La clausura de un país
La clausura de un país
Por: Víctor Maldonado C.
E-mail: victormaldonadoc@gmail.com
Esta revolución es inédita. Isaiah Berlin, en su ensayo sobre “El sentido de la realidad” señaló que la única forma de aproximarnos a la tragedia de una revolución era destacando lo que le era particular, único, peculiar y propio de una línea de sucesos y decisiones que siempre terminaban en el desencanto, de tal manera que cualquiera pudiese ser capaz de comprender, por ejemplo, cómo ocurrió en el siglo XXI venezolano un despropósito tan contumaz y tan dañino a sus ciudadanos. Se trata -continuó argumentando el autor- de una intuición para advertir lo que es singular e irrepetible, la particular concatenación de circunstancias, las singulares combinaciones de atributos” que terminan en una realidad atroz. ¿Cómo puede comenzar una tiranía tan perversa desde los espacios reservados a la democracia? ¿Cómo puede instaurarse el comunismo por medios pacíficos? ¿Por qué les dimos la oportunidad?
Todo comenzó con el hechizo de una desgraciada imagen. Un “por ahora” tramado desde la traición de un cuerpo de militares cuya única aspiración era dar un golpe de estado para volver a lo de siempre, una sucesión de hechos de fuerza por el que unos grupos relevaban a otros. Pero esa es una sola cara de la moneda. La otra es más siniestra. Una población que se solaza una y otra vez en el hombre fuerte, que exige cada cierto tiempo un “mandamás” que haga “justicia”, una cachucha que les quite a los que tienen y les de a ellos una tajada de la renta. La moneda en ambas caras expresa una carencia ancestral de cultura cívica y compromiso republicano. Por estas calles venezolanas la ley no es el imperio del cual todos somos súbditos. Las cosas funcionan de otra manera, particularmente, dependiendo del quién y del cómo. La arbitrariedad es el signo determinante de este orden social imperfecto que tiene como requisito al caudillo populista. “Que me pongan donde hayga” es el grito de guerra que precede al saqueo.
El descontento perenne expresado en los discursos de la insatisfacción y el resentimiento fue azuzado constantemente por una intelectualidad podrida de socialismo. La hipercrítica siempre se acompañó de las falsas soluciones estatistas y de los “mitos conspiparanoicos” del marxismo. Más que solución, los exquisitos pensadores debían tener un culpable, porque ellos se vendían a si mismos como lo que se debía hacer y los que deberían conducir. Los venezolanos somos víctimas ancestrales del falso cuento de El Dorado, que nos ha convertido en buscadores ansiosos y siempre frustrados de falsas rutas y malas soluciones. El argumento tramposo de ser un país rico tenía como consecuencia funesta el preguntar quién se había robado la parte correspondiente al pueblo. Sobraban los dedos acusadores que se cebaban en las ganas colectivas de contar con un culpable. Exacerbada la masa llegaba la hora del redentor, que debía recomponer los entuertos y reestablecer un orden peculiar: nada más y nada menos que cielo y tierra nueva, donde todo podía ser debidamente planeado para lograr la máxima felicidad posible.
No nos llámenos a engaños. Nunca se trató de acometer el trabajo productivo como fuente de riqueza, sino aplaudir y respaldar el saqueo ordenado desde el gobierno y vivir la cómoda plenitud del que se siente con derecho a recibir su parte, sin preguntar si cuesta algo, quién lo paga y de qué manera. Todo líder mesiánico merece su montonera de secuaces. En el caso venezolano se trataba de llegar al palacio de gobierno, cenit de todo el poder. El patrimonialismo estatal lubricaba cualquier despertar incómodo. Allí estaba el petróleo para amortiguar cualquier golpe de realidad. Controlar al país era tan sencillo como controlar la factura petrolera. Eso solo podía hacerse desde Miraflores.
