LA INDIFERENCIA SICODÉLICA



La indiferencia sicodélica.

Por: Víctor Maldonado

e-mail: victormaldonadoc@gmail.com

 01/02/2007

De todas las características del proceso revolucionario, tal vez la que resulta más sorprendente es la pasividad con la que los venezolanos la estamos viviendo; una especie de placidez sicodélica que nos coloca más allá del bien y del mal, y que nos hace creer que tenemos la posibilidad de ser los espectadores distantes de nuestras propias circunstancias. Esa es precisamente la autopista bien pavimentada de la revolución bolivariana; es la variable que permite su viabilidad y su sostenibilidad: esa predisposición para mirar hacia al cielo, de fijar la mirada en el infinito, y esperar que del más allá vengan las soluciones al exceso autoritario, al desvanecimiento de las instituciones, a la alineación de los poderes públicos, y a la confluencia de todos ellos en los zigzagueos ideológicos del presidente. Lo que los demás no entienden es por qué la sociedad democrática se abandonó al esfuerzo de la mera sobrevivencia individual, se limitó al alarido del sálvese quien pueda, mientras que todo el país se iba sumergiendo en las gélidas y oscuras aguas de las libertades perdidas.

 

La estupidez y los sinsentidos nunca son fácilmente discernibles. Produce desolación que la ocupación de los jóvenes esté centrada en arriesgar sus vidas como protagonistas de piques y carreras ilegales de autos en las madrugadas capitalinas, cuando todas esas energías pudieran estar volcadas en organizar la reacción. Pero esto es solamente un ejemplo, de las miles de formas que hemos elaborado para la evasión. Nadie se sorprendió demasiado por el Diciembre sangriento que acabamos de vivir, con más de quinientos homicidios. Nadie se dio por aludido cuando se aprobó la ley del servicio social obligatorio. Tampoco cundió el pánico cuando se planteó tajantemente la educación laica y socialista. Parece que da lo mismo si el Parlamento entrega o no sus atribuciones al  Poder Ejecutivo, o si el Poder Judicial amanece más solícito que nunca ante las demandas del Presidente. A nadie parece importarle si cambian los estados por otra forma de circunscripción territorial, y mucho menos si la nueva PDVSA utiliza todos sus recursos para seguir persiguiendo a todos los que fueron gerentes de esa corporación. Da lo mismo si RCTV es eliminada, o si la CANTV es nacionalizada, como si ello no anunciara la implantación de la modalidad cubana, en la que solo los “rojos rojitos” tienen acceso a telefonía e internet, mientras que el resto queda excluido, en aras de la salud ideológica del país. Nadie se resiente porque no haya caraotas, azúcar o atún en los mercados, y no hay conmoción porque el año pasado los alimentos hayan sufrido una inflación del 27%. Para la sociedad venezolana, todo esto y más son datos absolutamente irrelevantes a la hora de valorar al gobierno.

 

Pero este síndrome no es nuevo. En el lejano 1950 fue perfectamente diagnosticado por el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad de California, por encargo del Comité Judío Americano. El extenso y complejo estudio da cuenta de la entrañable ligazón que hay entre los prejuicios, resentimientos y estereotipos de la sociedad, que se van extendiendo a través de fenómenos sociológicos de envergadura como la aceptación y el seguimiento individual de las creencias colectivas. Y de estas dos, con la personalidad autoritaria, que por estas razones llega al poder, y desde allí disfruta del placer y el privilegio de lograr la subordinación y la obediencia generales. A esta pulsión que algunos gobernantes sufren, ellos la llaman “gratificación sadomasoquista”, en la línea de los trabajos de Erick Fromn. Siguiendo a los autores, no queda más remedio que aceptar la legitimidad que goza nuestra propia experiencia autoritaria, debidamente ensamblada en el odio que sentimos hacia nuestras propias posibilidades, la capacidad infinita que tenemos para cometer mil y una formas de suicidio políticos, como cuando observamos atónitos como Primero Justicia es el campo de los personalismos más impertinentes, o cuando vemos como devaluamos de un día para otro el liderazgo de Rosales. Estereotipos que se han impuesto hasta corroernos los huesos, como las mil caras de la trampa electoral, o la facilidad como supuestamente se venden nuestros representantes y líderes políticos. Y la que más nos ha costado, aquella que nos hizo creer que la democracia no valía la pena, que habían sido cuarenta años perdidos, que fue la época para el robo y la corrupción. Que los corruptos siempre fueron los otros, y que, por lo tanto, nunca hubo país que salvar, porque todo había sido un engaño.

 

De esta forma, nosotros hemos sido cada uno de los peldaños que encumbraron a quien desde el poder se nos viene encima en forma de hegemonía y exclusión. Somos cada uno de todos los significados de la palabra dictadura que ya estamos viviendo, y tal vez, los últimos pétalos marchitos de la democracia, a la que despojamos de sentido.

 


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