¡Hasta la libertad siempre!
¡Hasta la libertad siempre!
por: Victor Maldonado C.
e-mail: victormaldonadoc@gmail.com
Twitter: @vjmc
02/09/2019
El título del artículo se lo debo a Javier Milei,
(en Twitter @JMilei) economista libertario argentino, crítico feroz del estado
y de los estatistas. Y viene al caso, no solamente por lo que está ocurriendo
en Argentina, sino porque Venezuela se ha convertido en el epítome de todo lo
que se puede hacer mal. Los liberales pretendemos algo sustancialmente
diferente a los gobiernos extensos que terminan arruinando a los ciudadanos.
Los liberales no apostamos a la grandilocuencia llevada a los extremos del
populismo. Sabemos que los problemas no
se resuelven por decreto gubernamental, y también damos por descontado que las
grandes burocracias rápidamente encallan en la ineficiencia. El estado no es
dios, no resuelve todos los problemas, no puede ser el ídolo omnipresente y
omnisapiente que ofrece cualquier cosa sin considerar que al final “alguien
siempre paga el almuerzo”. Y por lo general los pagamos los ciudadanos en
términos de inflación, impuestos y saqueo de los recursos del país.
Cada vez que un gobierno socialista (socialista de
hecho, aunque tenga un discurso liberal) tiene que pagar la nómina de una
empresa improductiva, apela al derecho autoritario, producto del uso indebido
de la fuerza, para manipular la moneda y subir los impuestos. Entonces, los
manganzones que cobran completo su salario, sin compromiso de productividad, no
deben sus ingresos al gobierno irresponsable, sino a los ciudadanos más
productivos a quienes se nos arrebata parte de nuestra capacidad para generar
riqueza con el fin de financiar la falacia de la justicia social. Siempre sale
alguien advirtiendo que no se puede ocasionar la desgracia del desempleo a
millones de empleados públicos que sufrirían tal atrocidad si se cierran las
empresas que ya están quebradas. El argumento de la justicia social encubre la
cobardía de un gobernante a quien le aterra tomar decisiones impopulares en el
corto plazo, y que no está dispuesto a esperar los beneficios del mediano
plazo, tal y como lo lograron Margaret Thatcher o Ludwig Erhard.
En el caso venezolano, más de quinientas ficciones
de empresas públicas, que no producen nada, pero que tienen una nómina abultada
de militantes revolucionarios cuyo único mérito es la lealtad perruna a un
proceso imposible de realizar. Lo mismo ocurre cuando el gobierno socialista
decide unilateralmente el salario mínimo, cuando otorga beneficios, ofrece
subsidios, regula tarifas o regala el costo de los servicios públicos.
Redistribuye indebidamente, agrede los derechos de propiedad, desestimula la
inversión, asfixia el ánimo emprendedor y ahuyenta el talento innovador. Se
empobrecen los países, cae la producción, el socialismo incrementa la espiral
populista de decisiones y reasignaciones unilaterales, provoca inflación,
incrementa los impuestos a “los ricos” y cae en la espiral de la demagogia, la
búsqueda de un chivo expiatorio y la destrucción social. En el camino hay más
de un preso de conciencia, más de un exiliado, desbandadas de ciudadanos
emigrando para huir del caos, y una lógica autoritaria que de tanto
retroalimentarse termina conformando una comunidad totalitaria de la que a
veces es difícil salir.
Yo concuerdo con Mises cuando define al estado como
un aparato de compulsión y coerción cuya característica principal consiste en
compeler al pueblo, mediante la amenaza o el uso de la fuerza, para que se
comporten de manera distinta a la que quisieran. Nadie quiere que lo expolien,
nadie está interesado en mantener parásitos sociales, nadie tiene una especial
vocación de enmendarle la plana a los que no han sido capaces de ser
responsables de sus propias decisiones de vida. No renunciamos a la cooperación
social, pero repugnamos que sea sustituida coactivamente por un régimen que
pretende decidir qué es lo bueno y qué es lo malo, y hasta donde debe llegar
nuestra capacidad filantrópica. En dos cosas tiene absoluta razón Javier Milei:
la redistribución del ingreso es un acto violento, y la generosidad
gubernamental es una farsa porque “con el culo ajeno somos todos putos”. Es muy fácil ser espléndido con el dinero de
los demás. Y esa dadivosidad burocrática se acaba cuando los funcionarios son
obligados a poner su dinero allí donde ponen su boca.
