Venezuela más allá del abismo


Venezuela más allá del abismo
Por: Víctor Maldonado C.
Twitter: @vjmc

La tragedia venezolana solo puede ser útil si la convertimos en la moraleja de una fábula. El socialismo del siglo XXI arribó al país sobre los hombros de un profundo resentimiento de las clases medias, y de su abisal incapacidad para comprender su historia. El pensamiento convencional estaba pleno de mitos sobre el papel redentor del estado, la desconfianza contra el emprendedor privado, la necesidad de que el gobierno arbitrara los recursos del país y la fe puesta en las posibilidades de realización del más irresponsable discurso populista. Una creciente e irreductible insatisfacción provocó que hubiera una negación social de los frutos del progreso acumulado y por lo tanto compraran tal y como vino aquella consigna de que “aquí se habían perdido cuarenta años”. Es imperdonable la ingenua ignorancia, así como también resulta patética la erotización de las cualidades sobrehumanas del “hombre fuerte”.

Orlando Avendaño, un joven periodista de 23 años se plantea las preguntas adecuadas en su ensayo “Días de sumisión: Cómo la democracia venezolana perdió la batalla contra Fidel”. Porque ese dictador caribeño fue el arquetipo que los venezolanos del siglo XX necesitaban para imaginar cuál hombre fuerte querían. Buena parte de la intelectualidad venezolana cayó a sus pies, no sabemos si porque esa intelectualidad era socialista, o si porque era tan débil de carácter que se dejó llevar por la moda. Vale la pena leer el libro, no solo por su riguroso análisis, sino por la protesta implícita de una generación de venezolanos que no dejan de asombrarse por tamaña estupidez. Allí hay claves que no se pueden despreciar.

Estado fuerte, líderes autoritarios, gobiernos fracasados. ¿Esa puede ser la secuencia? El estado patrimonialista venezolano detentó tanto poder que al final se volvió su víctima propiciatoria. El estado venezolano todopoderoso, dueño de los recursos del país y titular de un jactancioso discurso populista estaba condenado desde el principio. Todo estaba mal planteado alrededor de una oferta fraudulenta. El poder se asumió como capacidad para dar y quitar. Y los venezolanos se acostumbraron a esa dinámica perversa. Esa pretensión de los ciudadanos de que todo se podía disfrutar con tarifas y precios subsidiados fue la consecuencia de la deformación. Se asumió como real un país artificial, con una ficción de armonía, en la que el gobierno respondía concediendo lo demandado a la primera queja, lo mismo daba que fuera la gasolina, las tarifas de los servicios, o los créditos empresariales, terminando por malograr cualquier posibilidad del proyecto nacional sostenible. El populismo se devoró a si mismo. Pero recordemos siempre que no hay populista exitoso sin sociedades dispuestas a caer en sus brazos.

El proyecto populista siempre tuvo a la mano un chivo expiatorio: El empresario, que terminó siendo el culpable habitual de las imperfecciones del proceso. El régimen, que se asumió como el supremo protector de los pobres porque podían ser víctimas de la voracidad de los ricos, al final solo logró una peligrosa y perturbadora relación entre la imposibilidad de cumplir y las ansias voraces de vivir como en el primer mundo, pero sin el esfuerzo de los ciudadanos de los países desarrollados. Los gobiernos se convirtieron en los detractores del emprendimiento privado, reducidos a la falacia de ser especuladores de oficio, y la verdad es que resulta espeluznante el poder ver cómo las autoridades pretendían legislar hasta sobre los precios de las arepas y del pan. Nada es ajeno a la capacidad de intromisión de los gobiernos socialistas. Pero esta intrusión que asfixia el libre mercado siempre termina en escasez e hiperinflación, y en una tendencia imparable a construir una comunidad totalitaria cuyos ladrillos y cementos son precisamente las regulaciones y los controles. El mecanismo era dual: asfixia a los privados para lograr una “empresarialidad bonsay” y crecimiento imparable del tamaño y cobertura del gobierno.

Esto no se hico sin contar como apoyo con un proceso de deformación cultural masiva. Los discursos exaltadores de la riqueza fácil y de la renta petrolera creciente e infinita hicieron mella en la cultura nacional. Aquí todo el mundo se pretendía rico por el mero hecho de haber nacido venezolano. Aquí todo el mundo buscaba una explicación sobre las razones y los culpables de que esa riqueza no les hubiera sido otorgada todavía. Todo porque se vendió mal el proyecto nacional. Nunca se planteó un país de derechos y libertades. Nunca se atrevieron a proponer libre mercado. Nunca se liberaron las garantías económicas provistas por la constitución. Aquí en Venezuela gobernar es prometer a manos llenas, y desconfiar intensamente de la empresarialidad. Porque se tenía a la mano la renta petrolera, que se distribuía sin plantear como contraparte exigencias productivas, sin siquiera tener a la mano un presupuesto o un flujo de caja. Eso no podía concluir sino en endeudamiento y ruina, que provocaban a su vez ciclos de frustración que al final nos condujeron a esta barbarie explícitamente socialista. La república civil se desacreditó porque nunca tuvo el coraje de plantear una relación adulta con sus ciudadanos. Y cuando un grupo trató de hacerlo, comenzó la temporada de golpes de estado.

