El gran desafío de esta época
El gran desafío de esta época
por: Víctor
Maldonado C.
e-mail: victormaldonadoc@gmail.com
Twitter: @vjmc /Parler
@VictorJMaldonadoC
Especial para elamerican.com
23/10/2020
Fue Max Weber el que mejor concibió lo que era Occidente. Lo hizo al plantearse una de sus
investigaciones más famosas. En la introducción a su libro “La ética
protestante y el espíritu del capitalismo” no se perdió en prolegómenos
retóricos para formularse una pregunta originante y trascendental: ¿qué serie
de circunstancias determinaron que solo en occidente hayan nacido ciertos
fenómenos culturales que parecen marcar una dirección evolutiva de universal
alcance y validez? En otras palabras ¿por qué occidente se impuso al resto de
las opciones civilizacionales y marcó la pauta de lo que hoy conocemos como un
mundo globalizado?
El sociólogo y filósofo dio a esa pregunta una respuesta tajante: Solo en
occidente ciencia y racionalidad son universalmente aplicadas a cualquier campo
del conocimiento. “También el occidente es el único que ha conocido el estado
como organización política, con una constitución racionalmente establecida, con
un derecho racionalmente estatuido y una administración por funcionarios
especializados, guiada por reglas racionales positivas: las leyes”. Y solamente
en occidente ha ocurrido el capitalismo como “la organización
racional-capitalista del trabajo formalmente libre”.
Y esto ocurrió porque acumuló sus ganancias a lo largo de muchos
siglos. La síntesis judeo-greco-romana-germánica puso a disposición del hombre
occidental un conjunto de instituciones disponibles, todas ellas apuntalando
una conducta social capaz de proponerse una relación fructuosa entre medios y
fines. El mercado como el espacio simbólico donde se encuentra la oferta y la
demanda, el comercio con sus requisitos de cumplimientos de contratos, la
propiedad privada como el garante de los espacios concretos para la realización
de la libertad, el derecho a la vida con dignidad, y las garantías necesarias
para ejercer con plenitud la ciudadanía, la institución de la tolerancia como
plataforma de convivencia entre los que son diversos, el monopolio de la
violencia, exigida legítima y limitada a ser garante del individuo y no su
depredador, la experiencia de las guerras que permitieron pensar en la paz, y
la pretensión de que no hay racionalidad sin condiciones de marco jurídicas,
reconocidas por todos, acatadas por todos, y con condiciones precisas para
irlas adaptando al signo de los nuevos tiempos. Solamente occidente ha
progresado, y es capaz de mantener abierta una reflexión no dogmática sobre el
hombre y sus alcances.
Venimos de menos a más. Nuestro pasado reciente fue de escasez,
miseria, hambre e inmovilidad social. El capitalismo, o si se quiere, el
sistema de mercado dinamizó las sociedades, amplió las categorías sobre las que
se fundamenta el orden social, puso coto a la pretensión de dominio absoluto
que siempre intenta el poder político, y se hizo acompañar de tradiciones y
creencias que son parte esencial del ser occidental. Solo en occidente se ha
planteado con éxito y constancia la reflexión sobre Dios, la teología
sistemática, producto del cruce del cristianismo con la filosofía helénica.
Occidente es acumulación de conocimiento que se transforman en instituciones
capaces de mejorar constante y sistemáticamente gracias al esfuerzo denodado de
la racionalidad. Max Weber lo llamaba el continuo proceso de desencantamiento
del mundo.
Pero occidente también lleva en su vientre los peligros más
desafiantes. En el prefacio que von Mises hace de su obra magistral “El
Socialismo” denuncia tres medios de los que se sirvió Carlos Marx para
encumbrar al socialismo y devastar las instituciones de occidente. El primer recurso
fue negar la lógica racional. Nada más y nada menos que sustituir el sentido de
realidad (válido para todos los hombres y todas las épocas) y denunciarlo con
una acusación demoníaca: “No existe la lógica planteada en términos
universales. El pensamiento es función de la clase social en que vive el
pensador, es una superestructura ideológica de sus intereses de clase”.
No hay realidad, solo pensamiento burgués representativo de esa clase
dominante.
El segundo recurso es afirmar dogmáticamente, cual si fuera
conocimiento científico que “el proceso dialéctico de lucha de clases conduce
fatalmente al socialismo”. Para Marx era fatal que el objeto y fin de la
historia era “la socialización de los medios de producción mediante la
expropiación de los expropiadores”, y así negar de plano el derecho a la
propiedad, y con eso la factibilidad de la libertad.
