Tiempos Perdidos
Tiempos perdidos
por: Victor Maldonado C.
e-mail: victormaldonadoc@gmail.com
Twitter: @vjmc
15/09/2019
Santo Tomás de Aquino solía decir que “solo es
bueno en absoluto el que tiene buena voluntad”, o sea, el que está dispuesto a
la acción y pretende hacer el bien. Pero no es suficiente. La sola bondad no
garantiza que las decisiones que se tomen sean las adecuadas. Es más, la bondad
irreflexiva no sirve en la política. Ya lo decía Maquiavelo: “la bondad no
basta”, entre otras cosas porque ética y política son dos planos en constante
tensión que no siempre se resuelven a favor de buenas soluciones. Y mientras el
primero es el refugio del “deber ser pero que nunca es”, el segundo, la
política, se fundamenta en la capacidad para apreciar certeramente la realidad,
el cálculo experto de la próxima acción, que debe estar integrada a una
estrategia y a la instrumentalidad de medios y fines. La política no es el
espacio de los “pajaritos preñados”, pero tampoco es buena para los que se dan
por vencidos antes de intentarlo.
Escribo este artículo cuando simultáneamente el
gobierno del presidente Juan Guaidó anuncia formalmente que se agotó el
mecanismo de Barbados. ¿No les parece algo tarde? En el transcurso fueron muchas las voces que
advirtieron sobre la tragedia de intentar nuevamente un curso de acción
“políticamente correcto”, supuestamente decente y, por supuesto, expresión
sublime de la mejor buena voluntad y de una ingenuidad que no tiene parangón
desde el caso convertido en fábula, la rana aguijoneada por el alacrán. Jugar a
la corrección política con un ecosistema criminal es no haber entendido nada. Nunca
leyeron a Maquiavelo ni se interesaron por Sun Tzu. Poca filosofía y excesivo
voluntarismo. Pura iniciativa sublime, sicodélica, alucinante y fatalmente
errática. Y la verdad sea dicha, un intento de ensamble entre los que piensan y
creen las mismas cosas, un intento de aggiornamento entre izquierdosos, un
concilio de todos los que se reconocen en ese socialismo silvestre que medra en
el sitio donde debería privar la conciencia, y que niega la fatalidad de una
ideología que tiene como objeto la servidumbre de los demás.
Pero no fue solamente ingenuidad. A esas
advertencias tempranas sobre lo indebido e inútil de una nueva charada de
negociación se opusieron de inmediato los intereses del statu quo, que por
alguna razón prefieren que nada cambie mientras hacen el aguaje de un proceso
que está condenado a hacernos perder el tiempo y las oportunidades. Milton
Friedman escribió en 1984 un libro que debería estar en la cabecera de todo
político. Lo llamó La Tiranía del Statu Quo, y en él advertía que todo
gobernante tiene un período inicial de gran respaldo, que ese tiempo no dura
más de nueve meses, y que si no lo aprovecha queda rehén del triángulo de
hierro formado por la burocracia que se resiste a los cambios, los grupos de
interés (el dinero sucio, los proteccionistas, los contratistas y parte de los
partidos que medran en esta situación, entre otros) que buscan defender sus
privilegios, y los esquemas clientelares que no quieren desbancar el populismo.
Este triangulo de hierro opera como una gigantesca piedra de molino, y explica
casi totalmente las supuestas contradicciones que se aprecian tanto en el G4
(grupo de partidos que son el soporte político del presidente Juan Guaidó) como
en el Frente Amplio (expresiones de la “sociedad civil” subordinadas al G4 para
darle plataforma social a su acción política).
Porque esa es una de las consecuencias trágicas, la
creciente distancia que hay entre su forma de tratar los problemas del país y
lo que el país espera realmente de ellos. Hay entre unos y otros una brecha
insondable entre dos formas irreconciliables de manejar el tiempo. En ellos una
irresponsable pérdida del tiempo en el laberinto de la futilidad y la candidez
con la que asumen sus responsabilidades. Y por la otra un ansioso sentido de
urgencia frente a condiciones y plazos que no esperan por nadie: la muerte, la
enfermedad, el hambre, el empobrecimiento, el éxodo, la soledad, la desolación
y el desencanto. Ellos en una especie de procesión sin sentido, en una
calistenia que no los conduce a ningún lado mientras el resto del país
desespera, se cansa y muere a todo indicio de esperanza. Ellos en Barbados y
los ciudadanos en poblaciones sin luz, sin seguridad, sin economía y sin poder
avizorar el futuro.
Porque mientras ellos atendían a los fastos de los
diálogos noruegos el país terminaba de hundirse en un abismo económico,
político y social. Y el frágil intento de la presidencia interina,
trastabillaba nuevamente entre los fiascos, la duda y la inamovilidad. Entre
esas grietas los mismos de siempre, los enemigos pertinaces de la libertad
susurraron en las orejas apropiadas la posibilidad de una victoria electoral,
incluso sin cese de la usurpación. Voces aflautadas no dejaron de argumentar
cuan fácil podía ser enterrar la daga electoral en un régimen supuestamente
debilitado hasta el punto de querer ceder el poder, eso sí, con orden y
concierto, con la debida pompa y circunstancia, sin cederlo todo, en fraterna
connivencia, calcando modelos de procesos gatopardianos, bendecidos por los que
creen que el mal no existe, y que el bien tampoco, porque todos somos una cosa
y la otra, y por lo tanto podríamos alternarnos el poder y también la dirección
y beneficios principales del saqueo a los recursos del país. Esos, los de las
tres tentaciones en el desierto de la imprudencia más pertinaz, siempre han
usado como cortafuegos la trampa de la paz. Todo lo que no sea perder el tiempo
en negociaciones espurias es una amenaza a la paz que todos queremos. Son los
ideólogos de la falta de coraje y de la ausencia total de imaginación política,
que por esa misma razón, lucen su prestigio hecho jirones, porque sin dignidad
ni paz posible pasean sus impudores en los espacios públicos y las nuevas
ágoras que son las redes sociales.
