El socialismo no es lo que promete
El
socialismo no lo que promete
Por:
Victor Maldonado C.
Twitter:
@vjmc
08/07/2019
Basta pasearse por el millón de
kilómetros cuadrados de devastación en que se ha convertido Venezuela para
sacar buenas cuentas. En veinte años de revolución lo único que han logrado sus
gestores es un país somalizado, violentado, destruido en sus capacidades
productivas, que ha estado veinte años encarando las arremetidas de un socialismo
radical, perfeccionado en su capacidad destructiva por la psicopatía castrista,
además inmerso en una cultura amoral, de saqueadores trogloditas que coinciden
en el botín, y que se dan por bien pagados si reciben al menos unas migajas de
la renta convertida en expoliación.
Eso si, como cabe esperar del
fracaso, nadie se hace responsable. De hecho, ni siquiera lo reconocen. El
socialismo es una excusa tras otra, una negación serial, una evasión
sistemática. Y en el caso de que la realidad los acose, cualquiera puede ser
culpable, pero ellos no, y la ideología tampoco. Ellos, cuando mucho podrán
decir que no han puesto suficiente empeño, o que no han sido suficientemente
radicales. Incluso que no han logrado instaurar el socialismo. Pero nunca, óigase
bien, nunca van a reconocer que el socialismo es un total y absoluto fraude.
Vamos a estar claros. La oferta
socialista es engañosa. Promete una reivindicación imposible, y dice que lo va
a hacer sin importar los cómo. Plantea una mayor prosperidad y justicia, incluso
tienen la desfachatez de ofrecer libertad “verdadera”, pero en realidad lo que
termina ocurriendo es la imposición de un régimen de servidumbre y miseria.
Reconocer la trama es esencial. Los
regímenes socialistas se apoyan en un discurso que descalifica de entrada al
sistema de mercado y repudia el rol del empresario. Por eso no hay régimen de
izquierda que no tome medidas enérgicas de intervención y confiscación de los
derechos de propiedad. Ellos, los cultores del fraude del “hombre nuevo” se
auto proponen como la clase esclarecida que tiene todas las virtudes y ninguno
de los vicios propios de la humanidad. Ellos dicen tener, además, más
conocimiento, más criterio, más integridad, y por lo tanto, los recursos y las
riquezas del país, a su cargo, están en las mejores manos posibles. Ellos
cometen el crimen de apropiarse indebidamente de la voluntad del pueblo, se
presentan como la encarnación del pueblo, a quienes ellos dicen personificar.
Por lo tanto, si ellos deciden, decide el pueblo. Obviamente eso ni es posible
ni deja de ser uno de los muchos abusos autoritarios que practican con total
desfachatez.
Y en boca de ellos, el pueblo
decide allanar la propiedad privada, descartar el libre mercado, convertir a la
libre empresa y a los empresarios en enemigos de la patria esclarecida, y al
capitalismo transformarlo en la gran enseña del mal mundial, al qué hay que
combatir por todos los medios. El problema de este enfoque lo advirtió Hayek en
su “Camino a la Servidumbre”: No hay libertad personal y política sin libertad
económica. No hay libertad sin el respeto por el individuo y sus capacidades de
emprendimiento. Por eso, más temprano que tarde, las experiencias de izquierda
terminan por convertir al ciudadano en un ser sin alternativas, sin posibilidad
de futuro, dependiente de la arbitrariedad del estado, un esclavo sin otra
opción que la desbandada o el silencio.
El socialista cree que sus
opiniones tienen el rango de “verdades científicas”. La verdad es que nada más
lejos del rigor epistemológico que este dogmatismo barbárico, incapaz de lidiar
con la realidad. Los socialistas son fundamentalistas de una falsa religión
cuyo panteón está rebosado de dioses falsos. Sus resultados se cuentan por millones
de muertos, oportunidades perdidas, éxodos dolorosos y generaciones completas
llenas de decepción y fracaso.
