El orden social de la libertad
El orden social de la libertad
por: Víctor Maldonado C.
e-mail: victormaldonadoc@gmail.com
Twitter: @vjmc
Soñar no cuesta nada. Pero tenemos el deber moral
de visualizar las condiciones en las que podemos garantizar un país mejor. Si,
mejor que el fraude populista, la ruina socialista, el autoritarismo comunista
y la irresponsabilidad con la que se ha entregado Venezuela a una subasta a
favor de un ecosistema criminal que se está jugando a los dados porciones de
territorio y de los recursos del país. Si, mucho mejor que esta inestabilidad
constante, esta negación perenne de un futuro que no se puede conjugar, porque
sin reglas claras, derechos de propiedad vigentes y seguridad ciudadana
garantizada todo se traduce en llanto y crujir de dientes. Si, mucho mejor que
la factura propositiva de la clase política venezolana, cuyo pedigrí socialista
no les permite sino pensar en términos de gobierno extenso, mucho poder en
manos de los burócratas y toda la capacidad de maniobra para resguardar al
gobierno a pesar de que por esa razón se atropelle al ciudadano. Si, mucho
mejor que el lodazal de la complicidad, la corrupción, los malos manejos y el
tener que tolerar sin rechistar el enriquecimiento inexplicable de los que
deberían ser funcionarios y servidores públicos probos y modestos. Si, mucho
mejor que la ruina de las universidades, la desbandada de profesionales, la
descapitalización del talento, y el deterioro del salario.
Pero para tener un país mejor tenemos que intentar
rupturas radicales con lo que hasta ahora hemos sido, pero también como hasta
ahora hemos concebido el país. John Rawls diría que tendríamos que comenzar a
ser racionales y razonables. Se es racional cuando se conciben y se
persiguen los bienes particulares sin que medie coerción alguna ni patrón
impuesto por otra fuerza o capacidad que la propia. El hombre racional aspira a
ser libre y entiende que su libertad no es otra cosa que el intentar realizar
el propio proyecto de vida, siempre y cuando ello no signifique desmejorar o
afectar a nadie. Se es razonable cuando se tiene un sentido del deber y
de la justicia, cuando se ejerce la ciudadanía, se practica la compasión como
valor personal y se exige al mandatario que se concentre en la tarea de
garantizar a todos el bien común, entendido como (1) el disfrute de las
libertades básicas a la vida y a la propiedad, (2) la libertad de trabajo y de
movimiento, porque nadie debería verse en condición de esclavitud o
confinamiento, (3) el relevo y la alternancia democrática que permitan a todos
los que se lo propongan el ejercer cargos de responsabilidad, (4) la garantía
social de que cualquiera pueda generar ingresos y riquezas y, (5) una vivencia
social que garantice las bases de la dignidad de la persona y el autorrespeto.
Los buenos proyectos aseguran la libertad. Los
malos proyectos arman ingenierías sociales insostenibles, con estados extensos
y entrometidos, que al final son tan costosos que terminan allanando las
posibilidades de los ciudadanos. Por eso mismo, luego de haber sido
esclavizados por el socialismo del siglo XXI, deberíamos pensar en el qué hacer
cuando esto pase. Incluso, deberíamos tener a la mano argumentos muy
convincentes para exigir una ruptura radical con este estado de cosas. Los
que prometen encargarse del país sin romper con el socialismo del siglo XXI nos
están ofreciendo cambiarnos unas cadenas oxidadas por otras relucientes. No
hay forma alguna de administrar el socialismo en beneficio de los ciudadanos.
Los que digan que si pueden que digan cómo con el mismo diseño destruccionista
pueden estabilizar la economía, resolver el colapso de los servicios y generar
confianza estable para que vengan nuevas inversiones. O cómo pueden recuperar
al país del clima de inseguridad, violencia e impunidad que suma cientos de
miles de muertos y millones de desplazados. Que traten de convencernos de cómo
van a lidiar con una nómina de más de tres millones de empleados públicos y un
desempleo en el sector privado que es inconmensurable. O cómo van a
convencernos de que un nuevo bolívar puede ser más eficaz que una dolarización
que reconozca el derecho de los venezolanos a no dejarse robar el producto de
su trabajo y sus esfuerzos para ahorrar algo. Nada de lo que hasta ahora se ha
intentado sirve. Hay que desecharlo.
Recuerden siempre que los buenos gobiernos trabajan
con tres prioridades que no son ni siquiera conmutables: Trabajan primero que
nada para garantizar la vigencia de la libertad. En segundo lugar, se proponen
generar un marco de condiciones que permitan la igualdad de oportunidades, y
eso solamente es posible mediante estado de derecho, reglas del juego claras, y
la evitación de relaciones clientelares y el establecimiento de privilegios.
Reglas claras, pocas reglas, y la preeminencia de la lógica del servicio
público por encima de cualquier pretensión de poder. En tercer lugar, para
generar nuevas oportunidades a los que tienen menos capacidad de origen para
hacerlo por su propia cuenta. Es lo que John Rawls llama el “principio de la
diferencia”, que se debe practicar sin afectar ni la libertad ni las reglas del
juego institucionales. A ningún gobierno le debería estar permitido juguetear
con el populismo, practicar la demagogia, y ofrecer lo que no puede pagar sin
violentar el derecho de los demás.
Estas consideraciones deberían conducirnos a ciertas
exigencias concretas. La primera de ellas, un gobierno limitado a lo básico.
