Confesiones íntimas de un voto realengo


Confesiones íntimas de un voto realengo

Por: Víctor Maldonado C.

E-mail: victormaldonadoc@gmail.com

Twitter: @vjmc

29 de marzo 2023


¡Si ustedes supieran! Larga y tortuosa es la vida y aconteceres de un voto realengo. Hay que decir que en Venezuela realengo no significa “dependencia directa del rey o la reina, sin pertenecer a la nobleza”. En nuestro país denota desorden, desparpajo, abandono a la propia suerte, más bien de la calle y no de poder alguno. Y si, soy de esa clase, una versión contemporánea de la picaresca hispana, un sobreviviente de los golpes y virajes del destino. En pocas palabras, he dado tantos golpes como los he recibido. Aunque no siempre fue tan brutal y descarnada mi realidad.

Alguna vez fui usado con lucidez y esperanza republicana. Eran otras épocas en las que, sin ser remotamente perfectos, se nos planteaban opciones y se tenía la pretensión de respetar el mandato ciudadano. Esa época se malogró cuando las pasiones más subalternas, el odio, el resentimiento y el arribismo se conjuraron para meter por los palos a un presidente cuyo proyecto político era quedarse perpetuamente en el poder. ¡Y lo logró!

La verdad es que nunca he sido el heraldo de la racionalidad política. La gente me usa para satisfacer sus entrañas. El ciudadano común no ejerce sus derechos usando la cabeza. Más bien se deja llevar por la embriaguez de ganas y sueños que les susurran los que se hacen pasar por líderes. O porque les parece bonito, atractivo, valiente, feroz, redentor, exterminador… Son muchas las razones que los hacen entregarse voluntariamente a una servidumbre temporal, incluso al costo de ser víctimas de tantos desaciertos. En nuestro caso, lo temporal se ha convertido en perpetuo.

Nadie se pregunta, por ejemplo, si los profesionales de este tipo de política creen en lo que dicen. Tampoco saben los cándidos electores -no tienen cómo saberlo- cuantos compromisos traen los que finalmente llegan al poder, esos que les impiden la búsqueda del bien común a través de políticas sensatas. Tampoco están al tanto de quienes van a gobernar con él, qué traen y cuál es la verdadera agenda. Me usan casi como un peñonazo lanzado al horizonte, que si la pegas en el ojo del Goliat del momento, estás hecho. O mejor, soy esa cita a ciegas con el destino que ciertas aplicaciones como Tinder se empeñan en hacer exitosas.

Pero vamos a estar claros. Soy mucho menos que un mandato. Soy un precario intento que a veces se repite como vicio y culposa inconciencia. Represento para los ingenuos ciudadanos una frágil expectativa de que algo mejor puede ocurrir. No entienden que votar no es un conjuro mágico. Dependerá siempre de lo que está detrás de ese acto.  Muchos problemas se hubiesen ahorrado de no haberme usado con tanta ligereza, como si bastare para hacer un buen gobierno una buena cara, un discurso emocional, un jingle, incluso, una historia de vida que, como sabemos, se arregla para que parezca un poco más atractiva. Hay demasiado maquillaje con predisposición al fraude en eso que ahora llaman marketing político.

Si alguna vez fui útil, ya no recuerdo. O si, solo como el espejo fatal donde se reflejan errores seriales de apreciación, o la evidencia más objetiva posible de que “el pueblo sí se equivoca” y de que, a diferencia de lo que sostienen los interesados, este país carece de élites ilustradas porque lo que efectivamente tenemos es una usurpación sistemática por parte de “Mujiquitas de medio pelo” valga la redundancia. Pero volvamos a lo central. El pueblo si se equivoca, y me colocaron donde no debían. Y debo decirlo en honor a la verdad, lo trágico fue la contumacia, porque lo hicieron varias veces. Peor aún, lo siguen haciendo, aunque ya no vale la pena discutirlo porque, como dije hace un rato, ya no valgo lo que antes.

