La dura experiencia del cambio
La dura experiencia del cambio.
por: Víctor
Maldonado C.
E-mail: victormaldonadoc@gmail.com
Twitter: @vjmc
28/09/2020
Muchas son las
aflicciones del justo, pero de todas ellas lo libra el SEÑOR
Salmos 34
¿Los venezolanos hemos aprendido? Luego de más de veinte años de
borrascas y vientos en contra, seguro que sí. El saldo de experiencias nos ha
transformado en algo totalmente diferente, no tanto por el crecimiento de
nuestra virtud sino por el monto del trauma sufrido. Cientos de miles de muertos
por violencia nos confrontaron con la ingrata sensación de reconocer que no somos
tan pacíficos como siempre nos imaginamos, y que los fantasmas del cruento
siglo XIX, con sus guerras civiles y sus insaciables ganas de matarnos, ha
mutado hasta ser lo que somos hoy, tal vez con las mismas justificaciones. No
hay país que pueda procesar tanto duelo, tanto dolor, sin que algo cambie en su
esencia.
Pocos, muy pocos, pueden intentar siquiera narrar su vida sin que se entrometa
el miedo, que se ha transformado en el leitmotiv de todas nuestras decisiones.
El argumento es variopinto, así como nos torturan las sinrazones. Un robo, un secuestro,
el caerle mal al malandro del barrio, el sentirse perseguido debido a las
convicciones políticas, la joven que simplemente desapareció, las víctimas de
eso que llaman “enfrentamiento con la autoridad”, lo cierto es que la vida se
nos ha convertido en puro azar.
Los venezolanos compartimos, muy a nuestro pesar, una convicción
universalmente compartida de que cualquier cosa nos puede suceder, como si
todos jugáramos obsesivamente a la ruleta rusa, pero con todo el tambor del
revolver cargado. Ya es un decir el advertirnos entre nosotros que cada uno
tiene un número marcado en la espalda. Que a todos nos va a tocar, que tarde o
temprano seremos engullidos por la voracidad depredadora del ecosistema
criminal que necesita devorarnos sin compasión. Lo cierto es que la represión es
ejercida sin atenuantes, y al final se nos impone la convicción, fatalmente
ratificada por la realidad, de que no hay distancias entre el malandro y el policía,
que ambas caras de la misma moneda responden a una lógica de sistema, que con
intensa perversidad extiende su influencia más allá de lo razonable. Todos
parecemos coincidir en que es cuestión de tiempo para que nuestra puerta sea
tocada.
Porque tenemos miedo y nos sentimos abrumados por la inseguridad
descubrimos que todo es relativo, que la vida no tiene más valor que la muerte,
que el futuro no es un regalo sino un resultado y que el coraje tiene un buen
maridaje con la astucia. Porque estamos tan confrontados con las fragilidades
de la vida, redescubrimos la valentía. Los que decidimos quedarnos en este país
a pesar de todas las calamidades, y los que se aventuraron a la soledad del
extrañamiento, en partes iguales diseccionamos la experiencia cotidiana del
arrojo. Dejamos atrás el espejismo de una comodidad que tenía fundamentos muy frágiles
y comenzamos a encarar la vida.
Fuimos un país que vivió por muchos años la ilusión de una riqueza súbita,
abundante y que parecía poder distribuirse como un derecho adquirido sin
contraprestación alguna. Nos pretendíamos los privilegiados de toda América
Latina, nos sentíamos con el derecho de mirar al resto como los desafortunados
a los que había que ayudar, mientras nosotros exhibíamos el derroche como algo consustancial
a nuestro papel en el mundo. Tanta obnubilación nos impidió presentir las
embestidas inminentes de la pobreza, cada día más atroz, y el resentimiento de
las clases medias que nunca comprendieron los porqué de ese rápido tránsito
entre tenerlo todo y no tener demasiado. Ahora somos tan pobres como el país
más arruinado de todo el hemisferio. Bastaron veinte años de socialismo
compulsivo para acabar con reservas, riquezas y recursos. Ahora somos el
absurdo de un país fallido con cerca de un millón de kilómetros cuadrados de
recursos inconmensurables. Ya no somos el país petrolero, tampoco el energético,
mucho menos el que bordeaba los confines de la soberanía alimentaria. Ahora
somos apagones, escasez y hambre. Todo a la vez, como si la condena impuesta es
vivir en nuestras propias ruinas para recordamos lo que fuimos pero que ya no
somos.
Al miedo como rúbrica indeleble del totalitarismo se suma la ansiedad.
No es solamente que la vida se reduce al azar primitivo de una situación decidida
por la lógica de la fuerza, totalmente desamparados de cualquier expresión de
justicia, no es solamente que tememos por la vida, sino que también vivimos sin
certezas algunas sobre el futuro. No sabemos si al final del día tenemos
servicio eléctrico, o si podremos reponer el gas, o si el COVID19 se va a cebar
en nuestras familias. No hay problema que tenga solución fácil. Todo carece de certezas
y cada situación exige de cualquiera de nosotros un esfuerzo descomunal para
salvar todos los obstáculos, reales y aparentes, que se hacen presentes para
resolver lo que debería ser un procedimiento fluido y a favor. Ni el pasaporte,
ni el entierro de nuestros seres queridos. Nuestros carceleros saben que el
proceso de dominación requiere del miedo abrumador y de la angustia inatajable.
