Gerencia de emboscadas


Gerencia de emboscadas
Por: Víctor Maldonado C.
Twitter: @vjmc

Cuando en las organizaciones se juega al poder mal entendido es común que el ambiente esté lleno de trampas. El poder solo es importante cuando se pone al servicio de la empresa. Talcott Parsons lo definía como una capacidad para movilizar recursos en interés de lograr los objetivos organizacionales. Max Weber era un poco más cáustico pues el poder significaba para él la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa posibilidad. Pero moderaba sus asertos colocándole la condición de que fuera legítima, o sea, convalidada por el grupo y, por lo tanto, también dirigida a mantener el régimen de dominación del orden social. Para Foucault el poder operaba como un sistema de relaciones que son contingentes y que operan alrededor de la distribución de fuerzas de carácter múltiple, móvil y cambiante. En el mejor de los casos sirve para lograr acuerdos entre quienes no son iguales porque están organizados jerárquicamente.

No hay relación social en la que no medie el poder. Pero donde esa relación es esplendorosamente obvia es dentro de las empresas y organizaciones. No hay ninguna que pueda prescindir de las relaciones de autoridad, que como nos recuerda Henry Fayol es el poder de mandar y la capacidad de hacerse obedecer. Pero eso no es un atributo gracioso sino una inmensa responsabilidad. Dirigir a otros requiere carácter prudente, fortaleza de ánimo y mucha templanza para no caer víctimas del poder tóxico. Por ejemplo, el nepotismo es una forma de desvirtuar la autoridad. Pero el amiguismo también. La necesidad de favorecer a unos causando daño a otros no es precisamente una forma idónea de ejercer la dirección.

Son muchas las maneras de ejercer mal el mandato encomendado. Pero entre todas la más corrosiva es la gerencia de emboscada. ¿De qué se trata? De la conspiración que ocurre desde arriba. Del intento de confundir mandato con apropiación. De la destrucción de la confianza mediante decisiones tomadas sin que medie la consulta, del desprecio que significa el practicar la política de los hechos cumplidos, de la extracción hasta el agotamiento de la delegación de responsabilidades, del uso de la suspicacia, el secretismo, las reuniones paralelas, el doble discurso y las generalizaciones malsanas. El gerente que practica la emboscada siempre anda en una conspiración, practica consistentemente el maquiavelismo (entendido como un modo de proceder que se caracteriza por la astucia, hipocresía y perfidia para conseguir lo que se desea) y no se siente cómodo con relaciones transparentes y orientadas al logro de las metas previamente acordadas.

Las relaciones de poder son intrínsecas a las cualidades y virtudes de las personas. Foucault señalaba al respecto que “poder es un modo de acción de unos sobre otros” que refleja meridianamente la integridad y competencias que tenga una persona que ha llegado a posiciones de liderazgo. Probablemente muestre cuanta razón, realizaciones y autoestima haya acumulado, y también toda la serenidad que provoca el estar conforme consigo mismo, sin tener por lo tanto que proyectar su carga de frustraciones sobre los otros. El poder mal ejercido es irreflexivo y no deliberado, hace daño a los otros y perturba fines valiosos.

Pero hay que estar atentos porque, aunque el tener poder puede encandilar, la forma de administrarlo dice mucho sobre el titular de la acción. No solamente impacta sobre los demás, lo que luce obvio, sino que “es una acción sobre la acción, sobre acciones eventuales o concretas, futuras o presentes, porque una relación de poder se articula sobre dos elementos que le son indispensables para que sea justamente una relación de poder: que "el otro" (aquél sobre el cual se ejerce) sea reconocido y permanezca hasta el final como sujeto de acción; y que se abra ante la relación de poder todo un campo de respuestas, reacciones, efectos, invenciones posibles”. Dicho de otra manera, el éxito del que tiene el poder es que los demás sigan dispuestos a mantenerse dentro de la relación, y que además sientan que tienen grados de libertad para actuar de acuerdo con su propia trama valorativa. Los gerentes que practican la emboscada son, en ese sentido, torpes, porque se van quedando solos, van perdiendo reputación, provocan desconfianza creciente, y al final lucen como lo que merecen ser: pobres poderosos solitarios.

Norberto Bobbio advierte al respecto que si al poderoso “le falta una causa, termina creyendo que su persona es la causa, corriendo por eso el riesgo de confundir la prestigiosa apariencia del poder con el poder real, y si le falta sentido de la responsabilidad, corre el riesgo de disfrutar del poder solo por el amor de la potencia, sin darle por contenido una determinada finalidad”.

Shakespeare nos legó al perfecto practicante de la emboscada. Ricardo III practica desde el principio de la obra de acuerdo con lo imaginado por Foucault. Trama “un conjunto de acciones sobre acciones posibles: opera en el terreno de la posibilidad al cual se inscribe el comportamiento de los sujetos que actúan: incita, induce, desvía, facilita, amplia o limita, hace que las cosas sean más o menos probables; en última instancia obliga o prohíbe terminantemente. Pero siempre es una manera de actuar sobre uno o sobre sujetos activos, y ello mientras éstos actúan o son susceptibles de actuar. Una acción sobre acciones”.

Ricardo, duque de Gloucester, se muestra tal cual es, inicia un diálogo con la audiencia donde va mostrando una psicología compleja, que va explayando en la justificación de cada acto inescrupuloso. Va haciendo del lenguaje su cómplice principal, un diálogo con su propia sombra, que lo va empujando a cometer un crimen tras otro para usurpar el poder por la fuerza. No es casual que uno de sus primeros monólogos muestre sus complejos, luego sus odios, y finalmente sus armas: “Y por tanto, puesto que no puedo mostrarme amador, para entretenerme en estos días bien hablados, estoy decidido a mostrarme un canalla, y a odiar los ociosos placeres de estos días. He tendido conspiraciones, insinuaciones peligrosas, con ebrias profecías, libelos y sueños, para hacer que mi hermano Clarence y el Rey se tengan un odio mortal el uno al otro: y si el rey Eduardo es tan leal y justo como yo soy sutil, falso y traidor, a estas horas Clarence está estrechamente enjaulado por una profecía que dice que G. será el asesino de los herederos de Eduardo. ¡Sumergíos, pensamientos, en mi alma! Ahí viene Clarence”. Sus armas eran la intriga, el uso taimado del lenguaje. La cizaña.

Lo alentador es que Shakespeare le da un final apropiado al arquetipo del acechador. La profesora Mayra Valije, de la Universidad CAECE de Argentina lo dice con bella precisión: “En el campo de Bosworth, en su última batalla, es despojado del lenguaje que tanto le sirvió para alcanzar el poder. El duelo y su posterior muerte, que obedece a la ironía dramática, se desarrolla sin palabras. En el fragor del combate, Ricardo pronuncia la famosa frase: “¡Mi reino por un caballo!, ya que el suyo cae muerto y debe combatir a pie y cuerpo a cuerpo contra Richmond. Este último lo mata y se coloca su corona, para convertirse en Enrique VII y prometer la unión la rosa blanca de la Casa York y la roja de Lancaster en el nuevo escudo de la Casa Real de la dinastía Tudor”. A la hora de la verdad, los que practican la emboscada terminan muy mal cuando deben operar en campo abierto.

@vjmc

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