El tercer recurso es negar la necesidad de la ciencia. Como el
socialismo es ineluctable, occidente debe renunciar al esfuerzo continuo y
sistemático para buscar las vías del progreso. Occidente llevaba consigo la
principal amenaza en la negación elaborada de la racionalidad, tal y como había
sido concebida a lo largo de milenios de reflexión. El peligro para occidente
estaba en ese intento de negar sus supuestos y violentar sus frágiles
equilibrios institucionales.
El socialismo desprecia el trabajo productivo porque promete la
redención instantánea de todos los desfavorecidos. Desprecia el derecho de
propiedad porque lo asume como un robo originario y desecha las capacidades de
creación de nueva riqueza a partir del ingenio del ser humano. Nada es de nadie
porque todo es de todos, resuena como un trueno esplendoroso en aquellos que
pueden aprovecharse del saqueo ideológicamente fundamentado. Desprecia el
sistema de mercado porque odia la capacidad de síntesis del empresario y las
decisiones descentralizadas que en su conjunto lucen racionales, y permiten al
ciudadano en su rol de consumidor, el ejercicio de una soberanía intachable.
Desprecian la ley porque la pretenden el arma innoble de la clase dominante.
Desprecian la libertad porque todo hombre tiene el deber moral de trabajar
coordinadamente para su liberación. Desprecian las tradiciones, la religión y
las liturgias porque “son el opio de los pueblos”. Desprecian cualquier límite
porque ellos vienen a resolverlo todo, habida cuenta que la única verdad es la
que ellos proclaman: la inevitabilidad del socialismo.
Ludwig von Mises llega a decir que “el éxito incomparable del marxismo
se debe al hecho de que promete realizar los sueños y deseos de la humanidad y
saciar sus resentimientos innatos”. Todo lo que significa esfuerzo individual,
racional, continuo y sistemático es enemigo del socialismo y de los que tienen
mentalidad socialista.
Pero ¿quién controla al que dice tenerlo todo controlado? Esa pregunta
queda siempre sin respuesta. Los adalides del socialismo se invisten del poder
y lo exigen en términos absolutos. Ellos vienen a hacer la revolución. Ellos
son milenaristas. Ellos son el fin de la historia en proceso.
En la actualidad los socialistas exhiben la pobreza como demostración
de su verdad. Pero no dicen que, en occidente, gracias al capitalismo, esa
pobreza se ha reducido, y que en la misma medida han incrementado
superlativamente el ascenso y la movilidad social, gracias a la división del
trabajo, y al mérito como único criterio aceptable a la hora de decidir el
éxito. Los socialistas odian la riqueza productiva y envidian la propiedad
privada. Pero están especialmente interesados en derrumbar el estado de
derecho, forzando la barra, y haciendo de cualquier demanda o exigencia
(recordemos que la ciencia no existe, solo el marxismo es científico) un nuevo
derecho positivo, a pesar de que sus supuestos sean rocambolescos.
El socialismo es agitación, y toda agitación de masas es irracional, no
solamente en sus causas, sino también en sus exigencias y consecuencias. Ellos
son los perpetradores de la metástasis social de las expectativas desbordadas,
del todo vale y todo es posible, y de la negación de la historia para
sustituirla por un fabulario de resentimientos, que convocan al presente para
forzar a los incautos a la genuflexión buscando resarcir lo que supuestamente
ocurrió, y que de muchas maneras fue superado. La agenda globalista, parida en
las entrañas de la diabólica mentalidad socialista, encumbrada por resentidos
con poder, y estimulada por un sicariato que se la tiene jurada a la tradición
occidental, para desmembrarla y dar paso al mundo supersticioso de la ideología
impuesta como dogma, que permite la servidumbre de los pueblos y el
encumbramiento de una nueva clase de políticos, voraces de poder y muy
indispuestos a respetar las reglas del juego democrático.
Vivimos una época de convulsiones con la agitación digital de las masas,
la permisividad con la que se destruyen iglesias y monumentos, la inversión de
valores, el uso de la fuerza para imponer convicciones insensatas, un discurso
incendiario que promete una sociedad sin límites ni valores, y una agenda que
solamente destruye pero que no ofrece un cielo nuevo sino una época de
ajusticiamientos históricos que solamente conducen al saqueo y a la ruina
social. Detrás está la agenda de siempre: la del socialismo resentido que odia
y que quiere desplazar lo que hay para imponer su vana comunidad totalitaria.
Los casos como Venezuela, Cuba y Nicaragua dicen cuáles son los resultados. No
hay socialismo que produzca algo diferente.