Nadie puede escrutar el momento siguiente. Es como pedalear una bicicleta fija
que no nos lleva a ningún lado.
Ahora los procesos y los resultados si nos importan. Si en algún momento
llegamos a creer que nada era lo suficientemente importante como para preocuparnos,
ahora sabemos que el tiempo juega un rol determinante en nuestra suerte. Algunos
se quejan de nuestra capacidad de adaptación, y de parecer tan distantes de las
falsas soluciones que algunos nos proponen. El aprendizaje es brutal: nada que
nos genere suspicacia sobre su capacidad para resolver efectivamente merece
nuestra atención. El tiempo nuestro, ese que no merece seguir siendo inmolado
en el altar de la inutilidad nos ha convertido en ciudadanos más exigentes, y
más sobrios, expuestos al sufrimiento sin que por eso dejemos de trabajar y de
cumplir con nuestras obligaciones.
Rafael López Pedraza relaciona depresión con lentitud. Lento es el que
recorre poco, sin que eso signifique inmovilidad. Otros, que dicen ir más
rápido, lo hacen en sentido contrario a nuestros intereses. El miedo y la ansiedad
nos han deprimido, pero solamente en el sentido de que ahora lo realmente
valioso, es lo único que efectivamente podemos hacer, y son pequeñas cosas. De
la manía que nos provocaba la riqueza súbita e irresponsable, pasamos a la experiencia
de la sobriedad por corrección, pero ahora somos más conscientes de los
detalles, esos que la velocidad impedía apreciar. Son tiempos para el
recogimiento, la modestia y la excesiva escrupulosidad. Sn tiempos de resistencia.
Pero una cosa es la sobriedad y la lentitud y otra muy diferente el terminar
envilecidos y rastreros, aceptando cualquier cosa, dejando pasar cualquier desafuero,
perdonando cualquier exabrupto. Por primera vez estamos atentos a esas pequeñas
cosas que hacen la diferencia. Y de la temeridad hemos pasado al cálculo y a la
reserva. Sabemos que tenemos pocas fuerzas, y que el ecosistema criminal sigue
depredando a los nuestros y haciendo pasar por aliados a los que son sus cómplices.
De allí la desafección brutal que ha
sufrido la política y la dura transición que implica el deshacernos de lo anacrónico
e inútil para dejar entrar aquello que es su alternativa. Son tiempos para
esquilmar y dejar atrás lo excesivo.
Algunos han huido en desbandada hacia cualquier forma de evasión. Otros
han preferido el exilio interno, esa ausencia patológica de toda lívido imaginable.
Otros han sido víctimas del pánico y se han querido adentrar en las aguas
profundas solo para entender que el poder grotesco de las olas los devuelve a
la playa, revolcados y humillados por el vano intento. Pero hemos aprendido
también que las miradas pueden alternarse entre la firme exigencia a la política,
el severo juicio moral que nos merecen los traidores y la compasión de los que no
soportan tanta presión.
Nos hemos humanizado. Y a pesar del sufrimiento y la crueldad de la que
hemos sido objeto, hay algo presente en nuestra contemporaneidad que nos hace
mejores. Ahora valoramos más la vida, porque se nos ha vuelto frágil y azarosa.
Apreciamos lo que somos porque ya no tenemos que inventar otro mérito que el
inmenso esfuerzo de seguir sobreviviendo al totalitarismo criminal que nos tiene
como sus principales enemigos. Ya no confiamos en la benevolencia de un tipo de
gobierno que ofrece todo y que al final nos encadena a su fatal arbitrio. Somos
víctimas seriales del estatismo y de su traición. Ahora, en medio de las ruinas
de un país que fue emboscado y abatido, e insisto, traicionado por los que
pasaban por ser “sus mejores”, tenemos más claro que lo mejor que nos puede
pasar es intentar la fundación de una nueva relación donde el gobierno tenga un
tamaño, un alcance y un poder totalmente limitados.
La pobreza atroz nos ha recordado lo ingeniosos que somos. Esa
sagacidad que nos hace imbatibles y capaces de resolvernos con lo que tenemos a
la mano. Si las condiciones son excelentes somos capaces de mandar cohetes a la
luna. Y si son adversas vendemos bollos de carne y chicharrón con la sonrisa de
siempre. Hemos enterrado a nuestras víctimas, nos hemos acostumbrado a la
dispersión y al dolor compartido a la distancia. Lloramos y reímos desde el
altavoz y hemos aprendido a rezar y a encomendar a la divina providencia de
Dios a propios y ajenos, colocando nuestras manos en un celular y pidiendo por los
que a través de las redes sociales piden a gritos compañía y ayuda. Son tiempos
para los pequeños gestos, aunque estemos tan débiles que en ellos se nos vaya
la vida. Son veinte años en los que, entre el yunque y el martillo, nos hemos
forjado para la verdadera cooperación y la proximidad a pesar de las distancias.
Y la lentitud, insisto, nos muestra lo maravilloso de lo esencial, la familia, los
amigos, y la esperanza de los jóvenes, que todos los días buscan esas pequeñas
razones para la realización del amor y la vigencia de la esperanza.
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