Nada es más tentador que unas elecciones para los
políticos venezolanos. “Candidato no es gente” solía decir un viejo amigo. Es
la oportunidad de la siega, la vendimia de nuevos recursos que terminan
engordando cuentas bancarias privadas, y permiten la renovación de ciertos
activos personales. Odebrecht, que lo sabía cabalmente, sabía que para cada
ocasión le tocaba repartir proporcionalmente a las probabilidades de triunfo,
que siempre son subjetivas. Las encuestadores, asesores y analistas las sienten
como el amanecer con maná, leche y miel. Algunos luego de años de trácalas
electorales viven muy bien, compraron chalés en España y desde allá lanzan sus
predicciones e insisten en sus recomendaciones. Una tentación que la conoce
perfectamente el régimen, y que usa a destajo. El régimen, ese ecosistema
criminal, sabe de qué pata cojean sus fraternos interlocutores y juegan duro.
Saben que “toda guerra está basada en el engaño” como lo advierte Sun Tzu, por
eso “ofrecen al enemigo un cebo para atraerlo” y luego sin ningún problema les
parten el espinazo y los dejan lisiados, arrastrándose por allí para que sirvan
de lección a los que vienen después. Si
por lo menos los nuestros hubieran leído el Arte de la Guerra y no se hubiesen
concentrado tanto en su plan de país, que luce ahora tan lejano como la
estrella que ni siquiera vemos.
Ahora, agotado el tiempo, casi al cierre del 2019,
con carismas desechos y deslegitimados por la secuencia de fiascos que nadie
quiere asumir con responsabilidad y sobre los que nadie quiere rendir cuentas,
pretenden seguir como si nada. Pero si han ocurrido cosas, entre otras, un
fatídico y monumental derroche de oportunidades y tiempo, una trágica ausencia
de firmeza, un vacío estratégico, una práctica insólita de la duda sistemática,
un bamboleo entre esto y aquello que los hace ver como poco confiables, un
circo de pescuezos irredentos, incapaces de una coreografía cónsona con las
ganas que todos tenemos de liberarnos de esta pesadilla. El tiempo perdido es
irrecuperable.
Volvamos al cálido refugio de la filosofía. Porque
estamos viviendo la convulsión de la imprudencia, la carencia de
discernimiento, la falta de reflexión y como intento fatal de compensación, un
exceso de voluntarismo, como si estuviéramos en manos de una pandilla de
adolescentes, inflamados de hormonas y empeñados a realizar sus ganas. Pero ya
lo dijimos antes, “deseos no empreñan”.
José Luis López Aranguren arguye al respecto que no
se trata de proyectar por proyectar. Que, en esos casos, al igual que con los sueños,
el hombre se mueve sin resistencia alguna, pasando por alto que cada deseo es a
la vez una cláusula condicional que se gira contra la realidad hasta hacerla
irreconocible. El creer, por ejemplo, que un régimen titular de un ecosistema
criminal tiene interés en sentarse a conversar para dejar amigablemente el
poder, no es otra cosa que un sueño infantil, pero en ningún caso parte de la
realidad. El desechar la fuerza y el auxilio exterior para resolver un
secuestro, porque llegado el momento todo se va a resolver por las buenas, es
un delirio sicodélico, pero en ningún caso una opción factible. Lo mismo pasa
por creer que los asociados consuetudinarios con el dinero sucio quieren acabar
con el negocio para darle paso a la república, o que se puede hablar de
elecciones sin haber extirpado el tumor de ventajismos y trampas que tiene el
tamaño de la burocracia, los intereses creados y la servidumbre populista. ¿Y
si mejor no encaramos la realidad tal y como es?
Continuemos con el argumento del filósofo español.
“El verdadero proyecto, el posible, se hace con vistas a la realidad y tiene,
por tanto, que plegarse a ella, atenerse a ella, apoyarse en las cosas, contar
con ellas, recurrir a ellas. Pues bien: este plegamiento a la realidad, este
uso concreto y primario de la inteligencia, que, frente a la rigidez propensa a
la repetición habitudinal, posee flexibilidad para adaptarse a las nuevas
situaciones, es precisamente la prudencia”. A este concepto quería llegar por
esta vía. No es suficiente la buena voluntad. Y por lo tanto en nada justifica
el discurso del esfuerzo inconsumado, la épica del pellejo dejado en la lucha,
la pureza de las intenciones, o el querer evitar daños mayores. Repito, ni
dignidad, ni éxito, ni paz se obtiene por la vía de la imprudencia, sino el
llanto y crujir de dientes en las afueras del festín, tal y como señala el
evangelio al hablar de las vírgenes necias.
El tiempo perdido es irrecuperable. Alguien tiene
que rendir cuentas sobre ese tiempo derrochado, el error sistemático de un
curso de acción que se advirtió como inconveniente, la persecución obsesiva a
todos los que se opusieron, el montaje de una maquinaria para aplastar la
disidencia y la prepotencia abusiva y pertinaz de ese statu quo en el
transcurso. Alguien tiene que asumir la responsabilidad por las consecuencias
nefastas de este proceder, y permitir el viraje. El país no es de nadie, es de
todos los ciudadanos que no han derogado ni entregado su derecho a decidir, y
que tiene memoria, el último recurso de la justicia.
@vjmc
Comentarios
Publicar un comentario