¿Ser rico es malo?


¿Ser rico es malo?
Por: Víctor Maldonado C.

Hay una pesada carga cultural que se deriva de una mala lectura de los evangelios. El complejo de la riqueza como obstáculo para llegar alguna vez al reino de los cielos aletargó los resultados del emprendimiento por muchos siglos. Todavía hoy el éxito (la riqueza no es otra cosa que un indicador del éxito) es mal visto por los socialistas y ciertos extremismos religiosos que también operan en las iglesias cristianas. Pero la verdad es que el mandato de la solidaridad es imposible de realizar si antes no se atiende al imperativo de la productividad. Nadie puede repartir lo que antes no ha producido. El poder compartir es una decisión que solamente es viable si hay holguras en lo que se tiene.

El socialismo, abundante en planificación central de la economía y en la incautación de la propiedad de los privados, destroza el ciclo productivo para dedicarse al saqueo y expoliación de lo que hay sin entender que, si no se sigue produciendo, al poco rato lo acumulado se agota y rápidamente se plantea la escasez. El socialismo es como la octava plaga, la plaga de langostas que asoló a Egipto. La expoliación cubre la faz de todo el país, se transforma en una gran oscuridad; y consume toda la hierba de la tierra y todo el fruto de los árboles, todo bien, todo servicio, hasta que no queda nada; “y no quedó cosa verde en los árboles ni en la hierba del campo en toda la tierra de Egipto”.

Los bienes y servicios no se producen por arte de magia. Se necesitan factores de producción, capacidad de transformación y capilaridad comercial para hacerlos llegar al mercado. El precio tampoco es una decisión azarosa. No se pueden ofrecer productos por debajo de los costos, aun cuando al burócrata de turno le parezca una idea genial el fijar los precios de acuerdo con la conveniencia política. En el fondo de todo este trajín hay una concepción del mundo que repudia la riqueza, no comprende bien el rol del capitalista y actúa por envidia y resentimiento.

En la negación del valor de la riqueza se confabulan socialistas ateos y religiosos que invocan a Dios y practican una lectura interesada del evangelio para llevar agua para su molino. Olvidan que no hay almuerzo gratis. Que de algún lado salen los salarios de los trabajadores, el capital para hacer mantenimiento de los activos y nuevas inversiones, los recursos destinados a la investigación y desarrollo, e incluso las fiestas de fin de año. Olvidan también que todo esto se sustenta en un hombre emprendedor y productivo, no en uno resignado a su suerte. El capitalista vive de su capacidad para crear riqueza, siente orgullo por sus propias realizaciones, y es lo suficientemente racional como para decidir apropiadamente qué hacer con lo que ha ganado. La caridad es una virtud teologal que, para que tenga sentido religioso, no puede ser impuesta por la fuerza, ni transformarse en un sistema de distribución.

El hombre productivo que debido a sus competencias acumula riquezas siempre es acusado de ser la causa de la pobreza de otros. Los socialistas, persistentemente tan anacrónicos, piensan que la riqueza es un dato inamovible de la realidad, como si nos estuviéramos refiriendo a la mala repartición de una torta de cumpleaños. Si la riqueza es del tamaño de una torta que ya se produjo y que no puede volver a ser producida, entonces cuando alguien toma un pedazo mayor, los demás quedan con pedazos menores, e incluso pueden quedar sin probarla. Los socialistas creen que la riqueza siempre es el resultado del robo. Pero la riqueza generada por el capitalismo, dentro de la lógica de una economía de mercado y en el marco de una sociedad abierta, no tiene ese origen. Es un proceso dinámico que parte de la irracionalidad emprendedora y arriba, con suerte, a un producto que es favorecido por los consumidores. En eso consiste la soberanía del consumidor. Visto así se puede entender que la riqueza de un capitalista no tiene nada que ver con la miseria de los demás. Y no es tarea del capitalismo el enmendar la plana de los menos afortunados.

En los sistemas de planificación central y propiedad pública de los medios de producción si ocurre esa expoliación que tanto denuncian socialistas y religiosos. Allí se roban la riqueza y capacidades productivas de los privados, y como el poder absoluto se corrompe absolutamente, en poco tiempo los resultados son tan atroces que se generan hambrunas y se practica la represión para ocultarlas. No hay socialismo que pueda ser pacífico, porque nadie está dispuesto a entregar por las buenas lo que es suyo. Por estas razones Winston Churchill trató de resumir el dilema de la siguiente forma: “El vicio inherente del capitalismo es la distribución desigual de las bendiciones; la virtud inherente del socialismo es la igual distribución de la miseria”.

Jay W. Richards escribió recientemente un libro que tituló “Dinero, codicia y Dios. Por qué el capitalismo es la solución y no el problema”. Su pregunta de investigación es la siguiente: ¿Es compatible el sistema capitalista con la moralidad cristiana? En realidad -responde- no hay tal contradicción. Para prosperar, una economía de mercado no solo necesita competencia, sino el imperio de la ley y virtudes tales como la cooperación, familias estables, autosacrificio, un compromiso con la recompensa aplazada, y estar dispuesto al riesgo basándose en la esperanza futura. Se crea riqueza si se permite que se libere nuestra libertad creativa en clima de libre mercado, sometido al imperio de la ley, bañado en una rica cultura moral. Concluye el autor afirmando que nuestra libertad creativa refleja nuestra imagen divina. Asumo yo entonces que ser rico es bueno hasta el punto de que puedes ser de los primeros en merecer el cielo. ¿O alguien cree que Fidel Castro merece más la gloria que Steve Jobs?

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