. No es tiempo de mirar al cielo
a ver si ocurre algún milagro. Son tiempos de emprender con coraje, resolución
y mucho compromiso con los ciudadanos. Son tiempos de diferenciar la paja del
trigo, de pesar las actitudes y desechar las que lucen fallas. Son tiempos
propicios para vomitar a los tibios y quedarnos con los que toman partido sin
excusas.
@vjmc
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