No hay socialismo que se lleve bien
con el hombre libre. De allí que se solace en la censura y cultive el silencio
de los demás. No tolera la alusión a la realidad ni soporta la disidencia. Lo
de ellos es el temerario juego cerrado de los fanáticos que se convalidan
mutuamente. La mentira es su código de honor. La violencia su único recurso.
Odian la independencia, repudian los arrebatos de libertad y militan en las
filas de la intolerancia radical. En eso consiste el estado totalitario que es
un atributo potencial en cada una de las experiencias socialistas y que, dadas
las circunstancias apropiadas, a veces se transforma en una pavorosa realidad.
La izquierda odia al
emprendedurismo. Ellos son los inventores del eufemismo de que “lo pequeño es
hermoso”. Si les corresponde transarse, prefieren pequeñas y medianas
iniciativas que cultivan como bonsáis, debidamente acotadas a cierto tamaño que
no les ofrezca el peligro de un masivo efecto demostración. Desde los inicios
su némesis ha sido el comerciante, el arquetipo del ser humano que rompe con el
conformismo y que se arriesga a regir sobre su propio destino. Ellos no pueden
convalidar la ética libertaria que propone a un hombre capaz de sortear
obstáculos y que puede canalizar su ambición para lograr el éxito. De hecho,
son palabras vetadas para uso personal. El éxito es colectivo, y la ambición es
solamente una desviación peligrosa que niega el dogma del estatismo como
esfuerzo de una totalidad para que prevalezcan las premisas del socialismo. En
el catecismo socialista la ambición es mala y la riqueza personal siempre es un
robo.
El socialismo es el sistema
político de la opresión. Hayek le confiere a Alexis de Tocqueville el honor de
haberlo visto de primero. Para fundamentar su opinión cita el discurso que el
pensador francés pronunció ante la Asamblea Constituyente el 12 de diciembre de
1848 y que versó sobre el derecho al trabajo. Vale la pena reproducir la cita
completa porque nos ayuda a comprender la dicotomía entre democracia y socialismo:
“La democracia extiende la esfera
de la libertad individual, el socialismo la restringe. La democracia atribuye
todo valor posible al individuo; el socialismo hace de cada hombre un simple
agente, un simple número. La democracia y el socialismo sólo tienen en común
una palabra: igualdad. Pero adviértase la diferencia: mientras la democracia
aspira a la igualdad en la libertad, el socialismo aspira a la igualdad en la coerción
y la servidumbre”.
Es conveniente abundar en el tema
de la igualdad. La propuesta socialista se funda en la envidia activa. Ellos
argumentan que no es válido el que unos tengan más éxito que los demás. Por lo tanto,
es legítimo que el estado aplique el rasero y favorezca a los que tienen menos
en desmedro de los que tienen más. Así ellos implantan la justicia expoliadora
que termina por ahuyentar la empresarialidad y acaban transformando el pais en
tierra yerma. Porque el funcionario carece del incentivo que permite que
florezcan las empresas. Ese incentivo es el lucro, que favorece a los más
competitivos. ¿Quieren un ejemplo? Las empresas públicas, siempre arruinadas,
permanentemente saqueadas, mantenidas por la fuerza de los impuestos o del
colapso monetario y la inflación.
La igualdad democrática es de otro
tipo y tiene otros supuestos. Se fundamenta en el estado de derecho como
sistema de normas y valores que son de aplicación universal, sin privilegios
indebidos, y teniendo el mérito personal como atributo indeleble y diferencial
de los individuos. La norma universal aporta racionalidad y previsibilidad al
orden social, no arbitrario y regido por medios legítimos y fines valiosos para
el ser humano. Es igualdad para competir, no para ser asimilados por un régimen
que insiste en “pensar y hacer por uno”, y que al final tiene como resultado la
esclavitud del colectivismo.
La experiencia de los socialismos
reales es terrorífica. El Libro Negro del Comunismo coordinado por Stéphane
Courtois, director de investigaciones del Centre National de la Recherche Scientifique,
sumó más de 120 millones de muertos. En la China de Mao cerca de 82 millones.
