Apología al radicalismo venezolano


 

Apología al radicalismo venezolano

Por: Víctor Maldonado C.

e-mail: victormaldonadoc@gmail.com

08 de marzo 2023

 

Como ovejas en medio de lobos

 

Vivimos tiempos de mediocre superficialidad. En Venezuela el aturdimiento totalitario provoca desinterés, resignación y poca comprensión sobre las formas como opera el poder en manos de los hombres y cuáles son los atributos de la compleja condición humana. El poder corrompe, y el ser humano no siempre está a la altura de las prescripciones morales y de la política. Vamos a estar claros. No podemos tener una versión “buenista” del hombre. “Como especie, no podemos ya permitirnos el lujo de concebir ilusiones acerca de nuestra propia naturaleza. No, mientras inventemos, fabriquemos y usemos formas de destrucción del otro”. (Erikson E. 1976).

 

Antonio Sánchez García, en uno de sus ensayos sobre literatura y política (2013) advierte nuestra recurrente mala costumbre de tratar de ocultar en un discurso condescendiente eso que realmente somos. ¿Qué somos? Somos “el monstruo que ocultamos con nuestro discurso racional, humanista, que aflora vengativo, soberbio y prepotente ante la pérdida de Dios y la pretendida divinidad del caudillo todopoderoso. Las generaciones que lo creyeron leyenda ya comienzan a verle sus garras. ¡El horror!”. Somos esa irrefrenable tendencia a concederle el escenario y al atrio al demagogo brutal que viene por nosotros. Por eso, el principal atributo de un buen radical es que no se engolosina, no se embelesa, no se erotiza con el político poderoso.

 

Y ese precisamente es la primera y más recurrente crítica que se les hace a los radicales: Que obstaculizan con su permanente espíritu crítico esas ganas de coito sublimado que la mayoría quiere realizar con el hombre o la mujer del momento. Somos unos aguafiestas de esa infatuación psicodélica donde tantos han dejado su honra personal y política.

 

La segunda característica de los radicales es que no le conceden al “unanimismo” ninguno de esos atributos taumatúrgicos que las mayorías interesadas les dan. Nos resistimos a la trampa del punto medio, allí donde todos los venezolanos se podrían encontrar para reconstituir el pacto social. Esta consigna no resiste, obviamente, ninguna pregunta, porque solamente es una consigna hippie que saca del marco de análisis los abusos del poder, la nausea de la complicidad, los daños del saqueo del erario público, el crimen contra la humanidad de los venezolanos y todos los rangos de abusos que, de hecho, provocan responsabilidad y culpa.

 

Son los radicales los que exigen justicia sin la trampa de pasar la página, y sin hacerse la vista gorda con los protagonistas del ecosistema criminal. Los unanimistas pretenden una amnistía universal y un bloqueo de la memoria histórica que asesina la verdad y nos provocaría el daño psicosocial de obstaculizar un reencuentro del país de víctimas que hoy somos. Sin dudas, los unanimistas trabajan para el régimen de opresión y servidumbre en el que estamos atrapados. Y si cualquiera quiere identificar cara y talante de los que son sirvientes del unanimismo, solamente tiene que identificar a los que apuntan su dedo para señalar a otros de radicales. El unanimismo se siente perturbado por las exigencias de verdad, responsabilidad y justicia. Ellos quieren que todos practiquemos el abrazo cómplice en el que depredadores y depredados parecen fundirse hasta que, un tiempo después, continúa la degollina. Frente a esa tramposa exigencia son los radicales los que se niegan a participar o a cohonestar tamaña infamia. No hay paz posible sin esa justicia severa que aparta del redil a aquellos que hicieron daño.