Porque la verdad es que Venezuela ha vivido desde principios del siglo XX una apoteosis socialista, que debía culminar con esta tragedia autoritaria que todos estamos sufriendo. Un gobierno diseñado para aplastar a los privados, concentrar los recursos y distribuir indebidamente la riqueza, debía terminar exterminado por sus delirios grandilocuentes, intoxicado de empresas públicas corrompidas, ineficaces y ruinosas, obras faraónicas que nunca se podían concluir, y compromisos incumplibles. Obviamente influyó el tener como ventaja la renta petrolera, a la que malversaron hasta hacerla inútil. Pero lo importante es el sustrato. Lo verdaderamente sustancial son las interrogantes que se plantean jóvenes como Orlando Avendaño. Detrás de los errores había una fatal e irresponsable entrega a una utopía, un ansia morbosa de buscar la cuadratura del círculo, de jugar a los vengadores de la historia, de autodestrucción que efectivamente terminó aniquilándonos. Orlando Avendaño tiene muchas razones en sus reclamos.

Volvamos al intento de sacar al menos una moraleja. En algún momento la fábula se devoró la realidad y ese estatismo comenzó a creer que era posible permanecer invicto sin el aporte del trabajo continuo y sistemático que es propio de los capitalismos. No en balde, eso era lo que se enseñaba y se enseña en las escuelas y universidades. Hace poco, en un foro al que fui invitado en la Universidad de Los Andes un alumno reclamaba la imposición de la economía marxista como materia obligatoria. Así podríamos pasearnos por todos los centros de educación superior, que todavía son iglesias del marxismo, mal enseñado y lleno de manuales escritos por resentidos. El socialismo es silvestre. El caudillismo se enseña en las edades más tempranas. El odio y la envidia contra cualquiera que tenga éxito forma parte de la cultura del venezolano. En colegios se cuenta un país de orígenes inexistentes y con una gesta heroica de la que somos deudores irredentos. En los colegios se insiste en la necesidad del hombre fuerte y en la virtud de las dictaduras militares, con esa estética de marchas superfluas y seguridad mítica que se ha vuelto una nostalgia nacional. Maestras incultas añoran la dictadura de Perez Jiménez. En las universidades el marxismo es la ley, y los profesores hacen gala de juguetear con sus categorías, negándose al debate y transformando al socialismo como el hallazgo científico más importante e irrebatible. La hipercrítica social no permite preservar los progresos y se provoca explícitamente una desazón de la que todos somos patrocinadores y víctimas. Y la contaminación religiosa, que falsamente indica que la riqueza es una lacra, mantiene como exigencia reivindicativa el donarla entre los más necesitados. Por eso los menos competitivos se sitúan en el flanco de los traicionados, esperando que alguien venga a enmendar esos entuertos. El populismo se ceba en esa predisposición a la venganza social, porque permite réditos de corto plazo, mientras que los empresarios aprendieron mejor que nada la necesidad de establecer relaciones de privilegio con los funcionarios públicos, y entre ambos fortalecieron relaciones mercantilistas con una gran capacidad de retroalimentación pero también de exclusión. El gran padre de la nación, el gobierno, además, pretendió crear empresas, financiarlas, hacerles el galpón y entregarles el negocio “llave en mano” a unos favorecidos, no por sus competencias emprendedoras sino por sus habilidades gestoras. La política era vista, no podía ser de otra forma, como un negocio sucio, opaco, y no como es realmente, un servicio público.

Desde esa relación tan marcadamente paternalista siempre se pretendió que nada de lo privado era genuinamente privado. Que todo había sido el resultado de una concesión graciosa, y que, así como se les había dado, también podía serles quitado. Los derechos de propiedad siempre fueron condicionados a la lealtad perruna, verdadero interés público. La teta rentística no se daba abasto para amamantar tanta dependencia y tanta voracidad. Cuando esa relación se degradó y se hizo imposible de sostener, comenzaron a convalidarse las conspiraciones y a plantarse como factibles las vías de hecho. Los que lo advirtieron, quedaron marcados como enemigos y terminaron siendo los perdedores tempranos de esta última etapa.

La libertad no se pierde de un solo golpe. Es una disminución gradual hasta que hace crisis. Tal vez comienza con una invalidación generalizada, un estado social de decepción inexplicable, una reláfica histórica llena de falacias y trampas argumentales, además contada en medio del gran hastío nacional. En nuestros países, las ofertas de cambio son siempre trampas abismales, porque ofrecen lo imposible y no lo apropiado. Hugo Chávez llegó en los hombros de esa sed insaciable de otra cosa, o si se quiere, encarnó el arquetipo terrible pero ansiado de caudillo, socialismo, exterminio y pueblo. El bárbaro perfecto, el comandante supremo, el Fidel de este lado del mar de la felicidad.
Lo cierto es que Orlando Avendaño, un joven de 23 años, tiene toda la razón cuando reflexiona y afirma que este país perdió la batalla contra si mismo. Hoy le pedía que no diera por concluido su ensayo. Que nos permitiera escribir un último capítulo, que bien podría llamarse “La Reivindicación”, porque más allá de este abismo el país tiene una nueva deuda histórica: el superar esta debacle y volver a edificar un nuevo proyecto de país, diferente, libertario, competitivo, pero sobre todo, esperanzador. Más allá de este abismo hay futuro.

@vjmc

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