¿En qué momento me jodieron? ¿En qué momento dejé de ser útil y comencé a ser una excusa, una instancia legitimadora, al margen de la voluntad del ciudadano? ¿Cuándo comencé a ser una parodia, una tragedia, un hito de desesperanza, un querer olvidar, un reforzador de la indiferencia? Porque una cosa es cometer el acto de elegir mal con todos los agravantes posibles y otra muy diferente lo que ha venido pasando después. Me jodieron cuando se borraron, se arrasaron los límites de la democracia y se aniquilaron las reglas del juego. Sin reglas, solamente quedan vigentes la fuerza y el fraude. Y las reglas de la perversidad solo favorecen a aquellos que son capaces de ir contra los otros, con el garrote o con la mentira. Acabaron conmigo cuando me volvieron parte de una inmensa estafa.

Y la estafa es ahora la máxima ideológica. Unos y otros, que son los mismos y lo mismo, me invocan como la solución a todos los problemas del país. ¡Mentira! Hay algo más, mucho más podrido que no se va a resolver cambiando a uno por el otro, cuando todos representan una visión del país y una versión de la política absolutamente equivalente y por lo tanto no hay elección porque no hay alternativas claramente diferenciadas. Elegir es poder optar y eso no es lo que está planteado. Ya por allí tenemos un problema de muchas y peligrosas aristas.  Escoger tiene como presupuesto la libertad serena del que elige. Pero entre tanto aturdimiento y tanto desmadre, hace años que perdimos el sosiego. Hace mucho tiempo no sabemos qué hacer.

Sin sosiego y con esta sensación de que todo se nos torna demasiado urgente, cualquiera pasa por bueno, sin serlo. Y no, no tengo esperanza alguna en esa decisión racional que nunca hemos practicado ni nosotros ni ser humano alguno en la larga historia que comenzó algún día en el ágora de Atenas, hace ya mucho tiempo. No pretendo que seamos esas mentes calculadoras que tienen presente su propio interés y que conocen todas las alternativas y sus consecuencias. No, olvidemos ese camino de las utopías que nos conducen al monstruoso hombre nuevo. A estas alturas soy más humilde. Solo me gustaría poder degustar mis emociones con líderes que verdaderamente merezcan mi amor, mi adhesión, y en caso contrario, que ganen en buena lid mi absoluto desprecio.

Y aquí nos encontramos con otra arista hiriente. No solo nos falta placidez, también nos faltan líderes que merezcan al menos la compasiva mirada del elector. Pero ni eso merecen quienes nos han trajinado por más de veinticinco años, que nos usan como caña para trapiche, nosotros como bagazo mientras ellos, fresquitos, disfrutan de los deleites de esa bebida, dulce y fresca, capaz de apagar cualquier bochorno. Por eso yo termino en cualquier basurero, o contumazmente incinerado, para que se borre o se pierda cualquier testimonio de lo que los ciudadanos significan para los bribones que se les han montado encima.

¿Ustedes creen que ser un voto es fácil? Somos una cosa al principio, y otra muy diferente al final. Llegamos al centro de votación intentando una cosa, y allí algo ocurre. Se los voy a decir, aunque ustedes no lo van a creer. Nos “emburundangan”. Si, nos drogan, nos secuestran y perdemos en el trance toda voluntad manifestada. Nos hacen pasar por otra cosa. Terminamos siendo lo contrario. Y eso en el mejor de los casos. A veces nos transforman en bytes de información que pierden a propósito, algo así como un exterminio digital programado para que no se pueda rebasar una cantidad previamente decidida. Otras tantas, simplemente nos niegan, nos anulan.

Porque un voto no tiene ningún poder efectivo si no hay las condiciones de marco institucional que obliguen a respetar la voluntad del elector. Y vamos a estar claros, aquí la palabra respeto les queda inmensamente grande a todos. Vayamos a las definiciones de diccionario. Respeto es valoración y acatamiento. Sin pasar de la definición ya nos raspan. Porque hace años que la democracia política y la expectativa de vivir en una república de leyes e instituciones se nos fue del arca de deseos. O sea, los políticos de aquí, los de uno y otro bando, no son democráticos. Son tiranos en ejercicio o aspirantes a la oligarquía del enchufe. Y ninguno quiere acatar los compromisos que asumieron con la gente. No les va a gustar la analogía, pero los ciudadanos y nosotros, los votos, somos los condones usados de estos políticos perversos que nos han tocado en suerte.

Y no quiero nombrar la soga en la casa de los ahorcados, que somos nosotros, pero… ¿vale la pena recordar cada consigna, cada promesa, cada arreglo, cada acto de corrupción, cada entrega, cada genuflexión y cada grosera indiferencia con la que nos han administrado sin rubor y con cinismo? ¡Mejor que cada quien haga su lista!