 

El tercer atributo del radical es que no cree que la realidad política y económica funcione con las clausulas condicionales, fantásticas y fraudulentas, del opolaboracionismo característico del elenco del fracaso. El radical venezolano no se presta a narrativas complacientes. Duda metódicamente y no se queda conforme con el argumento superficial y la propaganda. No le parece que una economía resurja de sus cenizas si las condiciones de su desplome siguen vigentes. Tampoco le confiere al régimen una capacidad de conversión para el bien que lo haga entrar en el carril de lo apropiadamente democrático. Por eso combate con ferocidad la postración de las élites empresariales, académicas e intelectuales que cobran su genuflexión en la moneda de cambio de los que sobreviven con privilegios. Tampoco es dado a  concertar con los que creen en las bondades de este socialismo carnívoro y saqueador ni tolera los llamados a la convivencia con estos que nos han tocado como gobernantes. Sus convicciones los obligan a imaginar rutas de ruptura y contraste que no se compadecen con las boberías de una restitución de facto de las reglas del juego republicanas. Se enfrentan a los deseosos de un desenlace casi mágico donde los buenos ganan por la transformación de las bestias en mansos animales. Piensan en la realidad tal y como es, sin maquillajes, sin la fantasía de los buenos deseos, sin apostar a la virtud de los que hasta hoy han demostrado que son vicio y crueldad. El radical piensa que son las condiciones relativas de fuerza las que pueden cambiar el curso de los acontecimientos. Todo lo demás es convivencia nauseabunda e indigna.

 

En esa misma línea y por las mismas razones se opone al populismo y a sus secuelas. El radical está convencido de que los gobiernos grandes son un peligro constante para las libertades ciudadanas; sabe que los gobiernos son torpes y resuelven menos de lo que prometen. Y que la soberanía no está conectada con capitalismo de estado ni la concentración de la riqueza en manos del gobierno. El radical espera poco del gobierno, pretende su reducción al tamaño debido, repudia la ostentación burocrática y no le concede cuartel a los que se les agua la boca al soñar con dirigir el Banco Central, la empresa de telecomunicaciones o la petrolera. Está convencido de las falacias subyacentes al falso nacionalismo de quienes se rasgan las vestiduras ante cualquier opinión que contraríe la vastedad, obesa, inútil y derrochadora de quienes pretenden mantener la lista interminable de empresas públicas que solo sirven para hinchar sus narcisos y practicar un clientelismo alejado de la sana efectividad de la empresa privada.

 

Los radicales suelen ser exigentes con las causales que dan vigencia a los liderazgos políticos y tienen muy claro cuándo deben retirarse. El fracaso sistemático es causal de retiro. No debería haber compasión social con los jerarcas de las derrotas del país, con los que han engañado a los ciudadanos metódicamente y quienes son responsables de matanzas, detenciones y persecuciones. Para el radical venezolano esta clase política recalcitrante en sus ambiciones y en sus fiascos debería renunciar al liderazgo y separarse completamente de la dirección de sus partidos. Ocurre en Venezuela todo lo contrario porque sufrimos la oligarquía de los vencidos. Una partidocracia en la que rigen camarillas asociadas para explotar al país como si fuera un botín. Carroñeros que se disputan los restos de lo que dejan los asociados directamente al régimen. Y entre todos ellos, cierran el círculo para condenar al oprobio al resto del país. No permiten el relevo y son corruptores sistemáticos de sus cuadros. No hay generación luminosa que resista al modelaje de la ignominia que esas cúpulas practican. Los radicales desconocen activamente este liderazgo agotado y piden consistentemente renovación y ruptura porque piensan que el país de ciudadanos es una cantera inagotable de mejores opciones que, alejados de ese trapiche de los principios y valores, pueden presentar una alternativa de dirección y gobierno.