En la URSS aproximadamente 22 millones. Y así, cada vez que el comunismo se hace
presente, se hace acompañar de siete plagas contemporáneas: La muerte, la
persecución, la cárcel injusta, el hambre, la ruina, la censura y el despojo de
la propiedad. Toda esta aniquilación porque unos pocos “esclarecidos”
decidieron planificar la libertad de todos, haciéndonos a todos iguales en el
sufrimiento y la miseria. Personas concretas quisieron obligar a todos a creer
en una falsa utopia, o morir. O se plegaban o caían víctimas del terror.
¿Alguien puede sentirse feliz con eso? La felicidad es la gran ausente, porque
no se puede ser feliz si primero no se es libre.
¿Qué valores albergará el alma de
quien prefiere defender su revolución antes que salvar vidas? ¿Qué moral tiene
aquel que, consciente del colapso del país, grita con desespero “pero tenemos
patria”? ¿Cuál patria es esa que niega derechos, asola a sus habitantes, y los
somete a una penuria tras otra hasta hacerlos claudicar? Hay respuesta: La gran
patria socialista.
Detrás de tantos malos resultados
hay una falsa premisa. Que se puede ser exitoso planificando centralizadamente la
economía para optimizar la justicia social. Además, que puede hacerse economía
sin competencia. Con esto afectan el mercado, castran los incentivos del
emprendedor y cercenan las libertades individuales. Porque eso que los
socialistas llaman justicia social es un eufemismo para hacer transferencias
indebidas entre los grupos mas competitivos de la sociedad hacia una burocracia
que dice hacer redistribuciones perfectas, cuando lo cierto es que son una
instancia corrupta y violenta que comienza rápidamente a ser un fin en sí
mismo.
Cuando no se respeta la lógica del
sistema de mercado, y se pretende implantar la preponderancia de una arrogancia
que termina siendo fatal, se afecta una condición esencial para la creación de
riqueza. Hayek lo plantea mejor que nadie: “la principal condición en que
descansa la utilidad del sistema de la competencia y de la propiedad privada consiste
en que el propietario se beneficie de todos los servicios útiles rendidos por
su propiedad y sufra todos los perjuicios que de su uso resulten a otros”. El
que arriesga es responsable y se lucrará o se perjudicará dependiendo de cuan
exitoso sea su emprendimiento. Lo que no tiene sentido es el socialismo
interventor, y tampoco el falso capitalismo de compinches que protege a los
perdedores y persigue extinguir el éxito de los que hacen buenas empresas.
George Orwell lo especificó
bastante bien en su libro Rebelión en la Granja. Muy pronto el cerdo Napoleón
terminó enmendando el famoso decálogo de su igualdad para determinar qué ellos,
los que controlaban el poder y ejercían la violencia, eran más iguales que los
demás. Y, por lo tanto, merecedores de privilegios y reconocimientos. La
imposible e inexistente justicia social es una excusa para ejercer el
resentimiento y terminar por arruinar a los países. Porque no hay excedentes
que antes no se deban producir. Porque nadie produce nada si no tiene
expectativas de lucro. Y porque la mentalidad burocrática, fundamentalista en
la lealtad al partido, no tiene cómo sustituir o encajar en la personalidad
emprendedora, arriesgada y tenaz.
Los resultados están a la vista.
Venezuela es la última de sus vidrieras. Los enemigos de la competencia
terminan siendo los valedores de la servidumbre colectiva. Esa es la verdadera
cara de los socialismos, independientemente de cómo quieran llamarse. Algunos
ilusos pretenden decir que esto no es socialismo. Que es otra cosa. Pregúntense
ustedes cómo debemos llamar a un regimen si practica la planificación central,
estatismo, intervención del mercado, persecución a los empresarios, obsesión
por la igualdad, desapego por el bienestar de los ciudadanos, y todo esto
escondido bajo el manto de un encendido discurso revolucionario y una devoción
impúdica por todo el santoral comunista. Todos son castristas, todos alguna vez
fueron erotizados por Fidel, el Che, Mao, Stalin, Lula, Chavez, Evo o los
comandantes Sandinistas. Todos dicen ser orgullosamente izquierdistas. Todos se
conmueven al designarse progresistas. Todos son ciegos ante los desmanes de sus
ídolos.
