Aturdidos y desilusionados

 

Aturdidos y desilusionados

por: Víctor Maldonado C.

E-mail: victormaldonadoc@gmail.com

Twitter: @vjmc

16/08/2020

 

Cuando los hombres se quedan enjutos se ponen fuertes, como el acero.

Yerma, de Federico García Lorca

 

 

Son demasiados años. En algún momento perdimos la inocencia, y nos llenamos de presentimientos. Algunos lo intuyeron más temprano, y tomaron la decisión que más les convino. Otros apostaron y se quedaron tratando de descifrar a favor el acertijo del creciente totalitarismo. En este largo camino nunca nos acompañó la verdad. Los venezolanos hemos sido defraudados una y otra vez, hasta llegar a este aturdimiento que nos evita el pensar con claridad. Vivimos la época de las alucinaciones. Lo que creemos verdad es parte de un sistema de mentiras que nos asfixia.

 

En tal estado de conmoción es difícil pensar. O, mejor dicho, es difícil fijar la atención en algo que sea más trascendente que la propia supervivencia. Algo más metafísico que no enfermarse aun cuando se viva en condiciones donde todo conspira contra la salud. ¿Quién va a pensar en términos de polis cuando el que está al lado tiene que hacer todo lo posible para no claudicar? Crecemos al revés, nos disminuimos con el paso del tiempo, a pesar de ser más los que estamos de acuerdo en que la batalla hay que darla alguna vez.

 

¿Pero quién garantiza que la batalla sea la última, y que de ganarla podamos salir de una trama que va más allá de sus actuales intérpretes? ¿Tenemos alternativa? ¿Son los otros el contraste que necesitamos? Nuestro principal adversario es la confusión y la propensión a las tinieblas. Sólo aquí pensamos que los perversos pueden ser objeto de conversión radical. Sólo nosotros les damos el beneficio de la duda a esta maraña de acuerdos implícitos que los hace a todos protagonistas de nuestro mal. El mal es estructural porque no tiene centro. Es un sistema de relaciones en donde todos se convalidan. Ellos creen que uno es la absolución del otro, pero no es verdad. Cada uno es la sentencia condenatoria del otro.

 

La gran consigna de la alcahuetería nacional es que “no todos son iguales”. Nunca hay dos que sean iguales. Están los que son responsables de la mala acción, pero en conjugación perfecta con los que desde la omisión permisiva respaldan la trama. Los que les dan soporte institucional porque se quedan en las instituciones que se han perdido en el camino de las confabulaciones. A estas alturas, la omisión es tan criminal como quien actúa ominosamente. No hay espectáculo que no tenga quien aplauda en el auditorio, y sin que detrás del escenario no maneje las tramoyas. Al final, el espectáculo del saqueo de los recursos del país y la servidumbre de los venezolanos es el resultado de una fuerza que se impone al resto. En eso consiste el régimen de facto.

 

No hemos salido de la opresión porque nuestros líderes, los que hemos tenido, han sido incapaces de tirar por la borda la pesada carga de compromisos que han entretejido con los suyos. Al final todos se han corrompido. Unos han perdido la integridad en el bolsillo. Otros han padecido la irreversible descomposición del carácter. A los efectos, el resultado es el mismo. Si fue ambición desmedida, concupiscencia extrema o el descontrol de la soberbia, da lo mismo, porque todos han caído en la tentación de la complicidad con el abismo. No hay heroísmo en toda esta simulación de la lucha. Solo esa esterilidad de la que todos sufren. Ninguno es capaz de hacer otra cosa que caminar en círculos alrededor de falsas soluciones.

 

Negar nuestra libertad es trabajar para la mentira. La mentira es una configuración del mal, tal vez la peor de todas. Es una entidad que poco a poco se ha impuesto hasta negarnos cualquier posibilidad de mantener invicta nuestra dignidad humana. Se nos niega la capacidad de esforzarnos en obtener lo que queremos para nosotros mismos. Se nos abate hasta sentir a plenitud la fuerza de los hechos que nos confina y nos limita al dolor cotidiano de no poder ser más que este esfuerzo titánico para mantener la cordura. Los que transan los tiempos de nuestra liberación son los operadores del mal.

