Razones para la ruptura
por: Víctor Maldonado C.
27/06/2020
E-mail: victormaldonadoc@gmail.com
Twitter: @vjmc
¿Cómo se
debe sentir un país enajenado, confinado a ser espacio para el saqueo y la
brutal corrupción? ¿Cómo se debe sentir una sociedad anulada, devastada por sus
dirigentes, asediada por la ruina, que anticipa por todos los confines un
colapso que ya llegó, pero que nos negamos a reconocer? ¿Cómo se va a sentir un
país que todos los días comprueba que las promesas no se honran, que los
compromisos no se cumplen, que cualquier curso estratégico es subastado al
mejor postor?
Hay muchas
razones para rechazar lo que está ocurriendo. Pero eso no es suficiente. Hay
que buscar las causas y reconocer que tenemos cierta capacidad de dominio para
intentar el cambio, sí y solo sí a nosotros nos parece que hay un problema
social que debe resolverse. No es poca cosa, porque sin esa predisposición a
intentar el cambio, podría ocurrir una adaptación a una situación incómoda que
favorezca a las estructuras de dominación y se ceben en la integridad del
ciudadano. Dicho de forma más precisa: Sólo tendremos un problema para resolver
si antes declaramos que una determinada situación tiene que ser superada. ¿Qué
es lo que hay que superar?
La pregunta
no es de fácil respuesta porque nos coloca en la necesidad de discriminar los
síntomas de sus causas (otra vez esa palabra, ese llamado de atención a ser
radicales). ¿Qué es lo que debemos resolver para que la situación cambie, no
solamente de apariencia, sino en su esencia? Porque la realidad indica que la
gente frente a los problemas tiene un dossier de respuestas adaptativas. Uno
vanamente puede creer que la sociedad es un rompehielos dispuesto para quebrar
cualquiera que sea la resistencia, pero no siempre es así. Frente a una
dificultad cada uno lo encara poniendo en juego su capacidad de análisis, su
fortaleza para mantener el curso de acción que permite la solución, y todo el
coraje que necesita para resistir los embates. Como esa mezcla nunca es
perfecta, algunos se la juegan todo para para resolverlo, pero como no somos infalibles,
a veces lo exacerban, otras tantas se rinden frente al trance, o tratan de
olvidarlo, mientras que otros, ya sabemos, deciden doblarse para no partirse.
La
diversidad de afrontamientos personales frente a una misma situación obliga a
los líderes a intentar una narrativa social que homogeneice la diversidad de
interpretaciones y encaramientos con el fin de lograr la fuerza suficiente para
encarar y resolver la dificultad. Para los que quieren una versión
preliminar de lo que significa “fuerza”, aquí la tienen: Es la capacidad que se
despliega para que muchos tengan la disposición de asumir como propia una
versión unívoca de una situación social que s propuesta por el líder. Que
todos la vean de la misma forma. Que todos la llamen de la misma manera. Pero
sigamos. Es también la capacidad que algunas veces tienen los dirigentes
para alterar la percepción y evaluación que sobre la realidad tiene la gente.
Pero encarnar
una opción de fuerza tienen como requisitos la diferenciación y el contraste.
¿Qué significa asumir un proceso de diferenciación? Significa tener la capacidad
para demostrar que hay diferencias, que se encarnan y se asumen sistemas de
valores, intenciones, capacidades y metas que son distintas a la de los otros
cuando se plantean resolver un problema o allanar una situación. Eres distinto
cuando te perciben diferente, hasta el punto de que, cuando te comparan con los
otros, tienen que asumir que hay discrepancias insalvables, oposiciones cruciales,
puntos de vista estratégicos irreconciliables, y, por lo tanto, es imposible no
tener la necesidad de optar por uno u otro. No hay puntos medios.
Por eso
la ruptura es necesaria, porque en este momento de la política, los más
peligrosos son los indefinidos. Aquellos que creen que pueden surfear sobre
las olas sin caerse, incluso, manteniendo la estética del hombre erguido y
musculoso, pero que a la hora de la verdad,no pasan de ser versiones alucinantes
de la mentira y la mediocridad. En este momento “o eres chica, o limonada”, y
asumes el riesgo. Porque los agazapados, los que creen que pueden pescar en río
revuelto, los imprecisos, creen que son lo que no son, y creen ver lo que no
ven. Tal y como lo sentencia el ángel apocalíptico a la iglesia de Laodicea:
“Conozco tus obras, que no eres ni frío ni caliente. Ojalá fueras frío o
caliente, pero como eres tibio, ni frío ni caliente, voy a vomitarte de mi
boca. Dices que eres rico, que tienes abundancia, que no te falta nada; y no te
das cuenta de que eres desgraciado, miserable y pobre, ciego y desnudo”. (Ap.
3,15-16) ¡El ángel lo dijo todo!