Toda esa intelectualidad cursi, los
que ejercen el perdonavidismo militante, que preferirían mantener al país
esclavizado antes que pedir ayuda a Estados Unidos, remendadores del crimen,
apaciguadores a disposición de la infamia, prefieren sentarse a negociar con el
régimen antes que reconocer el reiterado y fatal fracaso del socialismo.
Algunos todavía piensan que todas
esas promesas de redención son posibles y que el socialismo es el camino para
alcanzar la felicidad de los pueblos. Piensan entonces que el Foro de São Paulo
es un punto de encuentro, y ven con gentileza las imposturas contra el
imperialismo a la vez que aplauden a rabiar el respaldo a las tiranías. Allí
respaldan a Lula a pesar de ser un vulgar ladrón y corruptor conspicuo de la política
latinoamericana. Allí aplauden la falsa integridad de la Bachelet, y se alegran
con la siguiente teoría conspiparanoica que los exime de cualquier
responsabilidad sobre los desmanes que ellos, y solo ellos, han provocado.
Allí, en el Foro de São Paulo, respaldan al
socialismo del siglo XXI y advierten contra el retroceso del progresismo en el
continente. Les asusta la libertad, se llevan mal con la verdad y están
buscando un nuevo proxeneta que les permita vivir un episodio tras otro de la
misma psicodelia. Por supuesto, vienen a reunirse en Caracas, una ciudad que ve
morir a sus niños, que no puede defenderse de la violencia, donde ancianos han
quedado solos gracias a la desbandada y el éxodo de sus hijos. Sin luz, sin
agua, sin servicios, sin felicidad. Y vienen ellos a ratificar que el
socialismo es el camino. Este socialismo, que como ya dijimos es el único
posible, a pesar, insisto, de la cursilería de ciertos intelectuales que
quisieran ser ellos junto a una nueva camada de líderes quienes intenten
reivindicar una idea tan loca.
Lo cierto es que el socialismo no
resiste el mínimo análisis de viabilidad. Venezuela es la última de las
desgracias que han provocado los enemigos de la libertad. Porque el socialismo
no termina siendo lo que promete. No nos hace iguales, nos reduce a la
servidumbre. No nos hace felices, nos reduce al miedo. No nos da bienestar, nos
reduce al hambre, la enfermedad y la muerte. Es la traición de Leviatán, es su
verdadera cara, la que obliga a la lucha por la supervivencia y transforma
nuestras vidas en sórdidas, pobres, breves y brutales.
Por mi parte, deploro las alucinaciones
intelectualosas, la obligada confusión entre pueblo y turba, y las
congregaciones de la mentira. El tener que tolerar el Foro de São Paulo
sesionando sus farsas, celebrando nuestro derrumbe, respaldando a la tiranía, aplaudiendo
sus ocurrencias, convalidando sus falacias, es una demostración más de qué hay
que ser más disciplinados en el sentido de realidad y mucho más preocupados por
las lecciones que nos da la historia. La experiencia de la libertad siempre es
precaria. Hay que defenderla y reafirmarla constantemente.
Porque esta revolución de los
esclarecidos tiene en su ADN una predisposición por las medidas extremas. Ellos
creen que el exterminio es absolutamente necesario para refundar la humanidad y
darle espacio al hombre nuevo. Empero, la experiencia indica que lo único que
ocurre es un intento brutal de exterminio de todo aquel que no se somete. Ese
hombre nuevo que ellos dicen ser es monstruoso y trágico, porque tarde o temprano
cae víctima de sus propios errores. En ese momento, la libertad, aun
maltratada, lucha de nuevo por florecer. Vivimos precisamente esta época y esta
posibilidad. Ya el sistema no resiste más manipulación del lenguaje. No hay
forma de soportar un abismo mayor entre lo que prometen y la realidad que
provocan. Entonces, ese darse cuenta favorece el coraje para impulsar el cambio,
sí y solo si, tenemos la claridad para intentar el contraste.
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