 

El país corrompido que se ha entreverado para practicar la traición a las mayorías del país acusa a los radicales de ser extremistas. Por eso puede ser conveniente plantear el marco de las diferencias. Un extremista no busca la verdad, se resiste al sentido de realidad y practica un supremacismo enfermizo que los lleva a practicar el exterminio de todos los que no son como ellos. Extremista fue, por ejemplo, el Ché Guevara, que no dudó en fusilar a cuanto cubano parecía que les estorbaba a los efectos de implantar la revolución. Extremista es Fidel Castro que terminó aislado en su propio monólogo todopoderoso sobre el poder mismo. Extremista es Daniel Ortega que juega a ser la reina de corazones del cuento de Lewis Carroll y que grita histéricamente “que le corten la cabeza” a cualquiera que le lleve la contraria. Extremista es el chavismo que, habiendo tomado el poder, se resiste a entregarlo, incluso al costo de destrozar el país hasta convertirlo en estas ruinas de la esperanza que hoy somos.

 

Claro está que lo que vivimos tienen agentes del aggiornamento. Son los voceros frenéticos de que hay que intentar la unidad de la hedentina. La unidad silenciosa de los sepulcros blanqueados con cal, pero que cubren los despojos de lo que alguna vez fue un país decente. Eso, que quiere parecer la expresión de la moderación, no es otra cosa que los tuétanos del colaboracionismo más servil. Y esos parásitos de la servidumbre tienen a su favor, micrófonos, medios de comunicación, tarima, patrocinantes, candidatos y una estructura de operadores políticos que flotan, como tiende a flotar el estiércol, para que todos sepan que están allí, ofreciéndose como la única referencia posible. Contra ellos muy especialmente se enfrentan los radicales. Porque la decencia y el sentido común nos alertan contra la entrega dócil al tirano que practica el crimen. Toda fábula al respecto prescribe una moraleja que advierte contra las irrenunciables apetencias del déspota que siempre va a acabar con la inexplicable candidez de quien lo acepta.

 

El problema en Venezuela es que el ecosistema criminal y su régimen de poder no acepta nada semejante a lo que en otros países se llama “centro político”. La asunción de la cuestión política y social de nuestro país requiere una postura radical, contrastante, enfocada en el sentido común, exigente en términos de la verdad y preocupados por las tendencias disolventes del momento y la necesidad de proveer de orden social a un país sediento de nuevas certezas. Por eso, el compromiso con la sobriedad y su poco optimismo respecto a los alcances del “hombre bueno”. La experiencia nos ha demostrado que hombre en situación de poder comienza a usarlo a su favor y en desmedro de los demás. Eso nos hace especialmente suspicaces y exigentes. El centro del ecosistema criminal es un agujero negro, cuya energía, tenebrosa y oscura, acaba asimilando a todo aquel que se acerque.

 

Pero los radicales son una minoría que sufre, entre otras cosas, la soledad institucional. Como lo planteaba M. L. King, la indiferencia de la mayoría es la que permite que el mal se enseñoree. Cada vez que eso ocurre, los costos se distribuyen mal y son mucho más costosos para los que se atreven.  Por eso los radicales parecen corderos en medio de lobos, carentes de cualquier poder diferente a la fuerza de sus convicciones y a la voz que levantan para denunciar la flagrancia de la perversidad y la recalcitrancia de un ecosistema que se vale de las falsas apariencias de quienes de lejos parecen honrados y de cerca son solo opolaboración sofisticada, operadores psicológicos y funcionarios al servicio del régimen.

 

Mario Briceño-Iragorry escribió en diciembre de 1952 un largo ensayo que llamó “La traición de los mejores”. Hago míos el deseo con el que termina su escrito: “Yo solo deseo que cuando los ciudadanos se acerquen a dialogar con los hombres que se dicen portadores de la verdad y de la esperanza, sepan distinguir la buena de la mala palabra. Que no sigan al primer gritón de esquina que lo invite a engrosar las malas causas, ni se dejen llevar ciegamente por el primer simulador que escale cátedras encumbradas. Que afinen su antena para captar el sentido de las frases y para distinguir la voz de quienes le pintan el buen camino, de la voz melosa e insinuante de quienes intentan engañarlo”.

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