Para
hacer ruptura nos encontramos con una primera gran dificultad: la cultura rentística-familística-clientelar-particularista
que define a los venezolanos. Con la costra nostra nadie quiere romper.
Nadie quiere sacrificar un esquema de relaciones en el que obtiene
reconocimiento y prebendas, y fuera del cual nada funciona con las reglas de la
afiliación, que son las únicas que saben usar los venezolanos. En Venezuela “tú
eres las relaciones que tienes”, y por lo tanto, la pregunta que siempre debe
tener respuesta es dónde los conocidos que reparten poder, influencia y
beneficios.
En
Venezuela se ha practicado un estatismo socialista de compinches, donde todo el
mundo se reconoce familísticamente, y la regla que no se puede romper es
precisamente la que impone que nadie puede ir contra nadie hasta el punto de
dejarlo fuera, porque así no se trata a la familia. Efectivamente hay peleas y contradicciones
dentro del grupo, pero eso sí, que la sangre no llegue al río, “que no hayga
peos”, porque de eso no se trata. En Venezuela la meritocracia que funciona
es la del adulador, la del jalabolas, la del compinche, la del que mantiene la
armonía del grupo, la del alcahueta y la del relativista moral. Porque ya
ustedes saben, hay que doblarse para no partirse, y los malos y los corruptos
son los otros, porque nuestra propia maldad y corrupción tiene que ocultarse
bajo el velo de nuestra propia condescendencia. Vivimos bajo el argumento de
los dos raseros.
El
problema está es que desde el relativismo y la alcahuetería no se construyen
repúblicas, ni se abunda en la modernidad, y tampoco se puede garantizar
libertad y derechos. El familismo es saqueo con malas justificaciones. Es
populismo depredador y sectario. Es la cultura de la injusticia y los déficits de
criterio para valorar al ciudadano. Es la vivencia de la mordaza y la reducción
a la servidumbre del bufón, que tiene que vivir en las márgenes de la lisonja y
la zalamería. Y por supuesto, la demagógica apelación a la lástima, porque “pobrecito,
él, que ha dejado el pellejo, merece nuestra consideración”, aunque sea
mediocre, no haya hecho nada, sea un traidor, un corrupto o un indeseable. En Venezuela el poder y el dinero son los
grandes baremos de la más repugnante incondicionalidad, en relación de los
cuales, está prohibido indagar, preguntar, razonar, considerar o valorar. Es un
todo o nada tribal y fisiológico que deja al ciudadano desprevenido en la peor
sumisión, y coloca a los liderazgos en la tentación de no romper, sino tratar
de surfear las violentas olas del dejar hacer.
Porque si
fuera más fácil no tendríamos la política que hoy nos pesa tanto sobre nuestras
espaldas. Esa política es la representación más conspicua de lo que somos como
sociedad, y de esa asfixia de inconformidad, tristeza y desolación que algunos
ciudadanos tenemos. ¿Cómo es posible que dependamos del G4 y sus satélites?
¿Cómo es posible que tengamos tan mala calidad de dirigentes en una asamblea
nacional que por eso mismo incumplió, se corrompió, e intentando ser gobierno
interino, a través de su presidente, nos ha dado tantas razones para la vergüenza?
¿Cómo es posible que una semana tras otra debamos llevarnos las manos a la
cabeza porque cuando no están negociando a espaldas del país están ocupados en
sus propios asuntos, que nunca son los del país?
¿Cómo es
posible que no exijamos responsabilidad sobre el tiempo derrochado, sobre los recursos
recibidos, sobre una gestión tan permisiva? ¿Cómo es posible que nadie se pregunte
cómo viven, de qué viven ellos y sus círculos de familiares y amigos? ¿Cómo es
posible que aceptemos como buena la mentira, la tergiversación, el eufemismo y el
vacío de sinceridad de este liderazgo? ¿Por qué no marcamos distancia de la
futilidad, la improvisación y la falta de reflexión?
¿Cómo es
posible que todavía hoy sean ellos los que nos dirigen sin que haya ocurrido
rebelión, ruptura, corte radical y expulsión del juego? ¿Por qué seguimos creyendo
en milagros súbitos, en “datos confidenciales” que se riegan por cadenas de
whatsapp, en las mascaradas discursivas? ¿Por qué seguimos suplicando que haya
unidad, como si la unidad exculpara de culpas o absolviera los déficit de carácter
y compromiso de los defraudadores de nuestra confianza? ¿Cómo es posible que no
vomitemos a los que firman hoy una cosa y mañana otra, a los que se bambolean
en la ponchera de sus propios intereses, que antier se abrazaban, ayer
endosaban y hoy dicen que se oponen?
