LA INDIFERENCIA SICODÉLICA
La indiferencia sicodélica.
Por:
e-mail: victormaldonadoc@gmail.com
De todas las características del
proceso revolucionario, tal vez la que resulta más sorprendente es la pasividad
con la que los venezolanos la estamos viviendo; una especie de placidez
sicodélica que nos coloca más allá del bien y del mal, y que nos hace creer que
tenemos la posibilidad de ser los espectadores distantes de nuestras propias
circunstancias. Esa es precisamente la autopista bien pavimentada de la
revolución bolivariana; es la variable que permite su viabilidad y su
sostenibilidad: esa predisposición para mirar hacia al cielo, de fijar la
mirada en el infinito, y esperar que del más allá vengan las soluciones al
exceso autoritario, al desvanecimiento de las instituciones, a la alineación de
los poderes públicos, y a la confluencia de todos ellos en los zigzagueos
ideológicos del presidente. Lo que los demás no entienden es por qué la
sociedad democrática se abandonó al esfuerzo de la mera sobrevivencia
individual, se limitó al alarido del sálvese quien pueda, mientras que todo el
país se iba sumergiendo en las gélidas y oscuras aguas de las libertades
perdidas.
La estupidez y los sinsentidos
nunca son fácilmente discernibles. Produce desolación que la ocupación de los
jóvenes esté centrada en arriesgar sus vidas como protagonistas de piques y
carreras ilegales de autos en las madrugadas capitalinas, cuando todas esas
energías pudieran estar volcadas en organizar la reacción. Pero esto es
solamente un ejemplo, de las miles de formas que hemos elaborado para la
evasión. Nadie se sorprendió demasiado por el Diciembre sangriento que acabamos
de vivir, con más de quinientos homicidios. Nadie se dio por aludido cuando se
aprobó la ley del servicio social obligatorio. Tampoco cundió el pánico cuando
se planteó tajantemente la educación laica y socialista. Parece que da lo mismo
si el Parlamento entrega o no sus atribuciones al Poder Ejecutivo, o si el Poder Judicial amanece
más solícito que nunca ante las demandas del Presidente. A nadie parece
importarle si cambian los estados por otra forma de circunscripción
territorial, y mucho menos si la nueva PDVSA utiliza todos sus recursos para
seguir persiguiendo a todos los que fueron gerentes de esa corporación. Da lo
mismo si RCTV es eliminada, o si la CANTV es nacionalizada, como si ello no
anunciara la implantación de la modalidad cubana, en la que solo los “rojos
rojitos” tienen acceso a telefonía e internet, mientras que el resto queda
excluido, en aras de la salud ideológica del país. Nadie se resiente porque no haya
caraotas, azúcar o atún en los mercados, y no hay conmoción porque el año
pasado los alimentos hayan sufrido una inflación del 27%. Para la sociedad
venezolana, todo esto y más son datos absolutamente irrelevantes a la hora de
valorar al gobierno.
Pero este síndrome no es nuevo.
En el lejano 1950 fue perfectamente diagnosticado por el Instituto de
Investigaciones Sociales de la Universidad de California, por encargo del
Comité Judío Americano. El extenso y complejo estudio da cuenta de la
entrañable ligazón que hay entre los prejuicios, resentimientos y estereotipos
de la sociedad, que se van extendiendo a través de fenómenos sociológicos de
envergadura como la aceptación y el seguimiento individual de las creencias
colectivas. Y de estas dos, con la personalidad autoritaria, que por estas
razones llega al poder, y desde allí disfruta del placer y el privilegio de
lograr la subordinación y la obediencia generales. A esta pulsión que algunos
gobernantes sufren, ellos la llaman “gratificación sadomasoquista”, en la línea
de los trabajos de Erick Fromn. Siguiendo a los autores, no queda más remedio
que aceptar la legitimidad que goza nuestra propia experiencia autoritaria,
debidamente ensamblada en el odio que sentimos hacia nuestras propias
posibilidades, la capacidad infinita que tenemos para cometer mil y una formas
de suicidio políticos, como cuando observamos atónitos como Primero Justicia es
el campo de los personalismos más impertinentes, o cuando vemos como devaluamos
de un día para otro el liderazgo de Rosales. Estereotipos que se han impuesto
hasta corroernos los huesos, como las mil caras de la trampa electoral, o la
facilidad como supuestamente se venden nuestros representantes y líderes
políticos. Y la que más nos ha costado, aquella que nos hizo creer que la
democracia no valía la pena, que habían sido cuarenta años perdidos, que fue la
época para el robo y la corrupción. Que los corruptos siempre fueron los otros,
y que, por lo tanto, nunca hubo país que salvar, porque todo había sido un
engaño.
De esta forma, nosotros hemos
sido cada uno de los peldaños que encumbraron a quien desde el poder se nos
viene encima en forma de hegemonía y exclusión. Somos cada uno de todos los
significados de la palabra dictadura que ya estamos viviendo, y tal vez, los
últimos pétalos marchitos de la democracia, a la que despojamos de sentido.
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