Esta izquierda irreflexiva y carente de escrúpulos no dudó ni un segundo en apropiarse de un muñecón militar. El éxito perfecto era tener de ariete al uniformado de marras, con ese discurso tan vacuo, lleno de citas infelices y alusiones espurias a los héroes. Prometer un paraíso imposible requiere de un discurso lleno de anacronismos. Ellos lo sabían. Por años se intentó sacralizar como epopeya los esfuerzos independentistas, haciendo que cada generación se sintiera desvalida de heroísmo y huérfana de metas trascendentales. Nos convertimos en un pueblo errante en el desierto infinito de sus frustraciones, gritando maná y mirando al horizonte pretendiendo el regreso a un pasado imposible porque nunca fue tal y como lo contaron. Estábamos condenados al infierno de querer revivir nuestros mitos. Lo cierto es que, con precisión de relojero, llegó el momento donde todo era propicio: una crisis, un militar golpista, una clase política desacreditada, una clase media amargada e inmadura, unas élites erráticas, un empresariado voraz en sus expectativas proteccionistas, y una intelectualidad que, sin más, se degradó a ser suscriptora de la entrega del país a una potencia extranjera. Cuba y Fidel por fin ganaron una batalla que duró 31 años.
Esta vez Fidel no necesitó armas. Le bastó la alucinación de un militar en apuros que corrió a sus brazos. Un complejo de carencias psicológicas y la taimada aproximación de Fidel como supuesto padre político tuvo como antecedente y justificación social la genuflexión de los intelectuales venezolanos que veían en el dictador cubano “el conductor fundamental de una Revolución que ha logrado en favor de la dignidad de su pueblo y, en consecuencia, de toda América Latina la liberación de la tiranía, la corrupción y el vasallaje… y que continúa siendo hoy una entrañable referencia en lo hondo de nuestra esperanza, la de construir una América Latina justa independiente y solidaria”. ¿Por qué no lo iba a asumir así el comandante-presidente, si así había sido descrito por la intelectualidad venezolana? El proceso no podía ser otro que la entrega del país al “nuevo padre de la nación”.
El poder y la capacidad de disposición conferida a “los cubanos” siempre tuvo un precio. Algunos adujeron que había que pagarlo. Para eso también sirven sus mitos. Para justificar la comisión, la emergencia y los estados de excepción. En el mundo de “la solidaridad de los pueblos” tampoco hay almuerzo gratis. Pero en este caso el precio que se paga todavía es el de la depredación. Llevamos tiempo en eso, además sorprendentemente dóciles, o por lo menos, carentes de un liderazgo que llegue hasta las últimas consecuencias, sin “paradas de burro” ni transacciones inconfesables. Lo cierto es que el reyezuelo que nos tocó en suerte comenzó a depender crecientemente de las soluciones castristas, canalizadas a través de una especie de Compañía Guipuzcoana degradada a la explotación vil de un país por cuenta de otro, gracias al usufructo insano del poder. ¿Cuánto costó al país la estabilidad precaria de la revolución socialista del siglo XXI? ¿Cuánto costó la ofuscación con el voluntarismo castro-comunista, supuestamente bueno para todo en todos los ámbitos? ¿Cuánto nos sigue costando la permisividad ideológica de esa izquierda exquisita que se ha negado sistemáticamente a denunciar el vil papel de Cuba y la verdadera cara de la revolución venezolana? ¿Cuánto nos costó esa declaración serial de ser “partidos de izquierda” como lo hicieron todos los partidos de la alternativa, a excepción de Vente-Venezuela? ¿Cuánto nos costó la alineación fanática con Lula y el Foro de Sao Paulo?
Lo sorprendente es que ahora, cuando el hambre y la represión nos igualan en la nefasta experiencia totalitaria, algunos están comenzando a callar, otros a ceder, pero muchos siguen cabalgando en la fantasía de la connivencia, pensando que es posible sacar al comunismo por medio de elecciones, intentando ese otro saqueo tan peligroso, el de la sensatez. Un país se clausura así, con la traición de sus intelectuales, la aquiescencia de sus ciudadanos, la colaboración de sus élites, la confusión de parte de sus políticos, la obsesión irreductible por “el hombre fuerte” y la imposible realización del discurso revolucionario. La historia ha demostrado que toda trama similar termina en desventura, porque una y otra vez los marxistas obtienen cálculos malos en la aritmética social usada. Esa ecuación totalitaria que rechaza la propiedad, el mercado y la libertad termina dando como resultado violencia, escasez y pobreza. Insistir no la va a hacer más eficaz sino más devastadora.
@vjmc
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