Los liberales no creemos en gobiernos grandes. No
creemos en gobiernos titulares de empresas, nos repugna el capitalismo de
estado, y no confiamos en el talento y la probidad de nadie que quiera
manipular la moneda. Por eso lo primero que hay que aclarar es que el gobierno
del presidente Macri nunca fue liberal. Es, eso sí, un gobierno de gente
decente, con un líder simpático y cercano, respetuoso de la ley, incapaz de
allanar la independencia de los poderes públicos, pero que en el plano de la
economía no fue capaz de tomar decisiones audaces, no quiso correr el riesgo de
la ruptura radical con la inercia estatista, pensó que si lo hacía no llegaba
al final, y cayó víctima del peronismo espectral que ha cautivado y castigado
la suerte de los argentinos por tantos años. Corrió la suerte de los tibios, en
Venezuela decimos que “no fue ni chicha ni limonada”. Además, lo hizo
conociendo los riesgos, porque la comunidad argentina de pensamiento liberal se
lo advirtió muchas veces, al final incluso con mal humor. Javier Milei entre
otros, señalaron que por la ruta de las reformas progresivas no iba a llegar a
ningún lado. Y así fue. El país luce desencantado porque en política “obras son
amores y no buenas razones”. Y le faltaron decisiones audaces.
Cuando los liberales hablan de límites se refieren
al encuadre que, entre otros pensadores austríacos, aporta Mises, “el estado
tiene la tarea de proteger la vida, la salud, la libertad y la propiedad de los
ciudadanos contra la agresión violenta o fraudulenta”. Pero no a cualquier
costo, porque debe hacerlo dentro de un sistema de propiedad privada de los
medios de producción, que es lo mismo que decir “en el marco de una sociedad de
mercado”, y respetando los principios de la democracia, velando por las
garantías ciudadanas, estimulando y practicando la tolerancia entre los que son
diversos, y aspirando a que se mantenga la paz entre las naciones.
La monstruosidad burocrática, ese leviatán inmenso
que se despliega sobre todos nosotros para hacernos todo lo infelices que
podemos llegar a ser, necesita ser amputado radicalmente. Y esto requiere
superar dicotomías hasta ahora indisolubles. La primera exige tomar decisiones
de privatización y evitar por todos los medios el fomento del estatismo. No hay
sector que pueda ser tan estratégico como para que no pueda ser gestionado por
los privados en competencia abierta. En el caso venezolano todos los servicios
públicos son monopolio del estado, pero ninguno sirve. Esta situación de
colapso ha permitido experimentar que, incluso dentro de la lógica de mercados
negros y grises, los privados resuelven mejor, aun en condiciones de mercado
asfixiado. Los ciudadanos liberales preferimos interactuar lo menos posible con
el gobierno.
La segunda dicotomía exige decidir entre disciplina
y austeridad fiscal por una parte y la falsa estimulación del crecimiento a
través del gasto público creciente. Obviamente es más sano reducir el gasto del
gobierno, evitar su endeudamiento y mantener los impuestos bajos que ese festín
irresponsable de despilfarro, sobrecostos y corrupción que al final tienen
consecuencias trágicas para el país. La tercera requiere que tomemos partido entre
sistema de mercado y la tentación del intervencionismo, que muchas veces, y
para el perjuicio de todos, gana de mano el estado policial de la economía. A
mayor intervencionismo hay menos señales estimulantes para el ánimo
emprendedor. Allí donde el gobierno se entromete suben ominosamente las
dificultades para crear empresa y generar empleos, perdiendo de esta manera
todos menos el gobierno que se vende a si mismo como el desiderátum de la
justicia social. ¿Cuál justicia social se aplica al regular tarifas, congelar
precios y decidir arbitrariamente los salarios? porque como es bien sabido,
nadie, ni el estado más totalitario puede obligar a la empresarialidad en
ausencia de lucro, rentabilidad, competencia y garantías de derechos de
propiedad.
En el caso venezolano este intervencionismo nunca
dejó crecer el número de empresas, y luego acabó con las que había hasta llegar
al nivel que hoy exhibimos, con más de dos tercios desaparecidos y cinco
millones de venezolanos talentosos fuera del país. Finalmente, todo gobernante
debería poder resolver la contradicción que se le presenta entre el populismo
paternalista y la posibilidad de respetar el derecho de los individuos el
derecho a tomar sus propias decisiones. O si se quiere, si el gobierno tiene la
disposición de garantizar la libertad individual con la concomitante
responsabilidad de cada uno sobre las consecuencias de sus propios actos, o
comportarse como una mamá gallina que intenta, al costo de quebrar el país,
conceder una cobertura que castra al individuo de su potencial productivo.
Como contraparte a la disposición de los gobiernos
para hacer bien su trabajo se requiere una sociedad de adultos responsables y
no montoneras infantilizadas y erotizadas por Perón, Evita, Hugo Chávez, o
cualquiera de los demagogos que cada cierto tiempo vienen desde el mismísimo
infierno a realizar el mal entre los hombres. La tentación siempre está
presente, por eso debe ser incansable el debate de las ideas y el esfuerzo
educativo que implica el contraste entre la vida miserable que provocan los
regímenes socialistas y la inmensa satisfacción de vivir y disfrutar de la
libertad.
@vjmc
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