Los farsantes
por: Víctor Maldonado C.
Twitter: @vjmc
17/09/2019
Un
farsante es aquel que finge lo que no es o lo que no siente. Y lo hace para
lograr un propósito que no puede ser bueno porque desde la mentira no se
construye nada que pueda ser virtuoso. Tal vez por eso el octavo mandamiento
exige “no levantar falsos testimonios ni decir mentiras”. Hay farsantes que se reinventan como mito de
sí mismos, exageran sus propias condiciones y ofrecen fraudulentamente una
narrativa o unos resultados que son imposibles, pero con el cual logran
embaucar a los más incautos. Hay otros que enarbolan falsas soluciones
políticas detrás de las cuales encubren pactos secretos inconfesables como la
repartición indebida del poder, la expoliación de la legitimidad y el derecho
de los ciudadanos a vivir en libertad y elegir a sus mandatarios con garantías
de respeto de su decisión. En el socialismo abundan expresiones matizadas de
ambos tipos.
El
ejercicio maduro de la ciudadanía tiene que estar prevenido contra la doblez.
José Luis López Aranguren aludía con esa palabra a los que “obran con astucia,
dando a entender lo contrario de lo que se siente”, como cuando un político
jura solemnemente hacer una cosa cuando en realidad hace otra absolutamente
diferente. Hay culturas políticas, como la que priva en Venezuela, donde se le
rinde homenaje “al vivo”, al “pájaro bravo”, una forma de hacer las cosas donde
todo es relativo, porque lo que se celebra es el sacar ventaja, el subvertir la
ley y el practicar la fuerza de los hechos cumplidos. Es la jungla donde el
abusador reina en la cúspide de la pirámide de los depredadores, saliéndose con
la suya, sin importar las formas, los cómo ni los por qué.
En estos
casos los medios y los fines pueden estar totalmente desconectados moralmente;
todo vale la pena intentarlo, y nunca se es plenamente responsable de las
consecuencias de los propios actos porque “aquí, en estas condiciones, nadie
puede comportarse honorablemente…”. Esa es la justificación, todos somos
iguales, todos sacamos provecho, y el que no lo hace, es un tonto redomado (que
en el caso venezolano se les llama “pendejos”). Axel Capriles nos regala una precisión que es
indispensable para nuestros efectos: En cuanto a la figura del pícaro, “si el
héroe remite a códigos de honor y dignidad, a gestas valerosas e ideales
excelsos, el pícaro nos lleva a lo más bajo, nos hunde en la miseria, en el
engaño, en la mentira y la deshonra”. Y así nos sentimos todas las veces que
vemos que el escenario político está lleno de sobrevivientes, rufianes y
cínicos que no tienen peso, que son tan leves como su falta de integridad y tan
tibios como su propia incapacidad para tomar una decisión con rectitud.
Debo
decirlo, el trato ofrecido por los negociadores del presidente Guaidó, en la
mesa de diálogo establecida con el régimen usurpador bajo los infames auspicios
del reino de Noruega, es una demostración terrible de lo dicho: Habiendo jurado
defender el estatuto de la transición que es ley de la república, negociaron
sus supuestos bajo los infernales tonos de unas votaciones pactadas donde el
que debería presidir la transición estaba dispuesto a entregar el poder a una
junta en la que supuestamente iban a estar unos y otros, supuestamente
equilibrados por los mismos militares que hasta la fecha han sido incapaces de
garantizar la mínima probidad y que todos los días juran varias veces ser revolucionarios,
socialistas, chavistas, maduristas y recalcitrantemente antidemocráticos. El
haber pensado en esa propuesta, mejor dicho, el haberlo dado por sentado, es
perjurio contra la decisión innegociable de la asamblea nacional que lo designó
como presidente y lo proveyó con un estatuto donde eso no estaba de ninguna
manera previsto. Y los ciudadanos apoyamos esa decisión sin incisos, y en
ningún momento lo empoderamos para esas decisiones que, casualmente, parecían
convenirle a él, transformado en candidato supuestamente popular e imbatible. ¡Tío
Conejo al acecho! pero creyendo que iba por lana, otra vez salió trasquilado.
Porque el
pícaro está allí, creyendo que, por la vía de la violación de la ley, por la
ruta de torcerle el pescuezo al estado de derecho, de violar los pactos, de
decir una cosa y hacer otra, puede sortear obstáculos de la magnitud del
ecosistema criminal que además confunden con fiel y leal interlocutor. Detrás
de esa locura está la preminencia de un arquetipo que pretende la trampa, el
juego de manos y el falso heroísmo del que sostiene que él si puede hacerlo
porque la fortuna está de su lado. Aclaremos de nuevo por la vía de la
reiteración: el presidente Juan Guaidó, su presidencia interina, está regida
por un acto normativo llamado “Estatuto que rige la transición a la democracia
para restablecer la vigencia de la constitución de la república bolivariana de Venezuela”.
Dicho estatuto fue decretado por la Asamblea Nacional de la República Bolivariana
de Venezuela, con base en los artículos 7 y 333 de la Constitución. Eso ocurrió
el día 5 de febrero del año 2019. Y en su artículo 4 dice: “El presente
Estatuto es un acto normativo en ejecución directa e inmediata
del artículo 333 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela.
Los actos dictados por los órganos del Poder Público para ejecutar los
lineamientos establecidos en este Estatuto también están fundamentados en el
artículo 333 de la Constitución y son de obligatorio acatamiento para
todas las autoridades y funcionarios públicos, así como para los particulares”.