Por eso estamos tan aturdidos de colores, consignas y promesas que no valen nada. Porque aquí el juego al que juegan todos se llama fraude. Vente conmigo, te prometo lo que yo no estoy dispuesto a honrar y, vamos a estar claros, tú tampoco esperas que yo te cumpla. Es como la mentira y la simulación del cortejo, tanta decencia y decoro que terminan, más temprano que tarde en un revolcón, y después, “si te he visto, no me acuerdo”. Porque la verdadera expectativa es otra, la que hacen gala los que tienen poder, aquellos que los pusieron donde había, la súbita riqueza de un país saqueado desde la época de su independencia.

Yo siempre desconfío del que me vende como panacea. Y yo, que soy un voto realengo, sé que no soy el elixir mágico que algunos plantean, ni me creo “la última Pepsi-cola del desierto”.  Mientras estaba escribiendo estas líneas, alguien proclamaba que un voto era más fuerte que una bala de fusil. ¡Coño! No me vengas con esas metáforas de bar de mala muerte. ¡No importa si lo dijo Lincoln, cuando estaba inmerso en la guerra civil de su país! Los que dicen eso no han recibido un tiro, ni han visto morir a sus hijos, víctimas inocentes de una intentona temeraria contra el régimen. ¡No les importa, les da lo mismo repartir tiros, gasearnos a todos o robarnos las elecciones! Porque aquí vivimos el imperio de la barbarie, de los hechos cumplidos y de la fuerza pura y dura. Y se los digo yo, que los he visto por dentro.

Mi experiencia de calle hace que me perturben las cláusulas condicionales que se les quieren imponer a la realidad.  Vayamos a los conceptos. Una cláusula condicional construye situaciones hipotéticas que, sin ellas, no valen para analizar ni el presente ni el futuro. Y aquí estamos llenos de pendejadas argumentales del tipo “si votamos, ganamos”, “si nos unimos, ganamos”, “si presionamos el régimen cae”. Para los sumos sacerdotes de las condiciones hipotéticas, esto que sufren los venezolanos no es tan difícil de superar, pero peor aún, si todavía la toleran es porque quieren, “porque si votamos, ganamos”. Pero los hay peores, todavía mas procaces, son los que  condicionan la elección a tener un candidato que le guste al régimen. “Si elegimos un candidato que prometa respetarlos, no perseguirlos, dar por buenos el saqueo, hacerse el loco con la violación de DDHH y crímenes contra la humanidad… tal vez, y solo tal vez, nos entregan el poder”.  ¿Y como para qué nos van a entregar el poder si ellos van a seguir siendo el poder entronizado? ¡Para eso, mejor úsenme a mí votando por Maduro y se olvidan de dar tantas vueltas!

No hablemos, por favor, de “los necios transicionistas”. Aquellos que sufren ya de viejos de la enfermedad infantil de la falsa inocencia. Que si mediante el voto (¡no me jodas, no me metas en tus alucinaciones) se han inventariado millones de transiciones pacíficas en toda la galaxia. Son los que creen que el lobo no se comió a la abuelita y luego no se comió a la caperucita. Estas caperucitas de la política vernácula son como los zancudos, tienen su temporada, tienen sus horas, son los oportunistas del atardecer. Total, que yo sé, yo soy testigo de todas las formas de estafas posibles, insisto, de un lado y del otro.

Yo me temo que me van a volver a embullar. Y que otra vez voy a recorrer los mismos senderos del fracaso. De muchas formas soy un remedo de Sísifo, pero con la conciencia de que no hay cima alcanzable sino abismo y desbarrancadero sobre el que me hacen resbalar una y otra vez. Hay que ser muy iluso para pensar que ahora va a ser diferente. La trampa de la ventaja grosera está montada. Y yo voy a ser de nuevo la víctima propiciatoria de una nueva experiencia de turbación y trauma. Porque la realidad, sin la demagogia de las cláusulas condicionales, nos indica que el camino es tan duro y tortuoso como parece, y que no es a través del voto como van a poder resolver el problema. Pero Dios ciega a los que quiere perder. ¡Que siga el bochinche pues!


 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

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