La pregunta es ¿cómo hacemos para cauterizar el resentimiento social
explotado por los agitadores irreductibles del socialismo? ¿Dónde comienza la
colonización? von Mises plantea el debate de las ideas. Propone la corrección
de los mitos asociados a los efectos taumatúrgicos del poder. Insiste en que la
educación debe ser para la libertad y no para la servidumbre. Esto exige una
dirigencia política que renuncie el socialismo como ideología y a las
herramientas socialistas del poder, plenas de intervenciones y tutelas
estatales. Los gobiernos nunca serán mejores que los mercados, pero esa certeza
tiene que combatir constantemente contra el mesianismo, la personalización del
poder, y la tendencia natural del ser humano a confiar en las vanas promesas
cuando ellas ofrecen la tierra prometida.
Occidente ha llegado a ser lo que
todavía es hoy porque no cede en el esfuerzo de buscar soluciones racionales a
los problemas. Pero su estabilización futura tiene como premisa el poder seguir
avanzando sin renunciar por la fuerza a su sistema de creencias, al valor que
le otorga a la vida, a su fundamento en la familia como institución básica, al
aprecio por el trabajo y el mérito, al esfuerzo que se hace para separar
espacios, tiempos y contextos que son propios de la vida pública y la vida
privada, a su enfoque centrado en el individuo como sujeto de derechos, a la tolerancia
como piedra angular de la política, y al esfuerzo por educar sistemáticamente a sus ciudadanos con el fin de hacerlos
sujetos políticos responsables. Solo occidente se ha propuesto instituciones
que se han propuesto ser muros de contención a la corrupción del poder
absoluto.
Todos somos autores de la polis, todos nos beneficiamos de la paz y el
orden. Todos debemos contribuir a sus dinámicas y a su estabilidad. El orden
social es tanto premisa como resultado. Por eso hay que desconfiar de las oleadas
caóticas de impugnación de lo establecido, debemos resistirnos al resentimiento
como parte constituyente del revisionismo histórico y mantener todas las
defensas alertas frente a las incursiones del demagogo que siempre acecha para
primar sobre las ruinas de todo lo construido por muchas generaciones.
Salvar a occidente de esta época convulsa requiere que el compromiso
político esté centrado en reactivar y mantener un proyecto educativo centrado
en el hombre libre y digno como gran proyecto del mundo. Para combatir la
agenda globalista que se ceba en la ignorancia especificada que asola a los
mejores. Necesitamos especialistas que no repudien a la filosofía. Necesitamos
profesionales con conocimientos históricos no manoseados por la ideología. Necesitamos
hombres y mujeres que pongan de relieve el valor de la vida y el sentido de
trascendencia que siempre le hemos dado a la vida por nuestras convicciones
espirituales.
Debemos replantearnos la esperanza para conjugarla mejor con ese
sentido racional que siempre ha tenido nuestra civilización. La esperanza en
nuestra propia capacidad de afrontar los problemas y resolverlos usando la
ciencia y la razón. Pero sin caer en la tentación de transformar la razón en
ese monstruo lleno de vanidad y prepotencia que cree que puede hacerlo todo,
transformarlo todo, incluso ir contra las leyes del sentido común porque la
invocación al fatuo voluntarismo así lo dispone. La esperanza es otra cosa. Es
fortaleza, transitar por la adversidad sin ser vencidos, y tener propósito. No
es pretender otro hombre, es ir resolviendo uno tras otro los problemas,
transformando las soluciones en parte del acervo civilizacional que se renueva
y complementa con cada uno de los aportes. Esperanza es construcción de
caminos. Nunca es destrucción ni devastación.
Por eso el gran desafío es privilegiar la libertad sin adjetivos.
Privilegiar el concepto original de libertad por encima de eso que la agenda
globalista llama las nuevas libertades, que no son otra cosa que la
contradicción contumaz y temeraria del sentido común, que no nos lleva a ningún
otro lado que al abismo del resentimiento y del odio contra nuestra propia
esencia. La agenda globalista es la violencia, derrumbe y fuego que quema pero
que no purifica. La libertad a secas, fundada en la dignidad, el respeto, la
sobriedad, la tolerancia y el rechazo tajante a los intolerantes, las rutas de
la paz antes que las de la guerra, el respeto por la propiedad y el aprecio por
la vida, deben ser las consignas del fortalecimiento de un orden social en
donde todos quepamos sin temer a esa violencia arbitraria en la que el hombre
se transforma en el lobo del hombre, haciendo de la experiencia de la vida en
una condición que se pierde entre la pobreza, la soledad y la vileza.
Caracas, 23 de octubre de 2020
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