Ni el presidente Guaidó, ni la Asamblea Nacional, ni los diputados de esa
asamblea constituidos como comisionados y negociadores, ni nadie puede violar
la ley, y el estatuto es una ley.
El
pícaro, ese “pájaro bravo” tiene alas cortas y metas más cortas aún. En su
momento denunciamos que lo que verdaderamente movía a Guaidó era ser candidato
a unas votaciones cuyo triunfo lucía imposible. Pero así se comporta el “tío
conejo arquetipal”, intentando lo imposible para ver qué pasa, con la ligereza
del temerario que despacha sus asuntos con un “y luego vemos la próxima jugada”
en la que son capaces de “volver a jugarse a Rosalinda”, como se plantea en el
poema de Ernesto Luis Rodríguez. Nada
más y nada menos que la chifladura de jugarse en “la ley de un par de dados” lo
que no se puede apostar, lo que no se debe ofrecer, lo más valioso luego de
haberlo perdido todo, pero que sin embargo se asume como riesgo propio y de
cualquier manera “se la juegan a un indio bravo”. La celebración de la más
absoluta y repudiable irresponsabilidad está en los tuétanos de nuestra
cultura, carente por esas mismas razones del estoicismo republicano, de los
confines del derecho y de instituciones que rijan con justicia y sin oprobio el
destino del país. Nadie puede celebrar la enajenación política. Y nosotros
debemos decir que hay más de un loco suelto.
En esta
oportunidad también debemos hablar de una clase especial de farsantes que tiene
que ver con lo que se conoce en Venezuela con “la falsa oposición” que,
al tratar de definirla coincide al calco con las dos acepciones del concepto:
Fingen para cometer fraude y también son actores que desempeñan un papel dentro
de un guion generalmente escrito por otros. En el caso que nos atañe parecen
gozar de ciertos privilegios e inmunidad al ser las dos cosas. Hay gradaciones,
pero todos en ese grupo coinciden en un interés particular en hacerse pasar por
lo que no son, especie de agentes dobles, tal y como se describen en el capítulo
XIII del Arte de la Guerra de Sun Tzu, y quien sirven mejor a quienes les pagan
más. Estos espías además se prestan para
ser los actores de reparto de una puesta en escena donde, con la frialdad
propia de un impostor, asumen y recitan las líneas que les corresponden. Aquí
el Tío Conejo se convierte en el amigo incondicional que apuesta a la lealtad
del que no está dispuesto a dársela, y por eso sale escaldado.
El problema
de fondo es que esa “falsa oposición” mantuvo un maridaje incestuoso con la
otra que se dice “verdadera”. Todos jugadores y fanáticos de los mismos medios
y probablemente de los mismos fines. Todos cultores de los mismos procesos de
diálogos y beneficiarios del aplauso de los que resultan ser tribuna de
incautos y claque debidamente almibarada, víctimas de esa “pirámide de ponzi”
aplicada a la política donde la estafa está a la vuelta de la esquina, y sin
embargo es tan intensa la pulsión que todos siguen jugando al despeñadero sin
pensar en que los únicos resultados posibles implican la pérdida de Rosalinda,
toda ella, todos sus bienes, todas sus oportunidades, todo su futuro.
Todos los
impostores se lucran del buenismo venezolano, los que se creen impostores y los
que aun siéndolo no se conciben como tales. Todos apuestan a “la cara de bueno” que tienen
los líderes sin recordar lo que advierte el viejo adagio castellano, “ojos
vemos, corazones no sabemos”. Algunos llegan incluso a apostar a esa mirada
salvífica, otros afirman que preguntar mirando a los ojos no deja dudas a la
veracidad de lo dicho. Ninguno quiere pensar en la posibilidad de que eso que
ven es solamente una mascarada, y que lo que ellos dan por bueno no es otra
cosa que el signo externo del tonto, del débil, del pusilánime, o del perverso.
Y hacen daño porque desmoralizan. Y aquí una paradoja. No desmoraliza el
régimen, que ya sabemos bárbaro, sino el que siendo uno de los nuestros, se
presta para la farsa y la conscupiscencia con su trajinar de violento saqueo. Desmoraliza
el que ellos jueguen indebidamente a la tolerancia democrática cuando ellos son
los cultores del déficit agudo de democracia y los concomitantes excesos de
totalitarismo socialista que sufrimos todos. Se comportan como señoritas, pero
en realidad son rufianes que se pagan y se dan el vuelto en un minueto bufón y
desvergonzado, hasta que el depredador que está detrás de toda la farsa
aprovecha para dar el zarpazo.
Lopez
Aranguren, el filósofo que nos acompaña en este artículo, nos impugna también a
nosotros, porque de alguna manera somos patrocinantes de los farsantes. Él dice
que el discurso de la mentira “es co-discurso en el con-texto de lo que suele
entenderse por engaño”. Porque entre el farsante y el que se deja embaucar hay
una conexión íntima. El uno sin el otro no sobrevive. Por eso tengo que hacer
una apelación al sentido de realidad como obligación imperativa en estos
momentos tan duros. Nos dejamos engañar, concedemos demasiada confianza con
inusitada rapidez, no nos gustan las malas noticias, preferimos al Tío Conejo
en acción, sin pensar que no hay uno solo, y que el más experimentado tiene y
usa la fuerza, el chantaje, la extorsión y la manipulación a discreción,
mientras que el otro se las cree, cae en la tentación y es arrastrado al pacado
de la soberbia, productor inagotable de ángeles caídos en desgracia. ¡Contra
los farsantes, sensatez! Es el único antídoto.
@vjmc
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