¿Saben
cual es el común denominador de todas las respuestas a esas preguntas? Que
todos ellos cuentan con nuestra desmemoria, nuestra pertinaz indulgencia,
nuestro arraigo caudillista, nuestra predisposición servil, y ese aturdimiento
social que quiere forzar una relación carismática donde no hay esa energía extrema
que pueda posibilitarlo. Ellos nos suponen erotizados, atolondrados y miserables.
Ellos pretenden nuestra solidaridad automática, esa que nos hace comportar como
familia mafiosa y no como republica liberal. Pero ¿somos eso que suponen y
pretenden?
Romper es
apostar a tres situaciones incómodas pero necesarias: A la soledad que se
provoca cuando nos quedamos sin referentes; a la necesidad de comenzar de cero
en la lucha por la liberación del país; y a la necesidad de replantearnos la
cualidad que deberían tener los nuevos liderazgos, sin caer en la trama
perversa de sustituir un caudillo por otro. Y todas estas decisiones suponen el
dolor de la separación, del marcar distancia, de la reconstrucción del sistema
de valores, y de la exigencia de responsabilidad y justicia.
O
rompemos o estamos condenados. Porque estos políticos no son nuestros
liberadores. Son nuestros carceleros. Se lucran de nuestra desdicha. Han
convertido nuestro desierto en su empresa. Les interesa nuestra desmoralización
para que no caigamos en cuenta de sus verdaderas intenciones. Sus programas son
la continuación del saqueo estatista. Su discurso es la connivencia
institucionalizada en un “gobierno de unidad y emergencia nacional”. Su
práctica es la complicidad en competencia corrupta. Su mérito es el tiempo perdido
y entregado como ofrenda al ecosistema de relaciones perversas a la cual
pertenecen. Y nuestro aporte es, ya lo dijimos, la conmiseración con la que los
tratamos. Pero romper ya va siendo cuestión de vida o muerte.
En este
caso no vale hacer el intento de Abraham para salvar a las insalvables Sodoma y
Gomorra. ¿Se puede salvar un sistema de relaciones perversas porque
suponemos que hay un justo en medio de ellos? ¿Es que acaso “ese justo” no
ha tenido tiempo para reflexionar, para apartarse, para denunciar la trama
perversa, para pedir justicia y luchar por la libertad? ¿Es que acaso la
omisión interesada, la permisividad agazapada, el colegiar la perversidad, no
provoca responsabilidad? ¿Van a decir que no sabían nada? ¿Cuánto más debemos
esperar por su conversión? ¿Cuánto más vamos a sostener una institucionalidad
parlamentaria que se ha vuelto progresiva e irrevocablemente espuria? ¿Cuándo
vamos a dar una lección de madurez y arrojo político que haga la diferencia? ¿Cuándo
vamos a dejar de sentir la pajita para apreciar la viga que pesa sobre nuestro
ojo y nos niega la visión de la realidad? ¿Cuándo vamos a dejar de castigar a
los que tienen una mirada radical y crítica sobre nuestro proceso político?
No se
avanza más porque hay un sistema de intereses creados en salvar el
particularismo venezolano. Los caza rentas son variopintos, la renta que se
percibe también. Algunos no quieren perder posición, otros no quieren
enfrentarse al escrutinio de su grupo de amigos, otros no quieren perder su privilegiada
capacidad de saqueo, otros no quieren perder la oportunidad de llegar al poder.
Los intereses creados se encarnan en creencias y prácticas asociadas a la
lealtad perruna y a la exclusión de los que piensan diferente.
No hay
institución venezolana que no esté al menos rasguñada por la tentación mafiosa
que pretende el unanimismo impracticable y una sumisión primitiva a la palabra
y designios del grupo que toma las decisiones. Un particularista nunca hará
justicia porque no cree en criterios de valoración universal. Un particularista
nunca creará instituciones porque la abundancia institucional les resta poder y
los pone en evidencia. Un particularista nunca será el heraldo de la libertad
sino el reemplazo de la tribu con la que compite en la caza de la renta nacional,
porque no tiene ética sino amigos, gente en la que puede confiar, y los otros,
a los que desplazan.
Debo finalizar
con lo que en 1969 escribió José Luis López Aranguren sobre la crisis moral,
que a veces se confunde con una crisis política: “Es una crisis consistente
en desmoralización. Desmoralización de los vencidos, originada en la impotencia,
o en la conciencia -justa o errónea- de la impotencia. Desmoralización de los “vencedores”
cuyo proyecto se limita, desde hace mucho tiempo, a la conservación a todo
trance del poder. Y desmoralización de los ciudadanos, al margen de la política
que, como masa neutra, apoya de modo pasivo a los detentadores del poder,
porque solo están pensando en su propia condición de sobrevivientes”. Es
una crisis moral que debemos atajar intentando la ruptura para la que tenemos
muchas razones.
@vjmc
Muuuy bueno !!!
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