 

La verdad es compleja, y escurridiza. Tratar de reducirla a una versión particularmente conveniente la transforma en un fraude argumental. Esa fue la tentación en la que cayó la directiva de la Conferencia Episcopal Venezolana en su última declaración. Convocarnos al martirio inútil, pedir nuestra capitulación ante el altar de la idolatría electoralista, es hacer apología al mal. El mal también es futilidad. Es el pecado del falso testimonio. Es el desliz de creer que el hombre y su derecho natural a ser libre puede sobrevivir sin esperanza.

 

Todos tienen su versión. Ninguna de ellas es una convocatoria para la liberación. Somos un pueblo deslumbrado por las tinieblas, dirigidos por ciegos a ultranza. ¡Hay que esperar! dicen. ¿Esperar qué? ¿Después de veinte años tenemos que seguir esperando? ¿Y si hacemos un corte en este momento y hacemos un balance de responsabilidades? Aun en medio de tantas confusiones inducidas, una cosa deberíamos tener clara: Veinte años con los mismos cometiendo los mismos exabruptos. ¿Eso no es acaso una señal de que deberíamos cambiar? ¿No les parece a ustedes que este circo ha tenido la impudicia de mantener el mismo reparto a pesar de la creciente desfachatez que demuestran todos?

 

Llevamos veinte años sin que haya alguien que tenga capacidad para hacer que las cosas pasen. Veinte años que han visto morir a muchos. Veinte años en los que son muchos los que se han ido, y muchos los que han desertado. Veinte años es mucha experiencia vital tirada a pérdida tratando de salir de este foso que con el tiempo se hace más profundo. Veinte años en los que nos han despojado de todo, y nos hemos acostumbrado a todo. Pero algunos seguimos creyendo que vale la pena ser libres. A algunos solamente nos quedan esos maltrechos jirones de esperanza.

 

Nuestros líderes están reñidos con la libertad. No la quieren para ellos. No la quieren para nosotros. El catecismo de la Iglesia Católica define la libertad como “…el poder radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno dispone de sí mismo. La libertad es en el hombre una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad.”

 

Luego de veinte años hay que hacer saldos. Son ellos los que han sustituido las razones por las conveniencias. Han renunciado a la estrategia para refugiarse en la falsa táctica de mantenernos movilizados para ir a ningún lado. Les falta robustez en la voluntad. Son estériles y baldíos. Sus deseos no empreñan, son “hombres de simiente podrida que encharcan la alegría de los campos” (Lorca). Les falta discernimiento para decidir con coraje lo debido. Prefieren traicionar a todo el país antes que renunciar al compadrazgo. Eso los convierte en crueles cancerberos, trabajando para un dios que supuestamente abjuran, pero al que le rinden pleitesía. Ninguno de ellos puede mirarnos a los ojos y decir que nos han cumplido.

No podemos lograr nuestra liberación si estamos conducidos por esclavos que reniegan de su propia condición de hombres libres. Los esclavos solo nos pueden guiar a más servidumbre. Juan Pablo II, Papa y santo, en su encíclica El Esplendor de la Verdad nos da las claves: “…la libertad […] es el orden del espíritu, de la aprehensión inteligente, la reflexión racional y la voluntad orientada moralmente.”

Ninguna de las condiciones está presente. Por eso vivimos el fracaso tan contundente en cualquier intento de “posibilitar la convivencia y el crecimiento de toda una sociedad sana, próspera y en paz”. No son lo suficientemente libres para eso. Las conveniencias pequeñas, y los afanes propios de la soberbia son el ruido y el obstáculo que les impide realizar lo que han ofrecido. Pero, luego de veinte años, ya no quieren. Ellos ya han sido domesticados por el mal. Ellos perdieron su lucha existencial, y ahora quieren que todos la perdamos con ellos.  

 

El principal desafío de los ciudadanos es superar la oscuridad, cayendo en cuenta que no podemos ser seguidores de los cómplices del mal. Que hacerlo nos hace incurrir en una falsa compasión con quienes no son de nuestro bando. Comencemos a romper con la red de nutrientes que hace prosperar a la mentira. Menos aplausos. Menos complicidades. Menos endosos automáticos, menos endiosamientos, y más interrogantes. Dudar es la consigna. Desconfiar es el método. Solamente así, sumaremos fuerza.

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

De aquí en adelante

Soñar un país

La esperanza