La segunda, una economía libre de la manipulación monetaria populista,
preferiblemente dolarizada. La tercera, un país sin empresas públicas y
sin caer en la demagogia barata de que hay unas que son estratégicas y que
deben por lo tanto estar en manos del estado. La cuarta, “despatrimonializar”
al estado venezolano y dejar de verlo como el dueño exclusivo de los
recursos del país. No solamente porque eso aplasta al ciudadano, sino porque
esa es la causa raíz de la corrupción y el autoritarismo en el ejercicio del
gobierno. La quinta, un país desregulado, derogando toda la legislación del
socialismo del siglo XXI. La sexta, un país sin censura, sin
adjetivos a la libertad de expresión, sin entidades y agencias reguladoras, y
con un gobierno sin la posibilidad de cerrar emisoras, canales de TV o bloquear
redes sociales.
La séptima, una economía de libre mercado
con respeto por los derechos de propiedad. Sin proteccionismos inexplicables ni
ventajas a empresas nacionales. Ni subsidios ruinosos, ni tarifas o precios
controlados. Competencia plena a favor del ciudadano consumidor. La octava, un
mercado laboral desregulado, que priorice y favorezca las nuevas
inversiones, revitalice el ánimo emprendedor y la generación de nuevos empleos
bien remunerados. La novena, nuevas reglas del juego democráticas que
respeten la autonomía de los poderes públicos, seleccionen a sus integrantes
por probidad y credenciales y no por cupos partidistas, y en donde nunca más
haya reelección para los cargos ejecutivos. Descentralicemos el gobierno, apostemos
a las instituciones y deroguemos los caudillismos.
La décima, un mercado político abierto a todas
las opciones democráticas, pero restringido para el socialismo autoritario,
violador de derechos, saqueador del país y socio principal del ecosistema
criminal. Undécimo, un gobierno que practica la subsidiariedad pero que
renuncia a ser hegemónico en ningún sector o territorio. Se debe innovar en
soluciones eficaces para que todos los ciudadanos acceso a servicios públicos
de calidad, tomando en cuenta que solamente las sociedades que producen riqueza
y bienestar son capaces de atender bien los requerimientos de sus ciudadanos.
Duodécimo, un país que es compasivo con los miembros de la sociedad menos
favorecidos, pero cuyo propósito no es hacer demagogia con la pobreza de sus
ciudadanos sino producir condiciones para que ejerzan su derecho a ser libres,
construir sus proyectos de vida y ser beneficiarios de un país de
oportunidades.
Por eso, cuando se habla del cese de la usurpación,
primer paso lógico e inconmutable, se tiene que referir a una ruptura histórica
con las bases concretas del socialismo, el caudillismo, el populismo y el
patrimonialismo. Un gobierno de transición tiene que enfocarse en medidas de
corto plazo para restaurar las libertades perdidas, restituir la justicia,
recomponer transitoriamente los poderes públicos, y concentrarse en posibilitar
elecciones libres y competitivas. Solamente cuando tengamos un gobierno
democrático y legítimo podremos refundar el país y conducirlo por la ruta de la
libertad y la prosperidad.
En el transcurso hay que cuidarse de las viudas del
estatismo, y de los nostálgicos del populismo socialista. No hay atajos al
replanteamiento radical de nuestras reglas del juego. No solamente porque vamos
a recibir un país saqueado, sino porque no merecemos volver a comenzar una
etapa de lo mismo que nos ha conducido hasta aquí. El desafío es no volver a
endosar a nadie la garantía de nuestras libertades. Nadie es lo suficientemente
confiable. Nadie merece tener tanto poder como para hacer con la sociedad lo
que se le antoje. Tampoco una mayoría que siempre va a ser circunstancial.
Por eso los consensos y los mandatos tienen que ser claros: gobierno limitado y
gobernantes por tiempo limitado. Poder
limitado, rendición de cuentas ante poderes públicos independientes, y
responsabilidad ante tribunales competentes y probos. Porque el poder es una
tentación peligrosa y muy fácil de corromper.
Lamentablemente estamos lejos del cese de la
usurpación. Los mandatarios que elegimos para la tarea (el inefable G4 y su
carnal el Frente Amplio) nunca asumieron como propio el proyecto de superar el
socialismo. Lo de ellos siempre fue intentar, mediante diálogos, negociación y
negociados, intentar una connivencia más amable para todos ellos. No tuvieron el
coraje de intentar la ruptura, sino que pretendieron un mero e irrelevante
relevo en las posiciones. Se nota con doloroso esplendor en la gestión de
CITGO, Monómeros Colombo-Venezolanos, Alunasa, la ansiosa trama alrededor del
pago de los bonos, la precoz intentona de refinanciación de la deuda y los
malos manejos de los fondos (muchos o pocos) para la ayuda humanitaria. El
poder corrompe, por eso lo mejor es conferir poco poder al mandatario y
exigirle rendición de cuentas, cosa que inexplicablemente rehúyen nuestros
líderes políticos. Esa es, precisamente, la premisa de los totalitarios que
dicen ser los heraldos de la libertad, pero que en realidad la extinguen; dicen
respetar la propiedad, pero lo que verdaderamente hacen es expoliarnos a todos.
Porque su proyecto no es otro que su propio poder ilimitado, a veces disfrazado
de “justicia social” que no es tal cosa, que no existe en realidad, porque sin
libertad todo lo demás es imposible.
Pero advierto, el proyecto y el desafío de la
libertad no se agota ni se extingue con el fracaso real o aparente de Guaidó.
Si fracasa, fracasan él y la plataforma que lo hizo venirse abajo, pero de
ninguna manera el país. Los ciudadanos seguiremos intentándolo, tal vez con más
heridas y muchas cicatrices, pero con más claridad de propósitos. Si fracasan
ellos vendrán otros por la revancha. Así
que adelante porque como lo dijo maravillosamente Jorge Luis Borges “Nadie es
la patria. Ni siquiera el tiempo cargado de batallas, de espadas y de éxodos”.
@vjmc
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